– ¿Qué ocurrió en Pachoula?
– Ha estado hablando con el gran Robert Earl Ferguson, ¿eh? ¿Va a escribir un artículo sobre él, sobre mi viejo compañero de piso?
– ¿Qué pasó entre ustedes?
– Tuvimos ocasión de hablar. Eso es todo.
Con una leve sonrisa revoloteándole, Sullivan se relajó, jugueteando con sus respuestas. Cowart quería intimidarlo, hacerle escupir la verdad, pero se limitó a hacerle preguntas.
– ¿De qué hablaron?
– De su injusta condena. ¿Sabe que esos polis le dieron de palos al chico para obtener su confesión? ¡Por favor!, en mi caso sólo tuvieron que traerme una Coca-Cola para que hablase por los codos.
– ¿Y de qué más?
– Hablamos de coches. Al parecer tenemos gustos similares.
– ¿Y?
– Hablamos un poco sobre el hecho de haber estado al mismo tiempo en el mismo lugar. Sorprendente, ¿no le parece?
– Ya.
– Hablamos de esa pequeña ciudad y de lo que le hizo perder la virginidad. -Volvió a sonreír con malicia-. Suena bien: perder la virginidad. ¿No fue eso lo que les pasó? A la niña y a la ciudad.
– ¿Mató usted a esa niña? ¿Lo hizo?
– ¿La maté? -Puso los ojos en blanco y sonrió-. Bueno, déjeme ver si lo recuerdo. ¿Sabe, Cowart?, todos empiezan a amontonarse en mi memoria…
– ¿Lo hizo?
– Tranquilo. Empieza a ponerse nervioso y frenético como Bobby Earl. Le desesperaba tanto mi manera natural de recordar que le entraron ganas de matarme. Y eso es algo poco habitual, incluso en el corredor de la muerte, ¿no le parece?
– ¿Lo hizo?
Sullivan se volvió a inclinar hacia delante, abandonando el tono jocoso y burlón, y susurró con voz ronca:
– Le gustaría saberlo, ¿eh? -Se meció en la silla, observando al periodista-. Dígame una cosa, Cowart, ¿quiere?
– ¿Qué?
– ¿Alguna vez ha sentido el poder de la vida y la muerte en sus manos? ¿Ha conocido la dulce sensación de la fuerza, de saber que tiene el control sobre la vida o la muerte de otra persona? El control absoluto. Completo. Total. Justo en sus manos. ¿Lo ha sentido alguna vez, Cowart?
– No.
– Es la mejor droga que existe. Es como chutarse electricidad en el alma con una jeringa. No hay nada como saber que la vida de alguien te pertenece…
Alzó el puño, como si fuera a coger una pieza de fruta, y apretó el aire. La cadena de las esposas repiqueteó en el soporte de metal.
– Deje que le diga algunas cosas, Cowart. -Hizo una pausa y miró fijamente al periodista-. Primera: estoy lleno de poder. Podría pensarse que soy un impotente preso, esposado, encadenado y encerrado noche y día en una celda de tres por dos, pero estoy cargado de una fuerza que va más lejos de esos barrotes. Más allá. Puedo tocar las almas que quiera con sólo marcar un número de teléfono. Nadie está fuera de mi alcance, Cowart. Nadie. -Se detuvo, y luego preguntó-: ¿Me explico?
El periodista asintió con la cabeza.
– Segunda: no voy a decirle si maté a esa niña o no. Porque si le dijera la verdad, todo resultaría demasiado sencillo. Y de todos modos, ¿cómo iba a creerme? Sobre todo después de las cosas que la prensa ha escrito sobre mí. ¿Qué clase de credibilidad tengo? Si matar a alguien me resulta fácil, ¿no iba a resultarme fácil mentir?
Cowart fue a replicar, pero una fría mirada de Sullivan lo dejó con la boca abierta.
– ¿Quiere saber algo, Cowart? Habré ido poco tiempo al colegio, pero nunca dejo de aprender. Apuesto a que soy más culto y estoy mejor informado que usted. ¿Qué lee? Times y Newsweek. ¿Tal vez el New York Times Book Review? A lo mejor hojea el Sports Illustrated cuando está en el retrete. En cambio, yo he leído a Freud y Jung y diría que prefiero al discípulo que al maestro. También he leído a Shakespeare, poesía isabelina e historia norteamericana, en especial sobre la guerra civil. Y me gustan los novelistas, sobre todo los que rebosan ironía como Joyce, Faulkner, Conrad y Orwell. Me gusta leer los clásicos, y un poquito de Dickens y Proust. Me encanta Tucídides, y los escritos sobre la arrogancia de los atenienses, y Sófocles, porque habla sobre todos y cada uno de nosotros. La cárcel es un buen lugar para leer, Cowart. Nadie le va a decir qué debe leer y qué no. Y tiene todo el tiempo del mundo. Me temo que en eso gana a muchas universidades. Claro que esta vez no dispongo de todo ese tiempo; así que ahora me entretengo con la Biblia.
– ¿No le ha enseñado algo sobre la verdad y la caridad?
Sullivan soltó una risotada que retumbó en aquella jaula.
– Me gusta usted, Cowart. Es un hombre divertido. ¿Sabe de qué habla la Biblia? Habla de engañar, matar y mentir, de asesinatos, robos e idolatría y, por así decirlo, de la clase de cosas que a mí me gustan. -Se quedó mirando a Cowart de hito en hito, y luego sonrió con maldad-. Muy bien. Vamos a divertirnos un poco.
– ¿Divertirnos?
– Sí, eso he dicho. -Soltó una risita y susurró-: A unos once kilómetros del lugar donde mataron a la pequeña Joanie Shriver, hay una intersección en que la carretera cincuenta del condado se cruza con la estatal veintiuno. Noventa metros antes de llegar a dicha intersección hay una alcantarilla que atraviesa la carretera, cerca de un grupo de sauces encorvados que en verano arrojan un poco de sombra. Si usted aparcara el coche en ese preciso lugar, se acercase al lado derecho de la alcantarilla y alargara la mano hasta el borde del tubo para sumergirla en el agua que discurre por allí, por muy sucia que esté, tal vez descubriría algo. Algo importante. Algo muy interesante.
– ¿El qué?
– Vamos, Cowart. No esperará que le estropee la sorpresa, ¿no?
– Supongamos que voy allí y encuentro ese algo, ¿entonces qué?
– Entonces tendrá una pregunta muy intrigante que plantear a los lectores de sus artículos.
– ¿Y qué pregunta es ésa?
– ¿Cómo sabía Blair Sullivan que eso estaba en ese lugar?
– …
– Esa es la pregunta del millón, ¿no? Tendrá que resolverla usted solito, Cowart, porque usted y yo ya no hablaremos más. Al menos hasta que sienta el aliento de la señora Muerte en el cogote. -Entonces se levantó de repente y gritó-: ¡Sargento! ¡He acabado con este cerdo! ¡Lléveselo de aquí antes de que me coma su cabeza a mordiscos!
Sonrió a Cowart, haciendo repiquetear las cadenas mientras su eco de asesino retumbaba en el aire y unos pasos impacientes se apresuraban hacia la jaula.
6
LA ALCANTARILLA
Al tiempo que Cowart cruzaba el aparcamiento del motel, una suave brisa jugueteaba con el calor, cada vez más sofocante, de la mañana, desplazaba unos enormes nubarrones por el cielo del Golfo y arremolinaba el aire húmedo circundante. Llevaba una bolsa con unos guantes de jardinero y una linterna grande que había comprado la noche anterior en una estación de servicio. Apuró el paso hacia el coche, absorto en lo que le habían dicho los dos hombres del corredor de la muerte y confiando en que se estaba acercando a la clave del rompecabezas que había dibujado en su mente. No vio al detective hasta que lo tuvo casi encima.
Tanny Brown estaba apoyado en el coche del periodista; se protegía del sol con la mano y observaba cómo Cowart se aproximaba.
– ¿Va a alguna parte? -preguntó.
Cowart se paró en seco.
– Tiene usted buenas fuentes. Llegué anoche.
El teniente asintió.
– Lo tomaré como un cumplido. No pasan demasiadas cosas en un lugar como Pachoula.
– ¿Está seguro?
El detective no mordió el anzuelo.
– Quizá no debería tomarlo como un cumplido -dijo lentamente-. ¿Hasta cuándo piensa quedarse?
– Esto suena como el diálogo de una película de serie B.
El detective frunció el entrecejo.
– Déjeme volver a intentarlo. Anoche me dijeron que se había registrado en el motel. Es evidente que todavía le quedan preguntas sin respuesta, de lo contrario no estaría aquí.