«Joanie era mucho más que su amiga -pensó-. También era mi amiga. Ella nos salvó la vida. Sin embargo -se recriminó-, pese a toda mi autoridad y poder no fui capaz de protegerla.»
Se acordaba de la guerra. «¡Un enfermero!, gritaban, y yo iba. ¿Acaso salvé a alguno de ellos?» Recordaba a un chico blanco, una semana en el batallón, un vaquero de Wyoming que había recibido un disparo en el pecho. El viento soplaba desafiante mientras él intentaba salvar al soldado. Éste no apartaba la vista de los ojos de Tanny Brown, tratando de distinguir entre el dolor y el miedo alguna señal que le indicase si iba a vivir o a morir. Seguía con la mirada clavada en él cuando exhaló el último suspiro. Era la misma mirada que había aparecido en los rostros de George y Betty Shriver cuando él se presentó en la puerta de su casa con la peor de las noticias.
Brown sacudió la cabeza. «¿Cuántos años hace que conozco a George? Desde el día en que empecé a trabajar en la tienda de su padre y él cogió una fregona y se puso a trajinar a mi lado.»
Su mano se estremeció. «He enterrado a demasiadas personas. -Miró una última vez la fotografía antes de dejarla sobre el escritorio-. Esto no ha acabado. Te debo demasiado.»
Se dirigió a su dormitorio. Apartó de su cabeza el agotamiento y la posibilidad de descansar. Impulsado por la ira y la convicción de estar en deuda, comenzó a meter en una maleta la ropa y las cosas necesarias para pasar la noche fuera. Tomaría el siguiente vuelo hacia Miami.
13
UNA LAGUNA EN LA HISTORIA
No tenía ningún plan.
Matthew Cowart encaró el día siguiente a la ejecución de Sullivan con el entusiasmo de quien sabe que él es el siguiente. Condujo su coche alquilado a toda velocidad a través de la noche y cruzó casi la mitad del estado, cogiendo la interestatal 95 desde el Sur de Saint Augustine. Atravesó los quinientos kilómetros a un ritmo irregular, acelerando a menudo hasta los ciento cincuenta por hora, asombrado de que no lo parase ninguna patrulla, pese a cruzarse con varias que iban en dirección opuesta. Remontó la oscuridad espoleado por las terribles contradicciones que martilleaban su cabeza. El sol empezó a despuntar a la altura de Palm Beach, sin arrojar luz alguna sobre sus tribulaciones. No fue hasta bastante después de amanecer que entregó el coche a un empleado de Hertz en el aeropuerto internacional de Miami. Un taxista cubano que no dejaba de parlotear sobre política y béisbol, sin hacer distinciones entre una y otro con su expresiva mixtura de lenguas, se abrió paso a través del tráfico de la hora punta hasta el apartamento de Cowart.
Estuvo dando vueltas por el apartamento, preguntándose qué hacer. Se dijo que debería ir al periódico pero fue incapaz de reunir el ánimo necesario. De repente la redacción había dejado de parecerle un santuario para convertirse en un campo de minas. Se escudriñó las manos, volviéndolas, contando líneas y venas, pensando en lo irónico que resultaba que unas horas antes deseara desesperadamente estar solo y que, ahora que lo estaba, fuera incapaz de tomar una decisión.
Pensó en otras personas atrapadas en las mismas circunstancias, como si los errores ajenos pudieran mitigar el suyo. Se acordó de William F. Buckley y de sus esfuerzos por sacar a Edgar Smith del corredor de la muerte en Nueva Jersey a principios de los sesenta, y de cómo Norman Mailer defendió a Jack Abbott. Se acordó del escritor frente a la ringlera de micrófonos, admitiendo de mala gana haberse dejado embaucar por el asesino. Podía verlo bregando con los focos de las cámaras, negándose a comentar las acusaciones de homicidio. «No soy el primer periodista que comete un error -pensó-. Es un oficio arriesgado. Te la juegas a cada paso. Nadie puede adivinar un engaño tramado con astucia.»
Pero esto sólo le hacía sentirse peor.
Se inclinó sobre su mesa y, como si se dirigiera a alguien que estuviera sentado frente a él, dijo:
– ¿Qué podía hacer?
Se puso en pie y empezó a dar vueltas por la habitación.
– Maldita sea, no había ninguna prueba. Todo encajaba. Todo encajaba a la perfección. ¡Maldita sea!
De pronto lo invadió la rabia y tiró al suelo una pila de periódicos y revistas. A continuación volcó la mesa y la estrelló contra el sofá con gran estrépito. Empezó a gritar barbaridades y la emprendió con el resto del cuarto. Agarró unos platos decorativos y los arrojó al suelo, barrió un anaquel cargado de libros. Volteó las sillas, golpeó las paredes y finalmente se desplomó junto a una butaca.
– ¿Cómo iba a saberlo? -gritó.
El silencio fue la única respuesta. Lo embargó un súbito cansancio, echó la cabeza atrás y se quedó mirando el techo. De pronto empezó a reír.
– Chaval -dijo, imitando un acento de tipo duro entre sureño y hollywoodiense-, la has jodido. La has jodido bien. La has jodido como sólo tú podías joderla.
Se incorporó de un brinco.
– Muy bien. ¿Y ahora qué vamos a hacer? -Silencio-. Vale, no tenemos ni idea, ¿eh?
Se puso en pie, se abrió paso entre el desaguisado hasta el escritorio y hurgó en el cajón inferior. Revolvió una pila de papeles hasta dar con un ejemplar del suplemento dominical en que un año atrás había salido su primer artículo sobre el caso. Empezaba a amarillear. El papel tenía un tacto frágil. El titular acaparó su atención y empezó a leer el artículo.
– Algunas incógnitas del asesinato de Pachoula -leyó en voz alta, abreviando las palabras del primer párrafo-. Casi nada.
Siguió leyendo hasta donde pudo, pasó la entradilla y el párrafo inicial hasta el salto y la noticia a doble página. No quiso mirar la fotografía de Joanie Shriver, aunque sí miró con rabia las de Sullivan y Ferguson.
A punto estaba de arrugar el papel y echarlo a la papelera cuando se detuvo y volvió a mirar. Cogió un rotulador fluorescente y empezó a marcar palabras y frases. Cuando terminó de leer el artículo por segunda vez, se echó a reír. Nada de lo allí escrito decía algo equivocado. No había nada falso. Nada inexacto.
Excepto el conjunto.
Volvió a leerlo: todas las «incógnitas» eran razonables. Robert Earl Ferguson había sido condenado por culpa de infundios ajenos al proceso judicial. ¿Habría confesado bajo tortura? Sus artículos se limitaban a exponer lo que el condenado aseveraba y la policía negaba. «Fue Tanny Brown -pensó- quien no supo justificar el tiempo que Ferguson permaneció detenido antes de "confesar". Tendrían que haber desestimado el caso. El jurado que lo condenó se dejó llevar por los sentimientos. Una niña blanca brutalmente asesinada y un hombre negro, con cara de pocos amigos, acusado del crimen y defendido por un letrado viejo e incompetente. La fórmula infalible para los prejuicios.» Las propias palabras de Ferguson -obtenidas por medios ilegítimos- lo habían llevado al corredor. No había duda de que Ferguson había sido detenido de forma arbitraria cuando se encontró el cuerpo de Joanie Shriver.
Sólo quedaba un detalle aislado: había sido Ferguson quien había matado a la niña. Por lo menos al decir de un asesino en serie.
La cabeza le daba vueltas.
Cowart siguió analizando el artículo. Sullivan se encontraba en el condado de Escambia en el momento del asesinato. Comprobado y confirmado, y Sullivan estaba implicado en varios asesinatos. Tendría que haber sido uno de los sospechosos si la policía se hubiera molestado en ir más allá de las obviedades.
La única mentira que logró detectar -si de veras lo era-, la había dicho Ferguson al acusar a Sullivan de haber confesado el crimen. Pero aquéllas eran palabras de Ferguson -escrupulosamente citadas y entrecomilladas-, no suyas.
Y con todo, el resultado era una mentira. La explosiva unión de aquellos dos hombres oscurecía todo atisbo de verdad. La simple y estremecedora realidad era que, aunque las razones habían sido las correctas, el desenlace había sido fatídico.