– ¿Por qué iba yo a creerlo?
– Porque hay dos cadáveres sentados en el condado de Monroe. Los números cuarenta y cuarenta y uno.
– ¿Y por qué me lo cuenta?
– Bueno. -Sonrió una vez más-. Esto no forma parte del trato que hice con Bobby Earl. Él cree que el trato se acabó cuando el otro día fue a Tarpon Drive a hacer ese trabajito por mí. Yo le doy la vida, y él, a cambio, me da la muerte. Así de sencillo. Cerramos el trato con un apretón de manos y nos despedimos. Al menos eso cree él. Pero ya le dije que el viejo Sully llega a todas partes… -Soltó una estridente carcajada. La luz de la bombilla que colgaba del techo se reflejó sobre su cráneo afeitado-. Y ¿sabe una cosa, Cowart? Yo no soy el tipo más honrado del mundo.
Sullivan se puso en pie y estiró los brazos.
– A lo mejor de esta manera consigo que Ferguson me acompañe de camino al infierno. El número cuarenta y dos. Le saldría el tiro por la culata. Sería un buen compañero de viaje, por así decirlo. Viajaríamos juntos al infierno, a paso ligero. -De pronto dejó de reír-. ¿No es una buena broma para antes de morir? Él jamás pensó que se me pudiera ocurrir.
– ¿Y si no me lo creo?
Sullivan soltó una risotada.
– Quiere pruebas, ¿eh? ¿Qué cree que el viejo Bobby Earl ha estado haciendo desde que usted lo puso en libertad?
– Ha estado en la universidad, estudiando. También da charlas en algunas parroquias…
– Cowart -lo interrumpió Sullivan-, ¿sabe lo estúpido que suena eso? ¿Le parece que Bobby Earl aprendió algo positivo de la pequeña experiencia que vivió en nuestro sistema de justicia penal? ¿Cree que ese muchacho es tonto?
– No lo sé…
– Eso es. Usted no lo sabe, pero será mejor que lo descubra. Porque le apuesto a que se han derramado muchas lágrimas a raíz de lo que Bobby Earl ha estado haciendo. Y si no, vaya a comprobarlo usted mismo.
Cowart se tambaleó ante aquel torrente de palabras. Trataba de lidiar con aquella inquina indescriptible.
– Necesito pruebas -repitió con escasa convicción.
Sullivan silbó y dejó que los ojos se le pusieran en blanco al mirar hacia el techo.
– ¿Sabe, Cowart? Es usted como uno de esos chiflados monjes medievales que se pasaban el día buscando pruebas de la existencia de Dios. ¿No reconoce la verdad cuando la oye, amigo?
Cowart negó con la cabeza.
Sullivan sonrió.
– Yo diría que no. -Guardó un momento de silencio, recreándose antes de continuar-. Soy más listo de lo que cree. Por eso, cuando Bobby Earl y yo lo planeábamos todo, descubrí algo más. Tenía que guardarme un as en la manga, para asegurarme de que Bobby Earl cumplía su parte del trato. Y también para guiarlo a usted por el camino de la verdad.
– ¿Qué es?
– Bueno, hagamos de esto algo emocionante, Cowart. Présteme atención. No escondió sólo el cuchillo. También escondió otras cosas… -Reflexionó un momento antes de dedicar una sonrisa burlona al periodista-. Bueno, supongamos que esas cosas están en un lugar realmente asqueroso, sí señor. Y que usted sólo podrá verlas si es muy pero que muy listo, Cowart. -Soltó una carcajada grotesca.
– No lo entiendo.
– Recuerde mis palabras exactas cuando vuelva a Pachoula. El camino de la verdad puede ser de lo más sórdido. -La dureza que emanaba de aquella voz retumbaba en torno a Matthew Cowart, que permanecía inmóvil, estupefacto-. ¿Qué me dice, eh? ¿He conseguido matar también a Bobby Earl? -Se inclinó hacia delante-. ¿Y qué me dice de usted? ¿He acabado con su vida? -Se recostó bruscamente-. Eso es todo. Final de la historia. Final de la charla. Adiós, Cowart. Es hora de morir, pero nos veremos en el infierno.
Se levantó y volvió lentamente la espalda al periodista, cruzó los brazos y clavó la mirada en una pared; los hombros le temblaban de miedo y emoción. Por un momento, Cowart se sintió incapaz de mover las piernas, como un anciano achacoso, como si el peso de lo que acababa de oír le oprimiera los hombros. Su cabeza estaba a punto de estallar y tenía la garganta reseca; la mano le tembló ligeramente cuando la alargó para recoger la libreta y la grabadora. Al ponerse en pie, se tambaleó. Dio un paso, luego otro, y finalmente se alejó a trompicones de aquel psicópata implacable que miraba absorto la pared. Se detuvo al fondo del pasillo y procuró respirar hondo. Estaba nervioso, sentía náuseas, y luchaba por contenerse. Levantó la cabeza cuando oyó pasos. Vio a un adusto sargento Rogers y a una partida de guardias fornidos acercarse por el otro pasillo. También había un sacerdote con alzacuellos y la frente perlada de sudor, así como varios funcionarios de prisiones que consultaban inquietos sus relojes. Cowart levantó la mirada y vio un enorme reloj eléctrico en la pared. El segundero avanzaba inexorablemente. Quedaban diez minutos para la medianoche.
11
PÁNICO
Cowart temió desvanecerse. Le pareció que se tambaleaba, que avanzaba a trompicones hacia un agujero negro.
– ¿Señor Cowart?
El periodista respiró hondo.
– Señor Cowart, ¿se encuentra bien?…
Se derrumbó estrepitosamente y notó que el cuerpo se le hacía añicos.
– ¡Eh, Cowart! ¡Venga, despierte!
Cowart abrió los ojos y vio el semblante pálido del sargento Rogers.
– Ahora tiene que ocupar su lugar, Cowart. Aquí no esperamos a nadie, y los testigos tienen que estar sentados antes de medianoche.
El sargento hizo una pausa, y se pasó una manaza por el corto pelo en un gesto de cansancio y tensión.
– Esto no es como el cine, que uno puede llegar tarde. ¿Puede moverse? Vamos, intente levantarse.
– Allí estaré -dijo Cowart con voz ronca.
– No es tan duro como cree -dijo el fornido guardia. Pero luego negó con la cabeza-. No, no es cierto. Es más duro de lo que parece. Y si no se le revuelve el estómago, es que no es humano. Pero usted es fuerte, ¿verdad?
Cowart tragó saliva.
– Estoy bien.
Rogers lo observó.
– Sully debe de haberle dicho algo muy duro. ¿De qué diablos le habló durante tanto rato? Tiene aspecto de haber visto un fantasma.
«Lo he visto», pensó Cowart, pero respondió:
– De la muerte.
El sargento gruñó:
– Él la conoce mejor que nadie. Y esta noche va a verla con sus propios ojos, en directo. La muerte no espera a nadie.
El periodista sabía de qué estaba hablando y sacudió la cabeza.
– ¡Bah! Claro que sí -dijo-. Se toma su tiempo.
Rogers lo miró de hito en hito.
– Bueno, no es usted el que va hacer el trayecto final. ¿Seguro que se encuentra bien? No quiero que nadie se desmaye o monte un numerito ahí dentro. Tenemos que comportarnos con decoro cuando electrocutamos a alguien. -El guardia intentó sonreír con aquella ironía.
Cowart dio un paso vacilante y dijo:
– Descuide, sabré comportarme.
Era tal la paradoja de esas palabras que tuvo ganas de reírse. «Te has comportado muy bien, Matthew -habló una voz en su interior-. Desde luego que sí. Estupendamente. Has logrado poner a un asesino en libertad. Todo un éxito, muchacho.» Entonces tuvo una horrible y repentina visión de Robert Earl Ferguson riéndose de él en la puerta de aquella casita en los cayos, antes de entrar a cumplir su parte del trato. La voz del asesino retumbaba en su cabeza. Luego recordó las fotografías que habían sacado a Joanie Shriver en el pantano donde yacía muerta. Recordó que resbalaban entre las manos sudorosas, como si estuvieran manchadas de sangre. «Estoy muerto», pensó. Pero obligó a sus pies a seguir adelante. Entró en la sala a las doce menos dos minutos.
Los primeros ojos que vio fueron los de Bruce Wilcox. El irritable detective estaba sentado en primera fila y llevaba una chaqueta a cuadros que parecía una morbosa y cómica irreverencia. Sonrió a regañadientes y le indicó con la cabeza el asiento vacío que tenía al lado. Cowart echó una ojeada a las dos docenas de testigos sentados en dos hileras de sillas plegables que miraban fijamente al frente como tratando de grabar cada detalle del acontecimiento en su memoria. Todos parecían figuras de cera. Nadie se movía.