– Necesito intimidad -masculló Sullivan.
Estaba más pálido. Su pelo peinado hacia atrás brillaba a la luz de la única bombilla. Sullivan se movía nerviosamente en la celda de pared a pared, retorciéndose las manos y con los hombros encorvados.
– Necesito mi intimidad -repitió.
– Sully, sabe que no hay nadie en la celda de la izquierda ni en la de la derecha. Ya puede hablar -dijo Rogers con paciencia.
El condenado sonrió torcidamente.
– Hacen que parezca una tumba -dijo a Cowart cuando el sargento se alejaba-. Han hecho que todo esté quieto y silencioso, para que empiece a acostumbrarme a vivir en un ataúd.
Se acercó a los barrotes y los sacudió una vez.
– Como en un ataúd -dijo-. Encerrado para siempre.
Sullivan soltó una resonante carcajada que fue desintegrándose hasta quedar en un mero resuello.
– Parece haber prosperado, Cowart.
– Las cosas van bien. ¿En qué puedo ayudarlo?
– Ya. A eso vamos. Pero antes dígame, ¿ha tenido noticias de nuestro Bobby Earl?
– Cuando gané el premio llamó para felicitarme. Pero lo que se dice hablar, no hablamos. Supongo que ha retomado sus estudios.
– ¿Seguro? La verdad, no me pareció un tipo demasiado aplicado. Pero tal vez la universidad tiene algún atractivo especial para el viejo Bobby Earl. Algún atractivo muy especial.
– ¿Qué insinúa?
– Nada, nada. Nada que usted no deba recordar de aquí a un tiempo. -Sacudió la cabeza y dejó que se le estremeciera el cuerpo-. ¿Hace un día frío, Cowart?
A Cowart el sudor le resbalaba por la espalda.
– No. Hace calor.
Sullivan sonrió.
– Nunca sé si hace frío o calor; si es de día o de noche. A veces pienso como si fuera un niño; supongo que es parte de la agonía. Uno retrocede en el tiempo por naturaleza.
Se puso en pie y fue hasta la pequeña pica que había en un rincón de la celda. Abrió el grifo y se inclinó para beber largos tragos.
– Y siempre tengo sed. La boca se me seca continuamente, como si alguien me estuviera absorbiendo todo el líquido. -Cowart no respondió-. Por supuesto, imagino que la primera descarga de dos mil quinientos voltios dará sed a todos los presentes.
El periodista sintió que se le secaba la garganta.
– ¿Va a apelar?
Sullivan torció el gesto.
– ¿Usted qué cree?
– Que no.
Sullivan lo miró fijamente.
– Cowart, debe saber que ahora me siento más vivo que nunca.
– ¿Para qué quería verme?
– Última voluntad y testamento. Última confesión. Las célebres últimas palabras. ¿Cómo suena eso?
– Como usted quiera.
Sullivan apretó el puño y golpeó la quietud de la celda.
– ¿Recuerda que le dije cuán lejos podía llegar? ¿Y lo insignificantes que eran estas paredes y estos barrotes? ¿Que no temo la muerte, que la recibiré con los brazos abiertos? Creo que en el infierno me espera un sitial privilegiado. Estoy convencido. Y usted va a ayudarme a ocuparlo.
– ¿Cómo?
– Me va a hacer unos recados.
– ¿Y si me niego?
– No lo hará. Está obligado, Cowart. Quiere llegar al fondo de este asunto, ¿no?
Cowart asintió con la cabeza, preguntándose a qué estaría accediendo.
– Muy bien, señor periodista famoso, irá a cierto lugar y luego me presentará un informe especial. Es una casita. Quiero que llame a la puerta. Si nadie le abre, se las arreglará para entrar. Nada debe impedirle entrar en esa casa. Mantendrá los ojos bien abiertos. Una vez dentro, se fijará bien en todos los detalles, ¿me oye? Y entrevistará a quien encuentre dentro… -Pronunció «entrevistará» con sarcasmo y soltó una risita-. Después volverá aquí y me contará lo que haya descubierto; sólo entonces le contaré algo que vale la pena. El legado de Blair Sullivan. -Se tapó la cara con las manos un momento y luego se mesó el pelo hacia atrás, mientras reía socarrón-. Será una historia que valdrá la pena conocer. Se lo prometo.
Cowart titubeó, asaltado por una aguda incertidumbre.
– ¿Preparado? Quiero que vaya al número trece (buen número) de Tarpon Drive, en Islamorada.
– Eso está en los cayos. Acabo de llegar de…
– ¡Vaya allí! Y luego regrese a contarme lo que ha visto. Y no se deje nada en el tintero.
Cowart vaciló un instante, pero al punto la duda desapareció. Se levantó.
– Dese prisa, Cowart. Venga, rápido. No queda mucho tiempo.
Sullivan se recostó en el catre. Apartó la vista de Cowart y bramó:
– ¡Sargento Rogers! ¡Llévese a este hombre fuera de mi vista! -Sus ojos se posaron en Cowart una vez más-. Hasta mañana. Será el sexto día.
Cowart asintió con la cabeza y se marchó a paso ligero.
Consiguió coger el último vuelo de regreso a Miami. Pasaba de la medianoche cuando entró exhausto en su apartamento y se tendió vestido sobre la cama. Se sentía inquieto, presa de un extraño miedo escénico. Se veía como un actor arrojado al escenario, ante un público, pero sin conocer su papel, su personaje, ni siquiera el título de la obra. Apartó aquellos pensamientos y se concedió unas horas de sueño intermitente.
Pero a las ocho de la mañana ya estaba en la carretera de camino a los Cayos Altos. Amanecía un día claro, sólo había algunas nubes rezagadas en el cielo que resplandecían con el sol de la mañana. Dejó atrás el tránsito de la hora punta que congestiona la autopista South Dixie en dirección a Miami, circulando a toda velocidad en dirección contraria. Miami se extiende más allá de la ciudad en sí, hasta polígonos de centros comerciales con letreros chillones y aparcamientos vacíos. El tráfico disminuía al atravesar las urbanizaciones, luego llegaban las hileras de concesionarios con cientos de banderas norteamericanas y enormes pancartas anunciando rebajas de ocasión y pulidas flotas de vehículos aparcados en fila en los que se reflejaba el sol. Observó un par de cazas plateados columpiándose en el cielo cristalino, esperando aterrizar en la base de la fuerza aérea; los dos aviones rugían a la vez que evolucionaban armónicamente como una pareja de bailarines de ballet.
Unos kilómetros más allá, cruzó el puente de Card Sound, que conducía a los cayos. La carretera surcaba montículos de mangles y ciénagas pantanosas. Vio el nido de una cigüeña en un poste de teléfono y un pájaro blanco que, al paso del coche, alzó el vuelo con un batir de alas. Los primeros kilómetros se vio rodeado de un mundo verde y llano. Luego el paisaje a su izquierda dio lugar a calas y finalmente a la kilométrica bahía de Florida. Un ligero viento encrespaba la superficie de un mar azul y turgente. Siguió adelante.
La carretera hacia los cayos serpentea entre mar y humedales, y de vez en cuando se eleva un poco para que pueda asentarse la civilización. Esa tierra dura, con incrustaciones de coral, alberga puertos deportivos y bloques de pisos donde tiene suficiente solidez para soportar construcciones. En ocasiones parece como si los bloques cuadrados hubieran desovado: una gasolinera se amplía a estación de servicio; una tienda de camisetas echa raíces y florece como establecimiento de comida rápida; un muelle da lugar a un restaurante, que incuba un motel al otro lado de la carretera. Donde el terreno es extenso, colegios, hospitales y campings para caravanas se aferran a la gravilla, a la tierra y a fragmentos de conchas descoloridos por el sol. El océano, siempre cerca, parpadea con el reflejo solar y su vasta extensión se mofa de los patéticos y persistentes esfuerzos de la civilización. Cowart pasó por Marathon y por delante de la entrada del parque subacuático estatal John Pennekamp. En el puerto deportivo de Whale Harbor observó que en la entrada al muelle de pesca deportiva había un gigantesco marlín azul de plástico, mayor que cualquier otro pez que jamás haya cruzado la corriente del Golfo. Luego dejó atrás un grupo de tiendas y un supermercado, cuyas paredes blancas se iban deteriorando bajo el inexorable sol de los cayos.