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– Dios mío -exclamó Cowart, interrumpiendo los pensamientos del teniente-. Ese hombre puede estar agonizando.

Pero en ese momento el apaleado comenzó a moverse, se levantó y se alejó cojeando de sombra en sombra en otra dirección.

Shaeffer, con la sensación de que preferiría estar en cualquier otro lugar del mundo, volvió a arrancar y los llevó a recorrer por tercera vez el lugar donde había perdido de vista a Wilcox.

– Nada -dijo al final.

– De acuerdo -dijo Brown con brusquedad-, estamos perdiendo el tiempo. Vamos al apartamento de Ferguson.

Cuando llegaron, todo el edificio estaba a oscuras, las aceras desiertas. El coche apenas se había detenido cuando Brown bajó y se dirigió corriendo hacia la entrada. Cowart apretó el paso para darle alcance. Shaeffer iba la última, pero gritó:

– ¡Segundo piso, primera puerta!

– ¿Qué pasará ahora? -preguntó Cowart.

No obtuvo respuesta.

El portal estaba abierto y Brown se precipitó escaleras arriba. Sus zancadas retumbaban en los peldaños como el ruido de una ametralladora. Se detuvo ante la puerta de Ferguson y desenfundó su arma. Apartándose a un lado, aporreó media docena de veces la puerta revestida de acero.

– ¡Policía! ¡Abran!

Volvió a la carga, haciendo vibrar la pared con sus golpes.

– ¡Ferguson! ¡Abra la puta puerta!

Cowart notaba a Shaeffer a su lado, empuñando su arma con las dos manos y apuntando a la puerta, con la respiración acelerada. Él se apoyó contra la pared, aunque su solidez no hizo que se sintiera más seguro.

Brown aporreó la puerta de nuevo. Los golpes retumbaron en todo el pasillo.

– ¡Maldita sea, policía! ¡Abra la puerta!

Nada.

Miró a Shaeffer.

– ¿Está segura de que…?

– Ésta es la puerta -dijo ella.

– ¿Dónde coño…?

Los tres oyeron un ruido a su espalda. Cowart notó que las entrañas se le encogían del miedo. Shaeffer se dio la vuelta, apuntando hacia el ruido y gritando:

– ¡No se mueva! ¡Policía!

Brown comenzó a avanzar.

– Yo no he hecho nada -dijo una voz.

Cowart vio a una corpulenta mujer negra en el rellano de la escalera; vestía una bata azul deshilachada y unas zapatillas rosa de andar por casa. Se apoyaba sobre un andador de aluminio, inclinando la cabeza adelante y atrás. Llevaba un gorro de ducha opaco y rulos de colores chillones en el pelo. Su aspecto grotesco aflojó la tensión. Cowart tuvo la sensación de que ellos tres, pistola en mano y con cara de póquer, eran quienes en verdad hacían el ridículo.

– ¿Por qué arman tanto ruido? Han provocado aquí un jaleo de mil demonios, con todos esos golpes y gritos, menudos gamberros. Esta no es una casa de drogas llena de yonquis. La gente que vive aquí trabaja. Trabajan y tienen que dormir por la noche. Usted, ¿qué hace aporreando la puerta a mazazos?

Brown apretó los labios y enarcó las cejas.

– ¿Señora Washington? -terció Shaeffer-. ¿Se acuerda de mí, del otro día? Soy la detective Shaeffer. De Florida. Estamos buscando a Ferguson otra vez. Éstos son el teniente Brown y el señor Cowart. ¿Ha visto a Ferguson?

– Salió hace un rato.

– Lo sé, poco después de las seis, yo lo vi salir.

– No. Después regresó. Se volvió a marchar sobre las diez. Lo vi desde la ventana.

– ¿Adónde iba? -preguntó Brown.

La mujer frunció el entrecejo.

– ¿Cómo voy a saberlo? Llevaba un par de maletas. Se fue sin más. Tal como le digo. No se paró a decir ni hola ni adiós. Cogió la puerta y se largó. Quizá vuelva, no lo sé. Yo no le pregunté nada. Sólo oí ajetreo aquí arriba. Luego lo vi irse sin mirar atrás. -La mujer retrocedió-. Ahora a ver si dejan dormir a la gente en paz.

– Un momento -dijo Brown-. Queremos entrar. -Señaló el apartamento.

– No puedo hacer eso -repuso la mujer.

– Queremos entrar -repitió Brown.

– ¿Tiene una orden? -preguntó ella con astucia.

– No necesito una maldita orden -respondió él. Miró a la mujer con los ojos encendidos.

Ella vaciló.

– No quiero meterme en líos -dijo.

– Como no traiga la llave y abra esa puerta, va a saber lo que es meterse en un buen lío -respondió Brown.

La mujer titubeó otra vez, pero se volvió y asintió.

Su marido, que hasta entonces no se había dejado ver, apareció con unas llaves tintineantes. Llevaba la camisa de un viejo pijama y unos viejos pantalones caqui. Sus piernas fibrosas subieron rápidamente las escaleras.

– No debería hacer esto -dijo mirando a Brown, pero se abrió paso entre ellos hasta la puerta-. No debería hacer esto -repitió. Comenzó a probar llaves. Lo intentó con tres antes de que la puerta se abriera-. Debería enseñarme una orden -dijo entonces.

Brown lo apartó con el brazo, ignorando sus palabras. Encendió la luz y entró cubriéndose con la pistola. Comprobó el cuarto de baño y el dormitorio para cerciorarse de que no había nadie.

– Vacío -dijo.

Su constatación agudizó la sensación que lo desgarraba. Vacío y frío como una tumba. Recorrió con la mirada el apartamento, sabiendo perfectamente qué sucedía pero negándose a admitir que Ferguson volvía a las andadas. Fue hasta la mesa donde alguna vez se había sentado Ferguson. «El estudiante modelo», pensó. Diversos papeles habían quedado esparcidos por el suelo. Los empujó con el pie y al levantar la vista vio a Cowart examinando la habitación.

– Se ha ido -dijo éste con tono de asombro.

El periodista esperaba que Ferguson estuviera allí, burlándose de todos ellos, pensando que estaba a salvo para siempre. «Ahora ya no hay tiempo», se dijo. Sintió que el artículo que proyectaba escribir se le escurría entre los dedos. «No hay tiempo. Ferguson está ahí fuera y nada lo detendrá.» Por su mente comenzaron a pasar escenas atroces. No sabía cuáles eran las intenciones de Ferguson, ni si su hija corría algún peligro. O alguna otra niña. Nadie estaba a salvo. Miró al teniente y se dio cuenta de que estaba pensando exactamente lo mismo.

La noche se encaminaba hacia el alba, pero no prometía dar tregua a la oscuridad que los envolvía.

25

TIEMPO PERDIDO

Perdieron horas con el cansancio y la burocracia.

Brown se sentía atrapado entre los trámites y el miedo. Tras comprobar que el apartamento de Ferguson estaba vacío, se había visto forzado a informar a la policía local de la desaparición de Wilcox, pero sentía que cada segundo que pasaba lo distanciaba de su presa. Shaeffer y él habían pasado el resto de la noche con dos agentes de la policía de Newark, ninguno de los cuales acababa de entender por qué dos detectives de diferentes partes de Florida querían interrogar a un hombre que entonces no era sospechoso de ningún delito. La pareja de agentes escuchó el relato de Shaeffer sobre lo sucedido y ambos se mostraron sorprendidos ante la forma en que Wilcox se había adentrado en la oscuridad tras Ferguson. Con su reacción, dieron a entender que, en su opinión, fuera lo que fuese lo que le había ocurrido a Wilcox, se lo merecía; no les parecía lógico que un policía, fuera de su jurisdicción, lejos de todo territorio conocido e impulsado por la rabia, se lanzara en persecución de un hombre por un barrio que, según ellos, no pertenecía ni siquiera a Estados Unidos, sino a alguna nación extranjera con sus propias normas, leyes y códigos de conducta. A Brown le indignó aquella actitud y los tachó de racistas, a pesar de que la lógica les diera la razón. Shaeffer se quedó estupefacta ante semejante crudeza y se prometió que, por terribles que pudieran ponerse las cosas para ella como mujer policía, jamás iba a justificarse utilizando los argumentos que acababa de escuchar.

Luego dedicaron tiempo a enseñarles el lugar donde se había visto por última vez a Wilcox y mostrándoles la ruta que habían seguido en su búsqueda. Habían pasado por el apartamento de Ferguson, pero seguía sin haber rastro de él. Los agentes locales, sin embargo, creían que no había abandonado la ciudad.

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