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Era mediodía cuando encontró Tarpon Drive.

La calle estaba en la punta meridional del islote, a un kilómetro y medio de donde el océano penetra en la tierra y hace imposible la edificación. La carretera se desviaba a la izquierda, en un solo carril de conchas trituradas que discurría entre caravanas y pequeños chalets; era una carretera irregular, como trazada sobre la marcha. Una oxidada furgoneta Volkswagen, pintada con desvaídos colores psicodélicos al estilo hippie, descansaba sin ruedas sobre unos bloques de hormigón en un patio delantero. No lejos de allí, dos niños en pañales jugaban en un improvisado cajón de arena, vigilados por una joven de ceñidos vaqueros cortos y camiseta, sentada en un balde de pescador volcado. Fumaba, y cuando vio a Matthew Cowart lo miró con estudiada dureza. Frente a otra casa había una barca encima de un caballete. En el exterior de una caravana, una pareja de ancianos sentada en unas tumbonas baratas a rayas verdes, al amparo de una sombrilla rosa, no se inmutó al verlo pasar. Cowart bajó la ventanilla y sintonizó en la radio un programa de entrevistas; voces incorpóreas discutían vivamente sobre cuestiones absurdas. Antenas de televisión dobladas y retorcidas plagaban los techos. Cowart sintió que se adentraba en un mundo de esperanzas perdidas y miserias encontradas.

A medio camino calle abajo, tras una alambrada oxidada, había una solitaria iglesia de madera blanca. En el patio delantero se leía en un enorme letrero escrito a mano: «Primera Iglesia Baptista de los Cayos. Entrad y hallaréis la Salvación.» La verja que daba a la calle estaba desencajada y los peldaños de madera que llevaban a las puertas, cerradas con candado, estaban rotos y astillados.

Cowart siguió conduciendo, buscando el número 13.

La casa estaba retirada casi treinta metros de la calzada, bajo un mangle nudoso que proyectaba una sombra abigarrada sobre la fachada. Sus viejas ventanas estaban abiertas para dejar entrar la brisa que corría entre la maraña de árboles y maleza. Las persianas estaban desconchadas y de la puerta colgaba un crucifijo. Era una casa pequeña, con un par de depósitos de propano apoyados contra una pared. El patio era de tierra y grava, y al caminar hacia la puerta Cowart removió el polvo. En la puerta de madera estaban grabadas las palabras «Jesucristo vive en nuestro interior.»

Un perro ladró a lo lejos. El mangle se movió ligeramente al recibir una pequeña ráfaga de viento perseguida por el calor. Llamó a la puerta. Una, dos y hasta tres veces. No hubo respuesta. Retrocedió y gritó:

– ¡Hola! ¿Hay alguien en casa?

Esperó a que alguien respondiera. Nada. Volvió a llamar a la puerta. Nada.

Se retiró de la puerta, y escrutó alrededor. No vio ningún coche, ninguna señal de vida. Probó a gritar de nuevo.

– ¡Hola! ¿Hay alguien?

Una vez más, nada.

No sabía qué hacer.

Caminó de vuelta a la calle y se volvió para echar otro vistazo a la casa. «¿Qué coño estoy haciendo aquí? -se preguntó-. ¿De qué va todo esto?»

Oyó detenerse un coche y vio que un cartero se apeaba de un jeep blanco. El hombre metió correspondencia primero en un buzón, y después en otro. Luego se dirigió calle abajo hacia el número 13.

– Hola, ¿cómo está? -le dijo Cowart.

Era un hombre maduro, llevaba pantalones cortos grises y la camisa azul pálido del servicio postal. Lucía una larga coleta bien recogida y un mostacho que le daba expresión compungida; unas gafas de sol ocultaban sus ojos.

– Tirando. -Se puso a hurgar en la saca de correo.

– ¿Quién vive aquí? -preguntó Cowart.

– ¿Quién quiere saberlo?

– Soy del Miami Journal. Me llamo Cowart.

– Leo su periódico -respondió el cartero-. Más que nada la sección de deportes.

– ¿Puede ayudarme? Busco a las personas que viven en esta casa. Pero nadie da señales de vida.

– ¿No le responden? Pues yo nunca los he visto ir a ninguna parte.

– ¿A quiénes?

– El señor y la señora Calhoun. Los viejos Dot y Fred. Solían sentarse a leer la Biblia y esperar a que llegara el día del juicio final o a que llegara el catálogo de Sears. Los de Sears son gente seria.

– ¿Llevan mucho tiempo aquí?

– Seis o siete años, tal vez más. Ése es el tiempo que llevo yo aquí.

Cowart estaba confuso, pero se le ocurrió otra pregunta:

– ¿Reciben correo de Starke? ¿De la prisión estatal?

El cartero dejó caer la saca en el suelo, suspirando:

– Claro. Quizás una vez al mes.

– ¿Sabe usted quién es Blair Sullivan?

– Por supuesto. Lo van a electrocutar. Lo leí el otro día en su periódico. ¿Tiene esto algo que ver con él?

– Tal vez. No lo sé -contestó Cowart, y echó otro vistazo a la casa mientras el cartero sacaba un fajo de sobres y abría el buzón.

– ¡Oh, oh! -dijo.

– ¿Qué?

– No han recogido el correo. -El hombre contempló la casa con gesto dubitativo-. Mala señal. Si los ancianos no recogen el correo, es que algo va mal. ¿Sabe?, cuando era más joven solía hacer el reparto en Miami Beach, y siempre sabía lo que me iba a encontrar cuando no recogían el correo.

– ¿Cuántos días hará?

– Parece que un par de días. Esto no me gusta -dijo el cartero.

Cowart se encaminó de nuevo a la casa y espió por una ventana. Todo lo que vio fueron muebles baratos colocados en una salita; de la pared colgaba un retrato de Jesús con un aura alrededor de la cabeza.

– ¿Ve algo? -preguntó el cartero, que lo había seguido y miraba por otra ventana haciéndose visera con las manos.

– Aquí sólo hay una habitación vacía.

Ambos retrocedieron y Cowart gritó:

– ¡Señor y señora Calhoun! ¡Hola!

Siguió sin haber respuesta. Se dirigió a la puerta principal y movió el pomo: no estaba echada la llave. Echó una mirada al cartero y éste asintió. Entró.

Enseguida notó el olor.

El cartero gimió y tocó el hombro de Cowart.

– Sé lo que es esto -dijo-. Lo olí por primera vez en Vietnam y jamás lo olvidaré. -Hizo una pausa y luego añadió-: Escuche.

A Cowart se le hizo un nudo en la garganta con el hedor y le entraron ganas de vomitar, como si estuviera rodeado de humo. A continuación oyó un zumbido en la parte de atrás de la casa.

El cartero retrocedió.

– Voy a llamar a la policía.

– Yo voy a echar un vistazo -dijo Cowart.

– No lo haga. No hay necesidad.

Cowart sacudió la cabeza y avanzó: el hedor y el zumbido parecían envolverlo, atraerlo hacia el interior. Consciente de que el cartero había salido, miró por encima del hombro para ver cómo el hombre se dirigía a la casa del vecino. Cowart se internó en la casa. Lo iba rastreando todo con los ojos, tomando nota de los detalles, recogiendo escenas que luego pudieran ser descritas, fijándose en los muebles raídos y los objetos religiosos, con la sensación de encontrarse en el fin del mundo. El calor iba aumentando de manera inexorable, sumándose al hedor que impregnaba su ropa, le anegaba las fosas nasales, se introducía por sus poros y lo ponía al borde de la náusea. Entró en la cocina.

Allí estaba la pareja de ancianos.

Estaban atados a sendas sillas, a cada lado de una mesa con tablero de linóleo. Ella estaba desnuda; él, vestido. Se hallaban sentados el uno frente al otro como si fueran a comer.

Los habían degollado.

Había sangre oscura encharcada alrededor de las sillas. Las moscas cubrían la cara de ambos, bajo marañas de pelo cano. Las cabezas les colgaban hacia atrás, de manera que los inertes ojos miraban fijamente al techo.

Alguien había dejado una Biblia abierta en el centro de la mesa.

Cowart se ahogaba, al borde del desmayo y luchando con su estómago revuelto.

El pegajoso bochorno de la estancia y el zumbido de las moscas parecían ir a más. Dio un paso más y se inclinó para leer en la página abierta. Una mancha de sangre marcaba el siguiente pasaje: «Hay quien muere con gloria y cuyas oraciones son escuchadas. Y hay quien muere sin gloria, como si nunca hubiera existido, como si jamás hubiera nacido; y sus hijos seguirán su camino.»

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