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El periodista sintió un repentino calor subiéndole por el cuello.

– En ese apacible barrio de Tampa. Coge ese autobús escolar amarillo todos los días. Juega en el parque que hay a unas cuantas manzanas. Le gusta ayudar a su madre con la compra y observa embelesada a su nuevo hermanito pequeño. Desde luego, usted no se preocuparía mucho por ese bebé, dadas las circunstancias. Y ni siquiera sé si la madre le preocuparía. A veces el divorcio llena a la gente de odio, así que no sabría decir qué siente usted por ella. Pero ¿la niña? Ah, eso es una cosa muy distinta.

– ¿Cómo sabe usted…?

– Aparecieron en el periódico. Después de recibir usted el premio. -Ferguson le sonrió-. Me gusta investigar un poco de vez en cuando. Averiguar datos sobre ellas no resultó muy difícil.

El miedo paralizó a Cowart. Ferguson continuó mirándolo.

– No, señor Cowart, de verdad no creo que vaya a escribir ese artículo. No me parece que tenga los hechos ni las pruebas. ¿Me equivoco, señor Cowart?

– Lo mataré -susurró Cowart.

– ¿Matarme? ¿Por qué iba a hacerlo?

– Como se acerque a…

– ¿Qué?

– Le digo que lo mataré.

– Eso le satisfaría, claro. Después del hecho. Nada importa mucho cuando ya ha ocurrido algo. Bueno, siempre conservaría el recuerdo. Lo tendría presente nada más levantarse, y justo antes de acostarse. Estaría presente en cada uno de sus sueños durante la noche. En cada uno de sus pensamientos durante la vigilia. No lo abandonaría nunca.

– Lo mataré -repitió.

Ferguson negó con la cabeza:

– No sé. ¿Sabe lo bastante sobre la muerte y el hecho de morir para hacer algo así? No obstante, le diré una cosa, señor Cowart.

– ¿Qué?

– Ahora comienza a tener una ligera idea de cómo se vive en el corredor de la muerte.

Ferguson se puso de pie, se inclinó y abrió la grabadora. Sacó la cinta y la introdujo en su bolsillo. Luego cogió la grabadora y se la lanzó bruscamente al periodista, que la alcanzó antes de que se estrellara contra el suelo.

– Esta entrevista -afirmó Ferguson con frialdad- jamás ha tenido lugar. Y estas palabras nunca fueron pronunciadas. -Lo miró y susurró-: ¿Qué artículo va a escribir, señor Cowart?

El periodista meneó la cabeza.

– ¿Qué artículo, señor Cowart?

– Ninguno -respondió, con un hilo de voz.

– Ya me lo parecía. -Y le abrió la puerta.

Cowart salió tambaleándose al pasillo. Sólo fue vagamente consciente de que la puerta se cerraba tras él, del ruido de los cerrojos. Lo asaltó el aire rancio y húmedo de aquel lugar oscuro. Se abrió el cuello de la camisa para poder respirar y se encaminó escaleras abajo a trompicones. Cuando llegó al portal, abrió la puerta de un tirón y logró salir a la calle. Caía una fina llovizna. No levantó la vista hacia el apartamento, sino que apretó el paso, como si el viento y las gotas en el rostro pudieran llevarse el miedo y las náuseas que sentía. Vio al teniente Brown apearse del coche, mirándolo con expectación. Jadeante, Cowart le indicó con un gesto que volviera al coche. Luego subió por su lado y se encogió en el asiento.

– Sáqueme de aquí -murmuró.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Brown.

– ¡Sáqueme de aquí! -gritó Cowart, y de pronto accionó la llave del contacto. El motor se puso en marcha-. ¡Vamos! ¡Venga!

Brown, con los ojos como platos pero comprendiendo la situación, metió la primera. Enfiló la calle y no se detuvo hasta la esquina donde habían aparcado Wilcox y Shaeffer. Bajó la ventanilla.

– Bruce, vosotros quedaos aquí. Vigilad la casa de Ferguson.

– ¿Hasta cuándo?

– Hasta que os avise.

– ¿Adónde vais?

– No perdáis de vista a Ferguson ni un instante.

Wilcox asintió.

Cowart dio un golpe en el salpicadero.

– ¡Vamos! ¡Sáqueme de aquí!

El teniente pisó el acelerador y se alejaron de allí, dejando boquiabiertos a los otros dos detectives.

23

LA NEGLIGENCIA DE SHAEFFER

Pasaron la mayor parte del día con el coche aparcado a media manzana del edificio de Ferguson. No puede decirse que fuese una vigilancia discreta; sólo una hora después de que Brown y Cowart se hubieran marchado, todos los vecinos en un radio de dos manzanas se habían percatado de su presencia. La mayoría, no obstante, no les hizo ningún caso.

Un traficante de crack de poca monta, que solía atender a sus clientes en un callejón adyacente, los insultó a viva voz mientras trajinaba por allí, buscando un lugar donde reubicarse; dos miembros de una banda callejera que vestían chaquetas estampadas en relieve, cintas en la cabeza y carísimas botas de baloncesto propias de los barrios marginales, pararon junto al coche y se mofaron de ellos con gestos obscenos. Cuando Wilcox bajó la ventanilla y les espetó que se largaran, lo único que hicieron fue reírse en su cara, imitando su acento sureño con un tono amenazador mal disimulado. Dos prostitutas, con zapatos rojos de tacón alto, provocativos pantalones de lentejuelas y lustrosos chubasqueros negros, se pavonearon por allí, a sabiendas de que los policías no se inmutarían. Al menos media docena de decadentes personajes sin techo, que empujaban carritos de supermercado llenos de chatarra urbana o simplemente se tambaleaban borrachos en aquel día lluvioso, llamaron a las ventanillas del coche pidiendo dinero. Algunos recibieron las monedas sueltas que los detectives consiguieron reunir. Otros sólo pasaban de largo, ajenos a todo, salvo a las exigencias del personaje invisible con el que parloteaban sin cesar.

La llovizna constante que empapaba aquel singular desfile callejero mantenía al resto de vecinos recluidos en sus casas, tras ventanas enrejadas y puertas con tres vueltas de llave. La lluvia y el cielo gris eclipsaron el día, sumiéndolo en una mayor lobreguez.

Los dos detectives se preguntaban qué demonios le había ocurrido a Cowart, pero no lograban hallar una respuesta. Wilcox había ido hasta una cabina para tratar de localizar en el motel al teniente, en vano. Puesto que carecían de toda información se atuvieron a las órdenes de Brown, dejando pasar las horas con una frustración entumecedora.

Engulleron la bazofia que despachaban en un antro de comida rápida y bebieron café tibio en vasos de plástico, sin dejar de desempañar una y otra vez el parabrisas para poder ver la calle. Por dos veces, cada uno caminó dos manzanas hasta una sucia gasolinera para utilizar unos servicios que apestaban a desinfectante y orines. La conversación había sido limitada, unos pocos intentos poco entusiastas de encontrar algún tema en común que habían acabado en prolongados silencios. Habían hablado de cuestiones profesionales, de las diferencias entre los crímenes en el Panhandle y en los cayos. Shaeffer hizo algunas preguntas sobre Brown y Cowart con las que sólo descubrió que Wilcox idolatraba al primero y despreciaba al segundo, aunque era incapaz de explicar qué provocaba esos sentimientos. Habían especulado sobre Ferguson, y Wilcox la había puesto al corriente de sus experiencias con aquel hombre que se había salvado de la silla eléctrica. Ella preguntó por la famosa confesión y él respondió que con cada golpe asestado a Ferguson había tenido la sensación de que se desprendía un trozo de verdad, como quien sacude los frutos de un árbol. Lo contó sin remordimientos ni culpabilidad, pero con una rabia contenida que sorprendió a la detective. Wilcox era un hombre muy voluble, pensó, mucho más explosivo que aquel corpulento teniente. Sus arranques de cólera debían de ser bruscos e impulsivos; los de Brown, más fríos y meditados. No era de extrañar que no se perdonara a sí mismo haber permitido que su compañero sonsacara a Ferguson a base de atizarlo. Seguramente había cedido a un arrebato de una oscura faceta de sí mismo.

No vieron señales de Ferguson, aunque suponían que él sabía que estaban allí.

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