Cowart reculó, escrutando la cocina con los ojos desorbitados.
Habían forzado la puerta, sólo asegurada por una cadena, que daba al patio trasero. La cadenita colgaba inútilmente de la vieja madera astillada. Sus ojos se posaron de nuevo sobre la pareja de ancianos. La mujer tenía los fláccidos pechos salpicados de sangre reseca. Cowart retrocedió un paso y luego otro, para acabar dando media vuelta y precipitarse hacia la puerta de la calle. Respiró hondo, con las manos apoyadas en las rodillas, y vio que el cartero regresaba del otro lado de la calle. Sintió un mareo creciente y se sentó torpemente en la entrada.
A medida que se acercaba presuroso, el cartero gritó:
– ¿Están ahí dentro?
Cowart asintió con la cabeza.
– ¡Dios! -dijo el hombre-. ¿Es grave?
Cowart asintió por segunda vez.
– La policía está de camino.
– Alguien los ha asesinado -dijo Cowart en voz baja.
– ¿Asesinado? ¡Pero qué dice!
Cowart volvió a asentir.
– ¡Dios! -repitió el cartero-. ¿Por qué?
Cowart sólo meneó la cabeza. Pero en su fuero interno los pensamientos se le acumulaban. «Sé por qué -pensó-. Sé quiénes son y por qué murieron.» Eran las personas a las que Sullivan siempre había querido matar. Y al final lo había conseguido. Se había colado entre los barrotes, había dejado atrás las verjas y las vallas, los muros de la prisión y la alambrada, tal como había prometido.
Sólo que Matthew Cowart no sabía cómo.
10
UN ACUERDO CAMINO AL INFIERNO
Cowart no pudo regresar a la prisión hasta la mañana del séptimo día. La investigación del asesinato lo había atrapado en el tiempo.
Él y el cartero habían esperado en silencio, sentados en los peldaños de la entrada, a que llegara el coche patrulla.
– Esto es increíble -había dicho el cartero-. ¡Maldita sea!, quería aprovechar la marea de la tarde para pescar algún pargo para cenar. -Sacudió la cabeza.
Al cabo de un rato, oyeron que un coche patrulla se acercaba por Tarpon Drive; cuando levantaron la mirada vieron que lo ocupaba un único agente. Aparcó enfrente y se apeó despacio.
– ¿Quién de los dos ha llamado? -preguntó. Era un hombre joven, con músculos de culturista y gafas de espejo.
– Yo -respondió el cartero-. Pero él es quien entró y los encontró.
– ¿Y quién es usted?
– Soy periodista del Miami Journal -contestó Cowart lánguidamente.
– Ajá. ¿Y qué tenemos aquí?
– Dos muertos. Asesinados.
– ¿Y cómo lo sabe?
– Compruébelo usted mismo.
– No se muevan de aquí. -El agente pasó entre los dos.
– ¿Adónde cree que vamos a ir? -repuso el cartero en voz baja-. ¡Joder! Pero si he pasado por esto muchas más veces que él. ¡Eh, agente! -gritó al policía-. Parece salido de una puta película. No toque nada.
– Lo sé -replicó el joven agente.
Cowart y el cartero observaron cómo entraba en la casa.
– Creo que se va a llevar la impresión más espantosa de su corta carrera -comentó Cowart.
El cartero sonrió.
– Seguramente piensa que su trabajo es sólo cazar coches que rebasen el límite de velocidad de camino a cayo Vizcaíno.
En ese momento oyeron los juramentos del policía.
– ¡Puta mierda! ¡Joder! -La exclamación subió repentinamente de tono, como una gaviota sorprendida que surca el cielo.
Hubo una pausa y acto seguido el agente salió de la casa a trompicones. Cruzó el patio delantero, dejando atrás a Cowart y al cartero, y vomitó.
– Vaya -dijo en voz baja el cartero. Se ajustó la coleta y sonrió.
– El hedor es insoportable -dijo Cowart, viendo al policía boquear agitadamente.
Al cabo, el agente se enderezó pálido como la cera. Cowart le dio un pañuelo y el policía se enjugó la cara.
– Pero ¿quién demonios…?
– ¿Quién? Son los padres adoptivos de Blair Sullivan -respondió Cowart-. ¿Por qué? Eso ya es otra cuestión.
– No puede haberlo hecho Sullivan -dijo el cartero-. ¿No se supone que lo van a electrocutar?
– Así es.
– Dios. Pero ¿cómo ha llegado usted hasta aquí?
«Buena pregunta», pensó Cowart, y respondió:
– He venido en busca de noticias.
– Pues me parece que las ha encontrado -dijo el cartero.
Cowart permaneció de pie en un rincón mientras los analistas recogían pruebas en la escena del crimen; observó cómo trabajaban, consciente de que el tiempo se le escurría entre los dedos. Había telefoneado a la sección de noticias locales para informar al redactor jefe sobre lo ocurrido; y éste, por muy acostumbrado que estuviera a los absurdos propios del sur de Florida, se llevó una sorpresa.
– ¿Qué crees que hará el gobernador? -preguntó-. ¿Crees que mantendrá la ejecución?
– No lo sé. ¿Y tú?
– ¡Maldita sea!, ¿quién puede saberlo? ¿Cuándo volverás para preguntarle a ese loco hijoputa qué está pasando aquí?
– Volveré en cuanto pueda salir de aquí.
Pero se vio obligado a esperar.
La recogida de pruebas en el escenario de un crimen es una labor que requiere paciencia. Las nimiedades cobran importancia; incluso el menor detalle puede resultar crucial. Y se convierte en una tarea apasionante para los profesionales que se sirven de la ciencia para desentrañar el crimen.
Cowart se inquietaba con sólo pensar que Sullivan lo esperaba en su celda. No dejaba de mirar el reloj. Hasta bien entrada la tarde no se le acercaron dos detectives del condado de Monroe. El primero era un hombre maduro con un desaliñado traje marrón; su colega era una mujer mucho más joven, una rubia teñida que vestía chaqueta y pantalones holgados para su delgada figura. Cowart vio que bajo la chaqueta le asomaba una pistola enfundada. Ambos llevaban gafas de sol, pero la mujer se sacó las suyas al acercarse a Cowart, dejando al descubierto unos ojos grises que se clavaron en él antes de dar paso a las palabras.
– ¿Señor Cowart? Me llamo Andrea Shaeffer. Soy detective de homicidios y éste es mi colega, Michael Weiss. Estamos al frente de la investigación. Nos gustaría tomarle declaración. -Sacó un bolígrafo y una pequeña libreta.
Cowart asintió con la cabeza. También él sacó su libreta y la mujer le dijo sonriendo:
– La suya es más grande que la mía.
– ¿Qué puede decirme sobre la escena del crimen? -preguntó Cowart.
– ¿Me lo pregunta como periodista?
– Por supuesto.
– Oiga, ¿y qué le parece si primero responde a mis preguntas? Señor Cowart -dijo la detective-, esto es un asesinato. No estamos acostumbrados a que un periodista nos pregunte sobre un crimen antes de que lo hayamos descubierto. Normalmente es al contrario. Así que, ¿por qué no nos explica ahora mismo cómo y por qué descubrió usted esos cadáveres?
– Llevan muertos un par de días -dijo Cowart.
La detective asintió con la cabeza.
– Eso parece. Pero usted vino aquí precisamente esta mañana. ¿Cómo se explica eso?
– Blair Sullivan me dijo que viniera. Ayer, en su celda del corredor de la muerte.
Shaeffer tomó nota, pero hizo un gesto con la cabeza.
– No lo entiendo. ¿Él sabía…?
– No sé lo que él sabía. Simplemente insistió en que viniera aquí.
– ¿Y cómo se lo dijo?
– Me dijo que viniera a entrevistar a las personas que vivían en esta casa. Después supe de quiénes se trataba. Debía regresar a la prisión de inmediato. -Notó el sofoco del tiempo perdido.
– ¿Sabe quién mató a esas personas? -preguntó Shaeffer.
– No. -«No con certeza absoluta», pensó.
– ¿Y cree que Blair Sullivan sabe quién lo hizo?
– Es posible.
La detective suspiró.
– Señor Cowart, ¿se da cuenta de lo extraño que resulta todo esto? Nos ayudaría si fuera un poco más comunicativo.
Cowart sintió que los ojos de la mujer lo escrutaban, como si con la sola fuerza de su mirada pudiera poner a prueba su memoria en las respuestas. Se incomodó.