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– ¡Suelte el arma!

La anciana emitió una carcajada sardónica. Muy despacio, dejó apoyada la escopeta contra la puerta de la letrina. Luego se irguió, cruzó los brazos y lo miró a la cara.

– ¿Y ahora vas a matarme? -preguntó de nuevo.

Wilcox se agachó junto al periodista.

– ¿Está herido, Cowart?

– No, estoy bien.

El detective lo ayudó a ponerse en pie.

– Joder, ha estado muy cerca. Le ha ido por los pelos.

Cowart sintió una repentina euforia.

– Madre mía -dijo, y rompió a reír.

Wilcox le preguntó a Brown:

– ¿Quieres que la espose y le lea sus derechos?

El teniente negó con la cabeza, avanzó y recogió la escopeta. La abrió para revisar la doble cámara. Retiró el casquillo y se lo lanzó a Cowart.

– Esto de recuerdo. -Luego volvió a encarar a la abuela de Ferguson-. ¿Tiene más armas?

Ella negó con la cabeza.

– ¿Y ahora piensa hablar, vieja?

Sacudió la cabeza una vez más y escupió al suelo, aún desafiante.

– Muy bien, entonces quédese mirando. ¿Bruce?

– ¿Sí, jefe?

– Busca una pala en el trastero.

El teniente enfundó su pistola y le devolvió la escopeta descargada a la anciana, que la tomó con una mueca. Luego se acercó a la letrina y, al tiempo que hacía un gesto a Cowart, dijo:

– Aquí. -Y le tendió un trozo de hierro para que hiciera palanca-. Parece que le toca empezar a usted.

Los viejos maderos crujieron ante las acometidas de la palanca primero; después atacó Wilcox con la pala por el lateral del cubículo. Cuando por fin arrancaron la letrina, quedó al descubierto un fétido agujero abierto en la tierra. Había sido saneado con cal; unos regueros blancos atravesaban el oscuro rastro de desechos.

– Ahí dentro, en alguna parte -dijo Cowart.

– Espero que estéis vacunados -murmuró Wilcox-. ¿Tenéis cortes o heridas abiertas? Hay que andarse con ojo. -Y empuñó la pala-. Fue a mí a quien jodieron el registro hace tres años. Me toca -murmuró con voz grave. Se quitó el abrigo y sacó un pañuelo de uno de los bolsillos. Se lo anudó cubriéndose la nariz y la boca-. Maldita sea -dijo con voz amortiguada por la improvisada mascarilla-. Esto no es un registro legal y tú lo sabes -le recordó a Brown, que asintió-. Maldita sea -repitió Wilcox.

Acto seguido se metió entre el lodo y los excrementos.

Rezongó y masculló una retahíla de improperios, y procedió a excavar las varias capas de inmundicia.

– Mantened los ojos fijos en la pala -dijo entre bufidos-. No quiero que se me pase nada por alto.

Brown y Cowart no contestaron, simplemente se quedaron observando los progresos de Wilcox. El siguió dando paladas con cuidado pero a buen ritmo, abriéndose paso poco a poco entre los desechos.

Resbaló, y aunque encontró asidero antes de caer al pozo, sus brazos y manos quedaron cubiertos de excrementos. Wilcox se limitó a prorrumpir en blasfemias y siguió dando paladas.

Transcurrieron cinco minutos, luego diez. El detective seguía cavando, deteniéndose solamente para toser por culpa del hedor.

Tras otra media docena de paladas murmuró:

– Debió esconderlo hace un par de años, porque ¿cuánta mierda es capaz de producir esta señora al cabo del año? -Y rió sin ganas.

– ¡Ahí! -exclamó Cowart.

– ¿Dónde? -preguntó Wilcox.

– ¡Justo ahí! -dijo Brown señalando con el dedo-. ¿Qué es eso?

La pala había dejado al descubierto el borde de un objeto sólido.

Wilcox hizo una mueca y se agachó con cuidado para tirar de él. Al extraerlo sonó como una ventosa. Era un objeto rectangular hecho de algún material sintético y resistente.

Brown se puso en cuclillas para verlo, lo cogió por las esquinas y lo levantó.

– ¿Sabes qué es esto, Bruce?

– Claro -asintió el detective.

– ¿Qué es?-preguntó Cowart.

– Un retazo de alfombrilla de coche. ¿Te acuerdas del coche de Ferguson, de que faltaba un trozo de alfombrilla en el asiento del pasajero? Pues aquí está.

– ¿Ves algo más?-preguntó Brown.

Wilcox se giró y hurgó con la pala en el mismo lugar.

– No -contestó-. Espera… Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí?

Extrajo de la inmundicia lo que parecía un amasijo de residuos sólidos y se lo alargó a Brown.

– Aquí está.

El teniente se volvió hacia Cowart.

– Mire -dijo.

Cowart observó fijamente y por fin entendió.

Era un fardo formado por unos vaqueros, una camiseta, unas zapatillas y unos calcetines atados con un cordón. Tanto tiempo bajo los desechos y la cal había reducido las prendas a andrajos, pero todavía eran reconocibles.

– Que me aspen si en alguna parte no quedan restos de sangre -dijo Wilcox.

– ¿No hay nada más? -preguntó Brown.

El detective hurgó un poco más con la pala.

– Diría que no.

– Entonces sal de ahí.

– Será un placer.

Los tres hombres volvieron al patio sin mediar palabra. Dispusieron los objetos cuidadosamente a la luz del sol.

– ¿Podrán analizarse? -preguntó Cowart transcurridos unos instantes.

Brown se encogió de hombros.

– Diría que sí. -Estudiaba los objetos minuciosamente-. Pero no creo que sea necesario.

– Cierto -admitió Cowart.

Wilcox trataba de limpiarse lo mejor posible. De pronto se detuvo y dijo a su compañero:

– Tanny… Lo siento, tío. Tendría que haber sido más meticuloso. Debí habérmelo imaginado.

Brown sacudió la cabeza.

– Ahora sabes más de lo que sabías entonces. No pasa nada. Y yo debería haber repasado el informe del registro. -Seguía inspeccionando los objetos-. Maldita sea -dijo por fin y miró a Cowart-. Pero ahora ya lo sabemos todo.

El periodista asintió.

Los tres hombres recogieron las prendas y el trozo de alfombrilla y miraron la cabaña. La anciana estaba apostada en la desvencijada balaustrada del porche, mirándolos con aspecto abatido. Cowart se fijó en que le temblaban las manos.

– ¡Eso no demuestra nada! -exclamó ella, buscando otra vez la confrontación. Levantó un brazo y apretó el puño-. ¡Las cosas viejas se tiran! ¡Eso no demuestra nada!

Los hombres hicieron caso omiso de la anciana, que no obstante no dejó de gritarles; sus palabras atravesaban el patio y ascendían hacia el cielo azul pálido.

– ¡Eso no demuestra nada! ¿Es que no me oyes? ¡Maldita sea tu estampa, Tanny Brown! ¡Eso no demuestra nada!

20

TRAMPAS

El teniente Brown condujo el coche sin rumbo definido por las calles donde se había criado. Cowart iba a su lado, esperando a que dijera alguna cosa. A Wilcox lo habían dejado en el laboratorio criminalístico con los objetos encontrados en la letrina. El periodista había dado por sentado que no tardarían en regresar a las dependencias policiales para planear el paso siguiente, pero en cambio se encontró circulando lentamente por las calles de la ciudad.

– ¿Y bien? -preguntó por fin-. ¿Ahora qué?

– Ya lo ve -dijo Brown-, no es gran cosa como ciudad. Siempre ha estado a la sombra de Pensacola y Mobile. Pero yo no conocía ni deseaba otra cosa. Incluso cuando hice el servicio militar o cuando me trasladé a estudiar a Tallahassee, sabía que lo que quería era volver aquí. ¿Y usted, Cowart? ¿Cuál es su hogar?

Cowart pensó en la pequeña casa de ladrillo en que se había criado. Quedaba algo alejada de la calle y en el patio delantero había un gran roble. En el porche había un columpio medio resquebrajado que nunca utilizaban y que se había oxidado con el paso de los años. Sin embargo, casi de inmediato la imagen de la casa se difuminó y ante él apareció el periódico de su padre, veinte años atrás, visto a través de sus ojos infantiles, antes de la existencia de los ordenadores y la maquetación electrónica. Era como si su conocimiento del mundo hubiera pasado por el tamiz de aquellas desvencijadas mesas de acero gris, la tenue luz de los fluorescentes, la cacofonía de los teléfonos sonando continuamente, las tumultuosas voces de la sala de reuniones, el pitido de los tubos de vapor que unían la redacción con la sala de tipógrafos, el repiqueteo de los dedos en aquellas antiguas máquinas de escribir que plasmaban el resumen de los acontecimientos del día. Había crecido sin desear otra cosa que marcharse, pero interpretando esa partida como un regreso a lo mismo, aunque en grande y mejor. Por fin, Miami. Uno de los mejores periódicos del país. Una vida definida en palabras. «Tal vez una muerte definida en palabras también», pensó.

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