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– La registraste, ¿verdad?

Wilcox asintió con escasa convicción.

– Eh… sí. Bueno, la orden era para la casa, así que no sabía muy bien si podía hacerlo. Pero uno de los analistas entró, eso sí lo recuerdo. Pero nada.

Brown lanzó una mirada severa a su compañero.

– Vamos, Tanny. Ahí no había más que caca y meados. El analista entró, vomitó y salió. Está en el informe. -Señaló una frase en mitad de las cuartillas-. Mira -dijo titubeando.

Cowart se apartó de repente del coche. Recordó las palabras de Blair Sullivan: «… ojos hasta en el culo.»

– ¡Maldita sea! -exclamó, y se volvió hacia Brown-: Sullivan dijo que me anduviera…

El teniente frunció el ceño.

– Me acuerdo de lo que dijo.

Cowart echó a andar hacia la parte trasera de la cabaña. Oyó la voz de la abuela de Ferguson que lo interpelaba, clavándose en sus oídos como una flecha:

– ¿Adónde va, joven?

– Ahí atrás -replicó Cowart secamente.

– ¡Ahí no hay nada que le importe! -chilló ella-. No puede ir ahí.

– Quiero ver qué hay, maldita sea, quiero verlo.

Brown le seguía a buen paso con la palanca del maletero en la mano. Doblaron la esquina de la casa dejando atrás los rezongos de la anciana al sol abrasador. La letrina, de madera grisácea, estaba en una esquina del terreno. Cowart se acercó. La puerta tenía tupidas telarañas. Cogió la manija y tiró con fuerza; la puerta se abrió a duras penas, chirriando, y se atascó cuando ya estaba medio abierta.

– Cuidado con las serpientes -advirtió Brown aferrando el borde de la puerta y tirando con fuerza. Con un último jalón que hizo temblar la caseta entera, la puerta quedó abierta de par en par.

»¡Bruce! ¡Trae la puta linterna! -gritó Brown.

Agarró la palanca por un extremo y apartó unas telarañas. Un leve crujido hizo retroceder a Cowart al tiempo que una pequeña alimaña huía de la luz del sol que penetraba raudamente.

Los dos hombres quedaron hombro contra hombro mirando la letrina de madera, tallada sobre una tabla pulida por el uso. El hedor era denso y penetrante, un olor que más hacía pensar en la muerte y los años que en el deterioro.

– Ahí debajo -dijo Cowart.

Brown asintió con la cabeza.

– Ahí debajo.

Wilcox, casi sin aliento por las prisas, llegó a su lado y le entregó la linterna a su jefe.

– Bruce -dijo Brown en voz baja-, ¿el chico que examinó esto levantó la letrina? ¿Se metió aquí dentro?

Wilcox sacudió la cabeza.

– Estaba clavada. Recuerdo que eran clavos viejos porque me hizo venir a revisarlo. No había nada que indicase que alguna tabla hubiese sido retirada o sustituida, ni martillazos, ni rayaduras, nada…

– Nada visible a simple vista -dijo Brown.

– Eso es. No hubo nada que nos llamara la atención. -Sus ojos brillaban de disgusto.

– Pero sin embargo… -añadió Brown.

– Ya -asintió Wilcox-. Pero ya te he dicho que el pobre analista entró, miró un poco con la linterna y vomitó. Yo asomé la cabeza conteniendo la respiración, eché un vistazo rápido y me marché. Es decir, nadie pudo comprobar si había algo metido en el agujero…

– Si quisieras esconder algo deprisa pero quisieras asegurarte de meterlo en el último sitio en que alguien husmearía… -La voz de Brown sonaba entre formal e irritada.

– ¿Y por qué no enterrarlo en el bosque?

– No habría sido tan difícil de encontrar, y menos con los malditos sabuesos. No es tan seguro. Lo que sí es seguro es que nadie va a meter las narices en un agujero lleno de mierda si no es absolutamente imprescindible.

Wilcox asintió.

– Tienes razón, joder. ¿Crees que…?

De pronto oyeron un inesperado grito a sus espaldas.

– ¡Fuera de ahí!

Los tres hombres se volvieron para ver a la anciana encorvada sobre una escopeta de cañones recortados que apoyaba en la cadera.

– ¡Como no os larguéis de ahí, os mando de cabeza al infierno! ¡Fuera!

Cowart se quedó paralizado, pero los dos detectives empezaron a apartarse al punto, uno hacia la derecha, el otro hacia la izquierda, para no ofrecer un blanco compacto.

– Señora Ferguson -empezó Brown.

– ¡Calla! -chilló apuntándole con la escopeta.

– Por favor, señora Ferguson… -dijo Wilcox con calma, levantando las manos en un gesto más de súplica que de rendición.

– ¡Tú también! -gritó la anciana, dirigiendo la escopeta hacia él-. Y dejad de moveros.

Cowart advirtió que ambos intercambiaban una rápida mirada pero no supo qué significaba.

La anciana se dirigió a él:

– Le dije que no se acercara.

Cowart levantó las manos pero negó con la cabeza.

– No.

– ¿Qué quiere decir no? Hijo, ¿es que no ve este cañón? Pienso dispararlo.

Cowart notó que la sangre se le subía a la cabeza. Vio la furia que enmascaraba el miedo en los ojos de la anciana y entonces supo que ella lo sabía todo. «Está ahí -pensó-. Sea lo que sea, está en la letrina.» Fue como si el agotamiento y la frustración de los últimos días se esfumaran en un segundo, sustituidas por la indignación. Sacudió la cabeza.

– No -repitió en voz más alta-. No, señora. Pienso ver qué hay ahí, aunque me cueste la vida. Estoy harto de que me mientan. Harto de que me utilicen. Harto de sentirme como un imbécil. ¿Se ha enterado, vejestorio? ¡Estoy harto!

Cada vez que repetía la palabra daba un paso hacia ella, acortando la distancia entre ambos.

– ¡Alto ahí! -bramó la anciana.

– ¿Va a matarme? -gritó él-. Eso sí que arreglaría las cosas. Dispararme delante de estos dos detectives. Vamos, maldita sea, ¡vamos!

– ¡Lo haré! -gritó ella.

– ¡Pues adelante! -replicó él.

Cowart había dado rienda suelta a su cólera. Sus ilusiones acerca de la inocencia de Ferguson se habían visto defraudadas y ahora las emociones lo embargaban.

– ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Máteme a sangre fría, igual que su nieto mató a aquella niña! ¡Vamos! ¿Hará conmigo lo que él hizo con ella? ¿También es usted una asesina? ¿Lo aprendió de usted? ¿Fue usted la que le enseñó a descuartizar a una chiquilla indefensa?

– ¡Él no hizo nada!

– ¡Y un cuerno!

– ¡Atrás!

– ¿Y si no, qué? Quizá se limitó a enseñarle a mentir, ¿es eso?

– ¡Aléjese de mí!

– ¿Es eso? ¡Maldición! ¿Es eso?

– Él no hizo nada. ¡Y ahora retroceda o le vuelo la cabeza!

– Sí que lo hizo. Y usted lo sabe, maldita sea, ¡lo hizo, lo hizo, lo hizo!

La escopeta se disparó.

La detonación hendió el aire por encima de la cabeza de Cowart, que sintió una quemazón y cayó aturdido al suelo. Se oyó cómo un pájaro levantaba el vuelo detrás de la caseta; los dos detectives gritaron al tiempo que desenfundaban sus armas:

– ¡Quieta, señora! ¡Suelte la escopeta!

El cielo daba vueltas encima de Cowart y todo olía a cordita. Oía un ruido como de golpetazos por debajo del pitido del disparo, lo que lo confundió hasta que comprendió que era el eco de su propio corazón en sus oídos.

Se incorporó y se palpó la cabeza, luego se miró la mano, empapada en sudor y no en sangre. Levantó la vista hacia la anciana. Los dos detectives seguían voceando órdenes que parecían perderse en el calor y el sol.

La anciana lo miró y le espetó con voz estridente:

– Se lo he advertido, señor periodista, se lo he advertido, le escupiría a la cara al mismísimo Satanás si con ello pudiera ayudar a mi nieto.

Cowart le sostuvo la mirada.

– ¿No le he matado? -preguntó ella.

– Pues no -respondió él, aún confundido.

– No puedo hacerlo -dijo amargamente la anciana-. Quería volarle la cabeza y no he podido. Maldición. -Bajó el cañón hacia el suelo-. Sólo tenía un cartucho -suspiró. Miró a los dos detectives, que se estaban aproximando a ella apuntándola con sus armas, listos para disparar. Clavó los ojos en Brown-. Debería habérmelo reservado para ti -dijo.

– Suelte el arma.

– ¿Y ahora vas a matarme, Tanny Brown?

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