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– ¿Cuánto tiempo más vamos a quedarnos? -preguntó Shaeffer. Las farolas de la calle apenas ayudaban a mitigar la penumbra del atardecer-. No ha salido en todo el día, a menos que haya una puerta trasera. Seguro que la hay y él anda por ahí, en alguna parte, riéndose de nosotros.

– Un rato más -respondió Wilcox-. El suficiente.

– ¿Qué estamos haciendo? Quiero decir: ¿a qué viene todo esto?

– Viene a que así Ferguson sabrá que alguien piensa en él. Viene a que Tanny nos ordenó que lo vigiláramos.

– Ya -respondió ella, y tuvo ganas de añadir: «Pero no para siempre.» El tiempo se le acababa. Weiss estaría en la prisión estatal preguntándose dónde se había metido, y ella tendría que pergeñar alguna buena razón para justificar que aún siguiese allí. Algo consistente y sólido.

Shaeffer estiró los brazos y empujó las piernas contra el panel que la separaba del motor, sintiendo los músculos entumecidos.

– Detesto esto -dijo Shaeffer.

– ¿El qué? ¿Vigilar?

– Sí. Sólo consiste en esperar. No es mi estilo.

– ¿Y cuál es su estilo?

Ella sólo dijo:

– Dentro de diez minutos estará todo oscuro. Demasiado oscuro.

– Ya está oscuro.

Shaeffer echó un vistazo alrededor. La calle tenía el mismo aspecto que los chubasqueros de aquellas dos prostitutas; una especie de textura sintética, satinada y brillante. Era prácticamente como estar atrapada en un escenario de Hollywood, real y ficticio al mismo tiempo. Un escalofrío le bajó por la espalda.

– ¿Le ocurre algo? -preguntó Wilcox.

– No. Sólo un escalofrío para desentumecerme, ya sabe. Este lugar ya es suficientemente horrible a plena luz del día.

Wilcox escudriñó la calle con la mirada.

– No se parece en nada a Pachoula -dijo-. Aquí uno tiene la sensación de estar viviendo en una cueva.

– O en una celda -apuntó Shaeffer.

Tenía el bolso en el suelo, entre los pies. Era un bolso de cuero grande y espacioso, casi como una mochila. Lo empujó con el pie, lo justo para abrir la solapa y cerciorarse de que todo seguía allí: la libreta, la grabadora, cintas vírgenes, el billetero, la placa, un pequeño estuche de maquillaje y la semiautomática de 9 mm con dos cargadores de repuesto de balas diábolo de punta blanda.

Wilcox vio el arma.

– A mí -sonrió-, me sigue gustando la 357 de cañón corto. Queda bien debajo del abrigo. Con munición Magnum podría derribar a una bestia. -Miró alrededor, escrutando la oscuridad que se cernía sobre la calle-. Esto también está lleno de bestias -añadió.

A lo lejos aullaba una sirena, como una gata en celo. Se oía cada vez más alto, más cerca, y de pronto pasó y se desvaneció. No llegaron a ver las luces de lo que fuera aquello.

Wilcox se frotó los ojos.

– ¿Qué cree que estarán haciendo? -preguntó.

– No lo sé -respondió Shaeffer-. ¿Por qué no nos largamos de aquí de una maldita vez y lo averiguamos? Este sitio empieza a ponerme nerviosa. Dios mío, mire este lugar. Tengo la sensación de que podría devorarnos. Tragarnos de un bocado. A los dos agentes que me trajeron aquí el otro día tampoco les hizo ninguna gracia, y eso que fue en pleno día. Y uno de ellos era negro.

Wilcox asintió con un gruñido.

Los dos tenían muy claro, aunque no lo hubieran mencionado, que su situación era un tanto precaria: dos policías blancos del Sur, fuera de su jurisdicción y su contexto, en un mundo desconocido y amenazador.

– Ya -dijo Wilcox. Volvió a recorrer la calle con la mirada-. ¿Sabe lo que más me inquieta a mí?

– No. ¿Qué?

– Que todo parezca condenadamente viejo. Viejo y usado. -Señaló la calle-. Se muere -explicó-. Es como si todo aquí estuviera agonizando. -Contempló el decrépito paisaje que los rodeaba-. No sé por qué, pero tengo la impresión de que él tenía todo esto calculado. Creo que va uno o dos pasos por delante de nosotros. Nos tenía tomada la medida desde el principio.

– ¿A qué se refiere? -respondió Shaeffer-. ¿Qué medida? ¿Qué tenía calculado?

– Me gustaría tenerlo a mi disposición sólo una vez más. -Wilcox parecía hablar consigo mismo-. Esta vez no permitiría que se saliese con la suya.

– No le entiendo -dijo Shaeffer, inquieta por la frialdad de las palabras de Wilcox.

– Me gustaría vérmelas con él una vez más. Volver a estar los dos solos en una habitación, a ver si sale victorioso esta vez.

– Usted está loco.

– Cierto. Usted lo ha dicho.

Shaeffer se estremeció.

– El teniente Brown dio unas órdenes -le recordó.

– Claro. Y nosotros las hemos obedecido.

– Entonces vámonos de aquí. Averigüemos qué quiere hacer ahora.

Wilcox negó con la cabeza.

– No hasta que vea a ese cabrón. Hasta que él sepa que estoy aquí.

Shaeffer negó con la cabeza.

– Ésa no es la manera -dijo-. No queremos que se largue.

– Usted todavía no lo ha entendido -respondió Wilcox, y apretó los dientes con rabia-. ¿Se le ha escapado uno alguna vez? ¿Cuánto tiempo lleva en homicidios? Desde luego no el suficiente. A usted nadie le ha arruinado la vida como Ferguson a mí.

– Tampoco me lo he buscado.

– Decirlo es fácil.

– De acuerdo, pero aun así sé lo suficiente para no caer dos veces en el mismo error.

Wilcox fue a responder encolerizado, pero se lo pensó mejor. Volvió a acomodarse en su asiento, como si la ira y los recuerdos comenzaran a remitir.

– Vale -dijo-. No jugaremos esta baza antes de ver todas las cartas.

Shaeffer esperaba que pusiera el coche en marcha. Y, en efecto, el policía se dispuso a darle al contacto, pero de pronto se quedó paralizado mirando al frente con los ojos desorbitados.

– Hijo de puta -masculló.

Shaeffer siguió su mirada.

– Ahí está -susurró Wilcox.

Por un instante su visión resultó empañada por la humedad del parabrisas, pero después, como cuando una cámara enfoca el objetivo, ella también divisó a Ferguson. Éste había vacilado unos segundos en el portal, deteniéndose, como hace casi todo el mundo antes de internarse en una noche fría, oscura y húmeda. Vestía vaqueros y una gabardina azul y llevaba una bolsa colgada del hombro. Encorvado bajo la llovizna, bajó rápidamente los escalones del edificio y, sin mirar hacia donde ellos se encontraban, se alejó a paso ligero.

– ¡Maldita sea! -exclamó Wilcox. Había dejado caer su mano del contacto-. Voy a seguirle.

Antes de que Shaeffer pudiese protestar, un impulso salvaje se apoderó del detective. Se apeó bruscamente y sus pasos retumbaron en el pavimento como disparos de bala.

Shaeffer, estupefacta, lo vio alejarse y trató de salir del coche, pero el seguro de su puerta estaba echado y el bolso le dificultó el movimiento de las piernas. Cuando logró zafarse, se inclinó para coger la llave y el cinturón de seguridad se le enganchó en la ropa. Cuando al fin consiguió salir, medio resbaló en el pavimento mojado. Tendría que correr para alcanzar a Wilcox, que ya se encontraba a unos veinte metros de distancia y avanzaba deprisa.

Shaeffer echó a correr, con el bolso en una mano y las llaves del coche en la otra. Tardó lo suyo en darle alcance.

– ¿Qué demonios está haciendo? -le preguntó, agarrándolo del brazo.

Él se soltó.

– Sólo voy a seguir un rato a ese cabrón. ¡Suélteme! -Y retomó la persecución de Ferguson.

Shaeffer se detuvo para tomar aire y lo observó alejarse. Volvió a ponerse en marcha y apretó el paso hasta llegar a su altura y acompasar el paso al suyo. Distinguió a Ferguson a media manzana de distancia; caminaba deprisa, sin volver la vista atrás, aparentemente ajeno a la presencia de los policías.

Ella agarró a Wilcox del brazo por segunda vez.

– ¡Suélteme, joder! -exclamó él, liberando el brazo de un tirón-. Va a lograr que lo pierda.

– Pero no deberíamos…

Wilcox se volvió furibundo hacia ella.

– ¡Vuelva al coche o sígame! ¡Pero apártese de mi camino!

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