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– Pero Ferguson…

– ¡Me da igual que ese cabrón sepa que le voy detrás! ¡Quítese de en medio de una maldita vez!

– ¿Qué demonios pretende? -replicó Shaeffer medio gritando.

Wilcox agitó el brazo desechando la pregunta y, medio corriendo, siguió los pasos de Ferguson.

Shaeffer vaciló, indecisa, viendo la espalda de Wilcox adentrarse en la noche mientras más adelante Ferguson desaparecía tras una esquina. Wilcox aminoró el paso en ese preciso momento.

La detective masculló unos improperios para sus adentros y corrió de vuelta al coche. Dos ancianas indigentes, ambas enfundadas en gruesos abrigos raídos y gorros de punto en la cabeza, se cruzaron de pronto en su camino. Una empujaba un carrito de supermercado farfullando a voz en grito, mientras la otra gesticulaba con grandes aspavientos. Las dos le chillaron a Shaeffer y una intentó agarrarla. Medio chocaron y la anciana cayó al suelo, gimiendo de la rabia y el susto. La detective logró conservar el equilibrio y siguió corriendo hacia el coche. Los gritos de la anciana se agudizaron. Dos hombres salían de un portal y uno de ellos le gritó:

– ¡Eh! ¿Qué hace, señorita? Tiene mucha prisa, ¿eh?

Shaeffer no les prestó atención y se lanzó al asiento del conductor. Giró la llave del contacto pero el coche se caló.

Soltando una sarta de improperios, presa del pánico y la confusión, lo intentó de nuevo, pisando y soltando el acelerador y dándole al contacto una y otra vez hasta que el motor se encendió. Entonces metió la primera y pisó el acelerador sin siquiera mirar atrás. Las ruedas patinaron sobre el pavimento mojado y el coche vibró violentamente antes de salir disparado.

Tomó la curva de la esquina sin aminorar y divisó a Wilcox a una manzana, cuando éste pasaba bajo una farola. Pero a Ferguson no se le veía por ninguna parte.

Aceleró más, pero el motor tosía y reaccionaba con exasperante lentitud. Maldijo aquel automóvil de alquiler por su escasa potencia y anheló disponer del coche patrulla que conducía en los cayos. Llegó a la altura de Wilcox justo antes del final de la manzana. Él se desvió hacia una calle de dirección única, en sentido contrario al tráfico. Ella bajó la ventanilla y llamó al detective.

– ¡Siga! -Wilcox gesticuló con rapidez-. ¡Ciérrele el paso!

Y continuó tras su presa, ahora casi corriendo. Shaeffer siguió con el coche por la calzada mojada hasta girar en el siguiente cruce. Se saltó el semáforo en rojo, lo que provocó que un par de adolescentes que se disponían a cruzar la insultaran indignados. La calle era estrecha y bordeada de edificios decrépitos. Había un par de coches en doble fila a mitad de la manzana. Hizo sonar el claxon al pasar junto a ellos casi rozándolos.

En la siguiente esquina giró a la derecha, dirigiéndose hacia donde calculaba que estarían Wilcox y Ferguson. Su mente trabajaba a pleno rendimiento, anticipando lo que diría y cómo actuaría. Lo que estaba sucediendo escapaba al control que había podido tener en momentos anteriores. Se concentró en la calle, tratando de avistar a los dos hombres.

No estaban allí.

Aminoró la marcha, miró al frente y los callejones laterales de aquel espacio que se ramificaba en arterias con coágulos de desechos diseminados aquí y allá. Las sombras parecían fundirse con la impenetrable oscuridad. De pronto la calle estaba desierta.

Detuvo el coche en el centro de la calzada, salió y se quedó de pie junto a la puerta, abierta, mirando a un lado y otro en busca de algún rastro de los dos hombres. Al no ver nada, maldijo a gritos y volvió a sentarse al volante.

«Deben de haber girado por otra calle o haber atravesado algún solar vacío. Tal vez Ferguson se metió en algún callejón.»

Avanzó lentamente, escudriñando en todas direcciones. Dobló en la siguiente una esquina, pero ni rastro de ellos.

Dio marcha atrás, reculó hasta la calle desde la que había tomado el desvío y continuó la búsqueda. Recorrió aprisa otra manzana y luego frenó. No tenía ni idea de qué hacer. Plantando cara al miedo, aparcó sobre el bordillo y se apeó. A paso ligero, fue hacia donde debían de haberse dirigido, intentando aplicar la lógica. «Sigue sus pasos y los encontrarás. No pueden estar muy lejos.» Intentaba penetrar en las sombras con la mirada y el oído, en busca de algún indicio. Después aumentó el ritmo y sus zapatos resonaban en la mojada acera, como un redoble de tambores in crescendo, hasta que finalmente echó a correr adentrándose en la noche vacía.

Bruce Wilcox se había vuelto a mirar sólo el tiempo necesario para avistar a lo lejos las luces traseras del coche de Shaeffer alejándose por la calle, antes de centrarse nuevamente en no perder de vista a Ferguson.

Apretó el paso, pues no conseguía acortar la distancia que lo separaba de su presa. Ferguson era ágil como un felino; sin echar a correr, avanzaba rápidamente, sorteando los puntos de luz que iluminaban las calles y camuflándose en la oscuridad.

Wilcox tenía la sensación de que sus piernas eran lentas y pesadas, e intentaba forzarlas. Más adelante, vio que Ferguson doblaba otra esquina. Un par de prostitutas desastradas estaban apostadas en la esquina, sirviéndose de la farola como si fuera una candileja de una pasarela.

– ¿Hacia dónde ha ido? -les preguntó el detective.

– ¿Quién?

– No hemos visto a nadie.

Wilcox las increpó y ellas se rieron, burlándose de él. La calleja por la que había desaparecido Ferguson tenía aspecto tenebroso y sus aceras serpenteaban ligeramente. Vislumbró a Ferguson a unos cuarenta metros de distancia, o mejor dicho, vio una silueta de mayor densidad que el resto de las sombras. Salió corriendo tras ella.

Su mente iba a la misma velocidad que su cuerpo.

No tenía ni idea de qué decirle o hacerle cuando le diese alcance; únicamente lo impulsaba la necesidad de alcanzarlo. Las imágenes colapsaban sus sentidos: el mundo en que se había adentrado parecía confundirse de forma peligrosa con sus recuerdos. La voz medio aletargada de un indigente tendido ante un portal le recordó a la de Tanny Brown. El perro que comenzó a ladrar, tensando la cadena que lo amarraba, le recordó la búsqueda del cuerpo de Joanie Shriver. Los asquerosos cubos de basura que reflejaban la tenue luz de las farolas le evocaron la sensación nauseabunda y repelente que sintió entre sus manos al sacar de la letrina aquella prueba inútil. Este último recuerdo le sirvió de acicate para retomar la persecución.

Miró al frente y vio que Ferguson había llegado al final de la calleja. Pareció detenerse y volver la cabeza. Por una fracción de segundo sus miradas se cruzaron a través de la noche.

Wilcox no pudo contenerse:

– ¡Alto! ¡Policía! -gritó.

Ferguson no vaciló: echó a correr y huyó.

Wilcox hundió de nuevo la barbilla y reanudó la marcha. Todas las órdenes de vigilar y seguirle la pista a Ferguson se resumían en aquella obstinada persecución. Wilcox cogió aire y sintió los pies más ligeros sobre el pavimento mojado y en aquel momento rompió a correr al máximo.

El cambio de ritmo lo acercó un poco más a Ferguson, pero éste imprimió mayor velocidad a su carrera. Parecían igualados, sus pisadas resonaban al unísono contra el pavimento, y la distancia entre ellos se mantenía invariable.

El entorno se volvió borroso y difuso para Wilcox. Los efectos de la carrera empezaban a pasarle factura. Cada vez le llegaba menos aire y el corazón le latía desbocado.

Habían recorrido otra manzana. Vio que Ferguson doblaba en la siguiente esquina, aparentemente intacto pese al esfuerzo. Wilcox lo siguió, pero resbaló al girar demasiado deprisa y sus piernas flaquearon. Sintió un súbito mareo, un repentino vértigo, y perdió el equilibrio. La acera se le acercó muy deprisa, como una ola de mar, propinándole un duro golpe. Un estallido de aire salió de sus pulmones y una sacudida de dolor teñida de rojo se extendió ante sus ojos. Notó arenilla en la boca. Se arrastró aturdido hasta una farola para apoyarse y descansar un instante. Su instinto luchó contra el miedo y el dolor y se dispuso a seguir adelante; se levantó y luchó por recuperar el equilibrio. Le asaltó de pronto el recuerdo de un campeonato de lucha libre de secundaria en el que había salido volando por los aires y, al caer sobre el cuadrilátero, su mente ya sabía qué movimiento hacer para esquivar a su rival cuando éste tratara de rodearlo con los brazos. Parpadeó y se encontró corriendo de nuevo, tratando de entender dónde estaba y qué estaba haciendo, pero la caída le había bloqueado el entendimiento y tan sólo lo impulsaban una ira desenfrenada y un deseo impaciente.

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