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– ¿Y qué hacemos con los detectives de Monroe? -preguntó Cowart.

– Dejémosles hacer su trabajo. Al menos de momento. Tengo que ver por mí mismo qué fue lo que pasó.

– Regresarán. Creo que soy lo único que tienen para sacar el caso adelante.

– Entonces ya veremos -dijo Brown-. Pero a mí me da que volverán a la prisión. Es lo que yo haría si estuviera en su lugar. -Señaló la cinta-. Y si no supiera eso.

El periodista sacudió la cabeza.

– Hace unos minutos me acusaba de violar la ley.

Brown se puso en pie y le lanzó una mirada breve pero feroz. Cowart se la sostuvo.

– Me temo que habrá que violar unas cuantas leyes más si queremos acabar con esto -murmuró el policía.

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NUEVAS PESQUISAS

Una oleada de calor parecía interponerse entre el azul pálido del océano y el cielo. Avanzaban a través del bochorno, respirando con dificultad. Ambos iban en silencio, pensativos, levantando una polvareda al caminar y pisando de vez en cuando alguna concha o un fragmento de coral de los que pueden encontrarse por Tarpon Drive. Ninguno de los dos veía en el otro a un aliado; lo único que sabían era que estaban complicados en un mismo asunto y que lo más seguro era mantenerse unidos. Cowart había aparcado su coche junto a la casa donde había encontrado los cuerpos. Luego habían ido puerta por puerta con un retrato de Ferguson sacado del archivo fotográfico del Journal.

A la tercera casa ya habían establecido la manera de proceder: Tanny Brown mostraba su placa, Matthew Cowart se identificaba. A continuación enseñaban la foto y hacían una única pregunta: «¿Ha visto alguna vez a este hombre?»

Una joven con un vestido amarillo y un mechón de pelo rubio pegado a la frente a causa del sudor se cargó su majadero niño a la cadera, observó la foto y negó con la cabeza. Dos adolescentes que estaban arreglando un motor fueraborda en el jardín de otra casa escrutaron la fotografía con una atención que seguramente no prestaban en clase, pero su respuesta también fue negativa. Un hombre fornido, con barriga prominente, vestido con unos vaqueros viejos y una chaqueta sin mangas con un parche de Harley Davidson en el pecho, se negó a atenderles diciendo: «No hablo con polis ni con periodistas. No sé nada que les pueda ser útil.» Y les dio con la puerta en las narices con tanta fuerza que tembló hasta el marco.

Siguieron recorriendo la calle. Había quien, en vez de contestar, preguntaba: «¿Quién es este tío?», «¿Por qué lo preguntan?»

Cowart no tardó en percatarse de que Brown tenía tendencia a tomarse los casos como una cuestión personal. Si le preguntaban: «¿Tiene algo que ver con los asesinatos que hubo al otro lado de la calle?», replicaba: «¿Sabe algo acerca de lo ocurrido?»

La pregunta era recibida con miradas perplejas y negaciones de cabeza.

Brown les preguntaba también si había pasado por allí alguien del departamento de policía de Monroe. Todos contestaron afirmativamente. Recordaban a una joven detective arisca y arrogante que había llegado el día que aparecieron los cuerpos. Pero nadie había visto ni oído nada fuera de lo habitual.

– Están siguiendo la otra pista -farfulló Tanny Brown.

– ¿Quiénes?

– Sus amigos de Monroe. Han hecho lo que yo habría hecho.

Cowart asintió. Echó un vistazo a la fotografía que tenía en la mano pero se negó a verbalizar sus oscuros pensamientos, que contrastaban con la cegadora luz del sol.

El sudor oscurecía el cuello de la camisa del detective.

– Qué romántico, ¿no? -gruñó.

Estaban ante una valla metálica que protegía una caravana azul eléctrico, algo corroída, con el adhesivo de un exótico flamenco rosa pegado en la puerta delantera. El sol se reflejaba en los acabados metálicos de la caravana de modo que todo el remolque resplandecía. Un pequeño acondicionador de aire colgaba de una ventana, luchando contra el bochorno entre zumbidos y chasquidos. A menos de diez metros, y atado a un poste medio inclinado, un pitbull moteado vigilaba a los dos hombres. Cowart reparó en que, a pesar del calor, el perro no sacaba la lengua sino que mantenía la mandíbula bien cerrada. Parecía atento aunque no exactamente alerta; como si al animal le pareciera inconcebible que alguien quisiera disputarle el señorío del jardín o ponerse a su alcance.

– ¿A qué se refiere? -preguntó Cowart.

– Alguien tendría que llamar a la policía. -Brown observó al perro y después la puerta-. Habría que pegarle un tiro a ese bicho. ¿Ha visto alguna vez lo que uno de ésos puede hacerle a una persona? ¿Y a un niño?

Cowart asintió con un gesto. Los pitbull eran un clásico en Florida. En el sur del estado los camellos los empleaban como perros de vigilancia. Los chavales de los alrededores del lago Okeechobee los criaban en unas granjas ilegales llenas de inmundicia, donde los adiestraban para defensa y ataque. Muchos vecinos los tenían por miedo a los ladrones y fingían sorpresa cuando el animal le destrozaba la cara al hijo de algún vecino. Una vez había escrito un artículo al respecto, después de visitar una oscura habitación de hospital donde yacía un niño de doce años lleno de vendajes y mudo a causa del dolor y una mala operación de cirugía plástica. Su amigo Hawkins intentó denunciar al dueño del perro por agresión con arma letal, pero no prosperó.

La puerta de la caravana se abrió y apareció un hombre de mediana edad que se quedó observándolos. Vestía camiseta blanca y pantalones caquis que llevaban meses sin ver una lavadora. El pelo empezaba a clarearle, las greñas parecían pegadas a mechones en el cuero cabelludo, y su cara, rubicunda y con gesto de malas pulgas, estaba sin afeitar. Avanzó hacia ellos sin hacer caso del perro, que cambió de posición, meneó la cola y siguió vigilando.

– ¿Ocurre algo?

El teniente le enseñó su placa.

– Tenemos un par de preguntas.

– ¿Sobre esos tíos a los que les metieron un tajo en el cuello?

– Precisamente.

– Ya vinieron otros maderos a preguntar. Yo no sé nada.

– Quiero enseñarle la foto de una persona, por si la ha visto por aquí en las últimas semanas o en otro momento.

El hombre accedió con un gesto y se detuvo a pocos metros de la valla.

Cowart le tendió la fotografía de Ferguson. El hombre la observó y a continuación sacudió la cabeza.

– Mírela bien. ¿Está seguro?

El hombre miró a Cowart, molesto.

– Claro que estoy seguro. ¿Es un sospechoso o algo?

– Sólo queremos saber un par de cosas sobre él -contestó Brown, y cogió la fotografía-. ¿No lo ha visto merodeando, o quizá conduciendo un coche alquilado?

– No -respondió el hombre. Sonrió dejando a la vista una mermada dentadura amarillenta-. No he visto a nadie ni merodeando ni en ningún coche alquilado. Le diré más: es usted el primer negro que veo por aquí en mi vida. -Escupió, soltó una risa sarcástica y añadió-: Se parece a usted. Negro… -Pronunció la palabra alargando las dos sílabas con tono de mofa mordaz.

Luego el hombre volvió el rostro sonriente hacia el perro y dio un silbido; el animal se puso en pie al instante, erizó el pelaje de los cuartos traseros y enseñó los dientes. Cowart dio un paso atrás al percatarse de que aquel hombre probablemente dedicaba más tiempo, empeño y dinero en alimentar al perro que a sí mismo. Pero Brown no se inmutó. Transcurrido un momento, marcado por el grave gruñido del perro, el policía retrocedió y echó a andar por la calle. Cowart tuvo que acelerar para no perderlo.

– Vámonos -dijo Brown.

– Aún nos quedan algunas casas.

– Vámonos -repitió Brown. Se detuvo y señaló en torno a las decrépitas casas y caravanas-. Ese cabrón tiene razón.

– ¿A qué se refiere?

– Un negro conduciendo por esta calle a plena luz del día cantaría como una almeja. Sobre todo un negro joven. Si Ferguson estuvo aquí, vino al amparo de la noche. Puede que lo hiciera, pero corrió un gran riesgo.

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