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– Correcto.

– ¿Qué clase de preguntas?

Cowart no respondió y se limitó a observar cómo el detective cambiaba de posición. Tuvo un extraño pensamiento: aunque era de día, Brown sabía reducir el mundo, comprimirlo como la noche. Notaba cierto nerviosismo y una ligera vulnerabilidad.

– Pensaba que ya se había formado una opinión respecto al señor Ferguson y a nosotros.

– Se equivoca.

El detective sonrió, meneando lentamente la cabeza para hacerle saber a Cowart que no.

– Es usted duro de pelar, ¿verdad, señor Cowart? -No lo dijo con enfado o agresividad, sino irónicamente, como movido por la curiosidad.

– No sé a qué se refiere, teniente.

– Me refiero a que le ronda una idea y no va a contármela, ¿verdad?

– Si se refiere a que tengo serias dudas sobre la culpabilidad de Ferguson, pues sí, así es.

– ¿Puedo hacerle una pregunta, señor Cowart?

– Adelante.

El detective respiró hondo y luego se inclinó, hablando poco menos que en susurros.

– Usted lo ha visto. Usted ha hablado con él. Usted ha estado al lado de ese hombre y lo ha olfateado. Lo ha sentido. ¿Cómo le declara?

– No lo sé.

– No me diga que no se le ponía la carne de gallina, aunque sólo fuera un poco, y que no notaba un ligero sudor bajo los brazos cuando hablaba con el señor Ferguson. ¿Es eso lo que se siente al hablar con un hombre inocente?

– Me está hablando de impresiones, no de pruebas.

– Cierto. Pero no me diga que no trabaja usted con impresiones. A ver, ¿cómo le declara?

– No lo sé.

– Claro que no.

En aquel momento, Cowart recordó los tatuajes que Sullivan llevaba en sus pálidos brazos. Algún artista meticuloso había tatuado un par de elaborados dragones orientales, uno en cada antebrazo, que parecían desrizársele bajo la piel y ondularse con cada pequeña flexión de los tendones. Los dragones eran de un rojo y un azul apagados, y estaban adornados de escamas verdes. Tenían las garras extendidas y las fauces abiertas en gesto de amenaza; así, cuando Sullivan estiraba los brazos para agarrar algo o a alguien también lo hacían ambos dragones. Entonces pensó en pronunciar el nombre de aquel psicópata y observar la reacción de Brown, pero era una pista demasiado importante como para emplearla inútilmente.

– ¿Alguna vez ha visto un par de viejos perros furiosos, señor Cowart? -dijo Brown-. ¿Ha visto cómo resoplan y caminan en círculos, midiéndose el uno al otro? Lo que siempre me ha sorprendido es por qué esos viejos perros empiezan a pelearse. Unas veces se olfatean y luego siguen su camino, y tal vez agitan un poco la cola antes de volver a sus asuntos de perro. Pero otras, y ya sabe con qué rapidez, uno de los dos gruñe y enseña los dientes, y de repente ambos empiezan a despedazarse como si sus malditas vidas dependieran de arrancarle al otro la garganta de cuajo. -Hizo una pausa-. Dígame, ¿por qué a veces pasan de largo y otras se pelean?

– No lo sé.

– ¿Se supone que huelen algo?

– Imagino que sí.

El detective apoyó la espalda contra el coche y levantó la cabeza hacia el sol.

– ¿Sabe?, de pequeño pensaba que todos los blancos tenían algo especial. Era muy fácil pensar así. Lo único que veía era que siempre tenían los mejores trabajos y los coches más grandes y las casas más bonitas. Durante mucho tiempo los odié. Luego me hice mayor. Tuve que ir al instituto con blancos; me alisté en el ejército y luché junto con blancos. Cuando volví, me licencié en una universidad de blancos. Me hice policía y fui uno de los primeros polis negros de un cuerpo integrado por blancos. Ahora el veinte por ciento somos negros y la cifra va en aumento; encarcelamos a los blancos junto con los negros. Y yo he aprendido un poco más a cada paso. ¿Sabe qué he aprendido? Que el mal es daltónico. No repara en el color de la piel; si uno es malo, es malo, sea negro, blanco, verde, amarillo o rojo. -Bajó la vista-. Es así de simple, ¿no cree, señor Cowart?

– Demasiado simple.

– Será porque soy de pueblo. Un perro viejo con olfato.

Los dos se quedaron mirándose en silencio. Brown parecía suspirar, y se pasó una manaza por el pelo rapado.

– ¿Sabe? Debería estar riéndome de todo esto.

– ¿A qué se refiere?

– Ya lo descubrirá. Pero ¿adónde va usted?

– En busca del tesoro.

El detective sonrió.

– ¿Puedo ir con usted? Hace que parezca un juego, y seguramente disfrutaría como un niño, ¿no le parece? En la policía no existe la risa espontánea, sólo mucho cinismo y humor negro. ¿O voy a tener que seguirle?

Cowart cayó en la cuenta de que, por mucho que lo quisiera, no podría esconderse del policía. Tomó la decisión más fácil.

– Suba -dijo, indicándole el asiento del pasajero.

Los dos hombres recorrieron unos kilómetros en silencio. Cowart veía la carretera pasar mientras el detective miraba fijamente el paisaje. El silencio parecía incómodo, y Cowart se removió en el asiento sin soltar el volante. Estaba acostumbrado a realizar rápidas evaluaciones sobre personalidad y carácter, pero de momento la de Tanny Brown se le resistía. Echó un vistazo al detective, que parecía absorto en sus pensamientos. Intentó examinarlo como un subastador antes de dar paso a la puja. Pese a su musculatura y su tamaño, el discreto traje beige le quedaba flojo en brazos y hombros, como si se lo hubiera hecho confeccionar dos tallas más grande para reducir su físico. Aunque empezaba a hacer calor, llevaba una corbata roja y el cuello abotonado de una camisa azul pálido. Cuando Cowart echaba furtivas miradas a la carretera, vio que el detective limpiaba unas gafas de montura metálica dorada y se las ponía, lo cual le dio un aire intelectual que volvía a contradecirse con su robustez. Más tarde, Brown sacó un bolígrafo y una libreta para hacer unas rápidas anotaciones con gesto propio de periodista. Una vez acabadas las anotaciones, guardó la libreta, el bolígrafo y las gafas y siguió mirando por la ventanilla. Levantó ligeramente la mano, como persiguiendo una idea en el aire, y gesticuló ante el paisaje que iban dejando atrás.

– Hace diez años todo era diferente. Y hace veinte, aún lo era más.

– ¿Cómo era?

– ¿Ve esa gasolinera? El restaurante Exxon Mini-Mart, un autoservicio con tienda de comestibles y surtidores automáticos con pantalla digital.

Pasaron por delante de la gasolinera.

– Sí. ¿Qué le pasa?

– Hace cinco años era una pequeña Dixie Gas, regentada por un tipo que seguramente había formado parte del Klan en los años cincuenta. Un par de viejos surtidores y la bandera de barras y estrellas colgando en la ventana. El negocio estaba situado en un lugar privilegiado, así que lo vendió por una pequeña fortuna. Se retiró a una de esas casitas que construyen por aquí en urbanizaciones con nombres como Fox Run, Bass Creek o Campos Elíseos, supongo. -El detective rió levemente-. Eso me gusta. Cuando me jubile, el lugar al que me vaya a vivir se llamará Campos Elíseos. O tal vez Valhalla, más apropiado para un poli, ¿eh? Los guerreros de la sociedad moderna. Claro que probablemente moriré con las botas puestas.

– Cierto -respondió Cowart.

Estaba tenso. El detective parecía ocupar todo el espacio del habitáculo, como si fuera más grande de lo que Cowart abarcaba con la mirada.

– ¿Tanto ha cambiado?

– Mire alrededor. La carretera es buena, eso supone dólares en impuestos. Se acabaron los negocios familiares. Ahora todo son Seven-Eleven y Winn-Dixie y Southland Corporation. Si quiere tener el coche a punto, vaya a una empresa. Si quiere ver a un dentista, vaya a una asociación profesional. Si quiere comprar algo, vaya a un centro comercial. Por Dios, el quarterback del instituto es hijo de un profesor negro, y el mejor receptor es hijo de un mecánico blanco. ¿Qué le parece?

– Las cosas no parecen haber cambiado mucho donde vive la abuela de Ferguson.

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