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– Me torturaron. Lo sabe usted muy bien. El juez desestimó mi confesión. Yo nunca le hice nada a aquella cría. Lo hizo Sullivan, la mató él.

– ¿Por cuánto?

– En esa ocasión la recompensa fue el puro placer de hacerlo.

– ¿Qué me dice de Sullivan y su familia? ¿Cuánto cree que habría pagado por matarlos?

– ¿Sullivan? Supongo que habría vendido su alma por llevárselos con él. -Se inclinó hacia delante y bajó la voz-. ¿Sabe lo que me decía antes de yo saber que él había matado a la niña por cuya causa me encontraba en el corredor? Me hablaba del cáncer. Parecía un jodido médico, lo sabía todo sobre la enfermedad. Empezaba hablando de células atrofiadas y de estructuras moleculares y de alteraciones en el ADN y de cómo estas pequeñas, imperceptibles y microscópicas anomalías iban minando el cuerpo, sembrando el mal hasta extenderlo a los pulmones, el colon, el páncreas o el cerebro para que se fuera pudriendo desde dentro. Cuando acababa de pontificar se sentaba cómodamente y decía que él era igual. ¿Qué le parece eso, detective?

Ferguson se retrepó en su asiento, acomodándose, pero Shaeffer lo notó ligeramente nervioso. En lugar de contestar, empezó a pasearse de nuevo por el apartamento. El suelo parecía escurrírsele debajo de los pies.

– ¿Le habló de la muerte?

Ferguson volvió a inclinarse hacia delante.

– Es un tema recurrente en el corredor.

– ¿Y qué aprendió usted al respecto?

– Aprendí que no tiene nada de particular. Está en todas partes. La gente cree que morir es algo especial, pero no lo es en absoluto, ¿verdad?

– Algunas muertes sí son especiales -dijo ella.

– Ésas deben de ser las que a usted le interesan.

– Precisamente. -Y se inclinó un poco más, como anticipándose a su próxima pregunta-: ¿Le gustan las zapatillas de deporte? -Por un instante, a Shaeffer le pareció que era otra persona quien hacía esa pregunta.

Él la miró perplejo.

– Sí, claro. Las llevo todos los días. Como todo el mundo por aquí.

– ¿Qué me dice de ese par? ¿De qué marca son?

– Nike.

– Parecen nuevas.

– Tienen una semana.

– ¿Tiene algún otro par en el armario?

– Sí.

Ella se dirigió al dormitorio.

– No se levante -dijo. Podía sentir sus ojos vigilándola, le quemaban en la espalda.

En el armario había un par de zapatillas de baloncesto de caña alta. Las cogió. «¡Mierda!», pensó. Eran Converse y estaban tan viejas y gastadas que tenían hasta un agujero en la puntera. Con todo, examinó las suelas. La parte delantera estaba más gastada. Sacudió la cabeza. Lo habrían notado. Además el dibujo de la suela era distinto del de las Reebok que el asesino había llevado en su visita al número 13 de Tarpon Drive. Devolvió las zapatillas a su sitio y volvió con Ferguson.

Él la miró.

– Conque encontraron una huella en el escenario del crimen, ¿eh? -Shaeffer guardó silencio-. Y entonces se les ocurrió que podrían registrar mi armario. -La miró fijamente-. ¿Ha encontrado algo? -Tras una pausa, contestó a su propia pregunta-: No gran cosa, ¿verdad? ¿Se puede saber a qué ha venido a mi casa?

– Ya se lo he dicho: Cowart, Sullivan y usted.

Al principio no contestó. Shaeffer advirtió que estaba pensando a gran velocidad. Por fin, habló con un tono uniforme aunque irritado:

– ¿Es así como funciona? ¿Una poli de Florida harta de no saber a quién colgarle el caso me elige a mí como cabeza de turco? ¿Es eso? Claro, como ya he estado en prisión, soy el candidato ideal para casi todo lo que usted no pueda probar.

– No he dicho que fuera usted sospechoso.

– Pero quería ver mis zapatillas.

– Es el procedimiento, señor Ferguson. Estoy examinando las de todo el mundo. Hasta las del señor Cowart.

Ferguson dejó escapar una risa.

– Vaya. ¿De qué marca las gasta Cowart?

Ella siguió mintiendo:

– Reebok.

– Claro. Pues deben de ser nuevas también, porque la última vez que lo vi llevaba unas Converse como las mías.

La mujer no contestó.

– O sea que le está usted registrando las zapatillas a todo el mundo. Pero conmigo va a tiro hecho, ¿no? Sería lo que necesita para relacionarme con los asesinatos, ¿verdad, detective? Seguro que saldrían unos buenos titulares. Quizás incluso la promocionarían. Nadie cuestionaría sus métodos.

Shaeffer le dio la vuelta:

– ¿De verdad? ¿Con usted puedo ir a tiro hecho?

– Siempre ha sido así y así seguirá siendo. Y si no soy yo, será otro como yo: joven y negro. Eso me convierte automáticamente en sospechoso.

Ella sacudió la cabeza.

Ferguson se levantó del sofá presa de un repentino arrebato.

– Cuando hizo falta encontrar a alguien en Pachoula, ¿a quién fueron a buscar? ¿Y usted? Usted sospecha sólo porque conocí a Sullivan, por eso ha venido derechita a mí. ¡Pero yo no lo hice, maldita sea! Ese cabrón casi me mata. Me pasé tres años en el corredor de la muerte por algo que no había hecho gracias a polis como usted. Yo ya me daba por muerto porque el sistema necesitaba una cabeza de turco. Puede irse al infierno, detective. No volveré a ser la cabeza de turco de nadie. Soy negro, pero no un asesino. Y el simple hecho de ser negro no me convierte en uno. -Volvió a sentarse-. ¿Quiere que le diga por qué he elegido vivir aquí? Porque aquí la gente entiende lo que es ser negro y convertirse siempre en el sospechoso o la víctima. Aquí todos somos una cosa o la otra. Y yo ya he sido las dos, por eso encajo en este barrio. Por eso me gusta, aunque no tenga por qué estar aquí. ¿Lo entiende ahora? Lo dudo. Porque usted es blanca y jamás sabrá lo que es esto. -Se puso en pie otra vez y miró por la ventana-. Jamás entenderá cómo alguien puede considerar a esto su casa. -Se volvió hacia ella-. ¿Tiene más preguntas?

Su ímpetu la había desarmado. Negó con la cabeza.

– Bien -dijo él con suavidad-. Entonces lárguese de mi casa. -Y señaló la puerta.

Ella se dirigió hacia allí.

– Tal vez tenga más preguntas -dijo.

Él sacudió la cabeza.

– No, no lo creo, detective. Esta vez no. La última vez que quise ser amable con una pareja de detectives me pasé tres años encerrado y casi me cuesta la vida. Ha tenido su oportunidad. Ahora, largo.

Ella se encontraba ya en la puerta. Dudó, como si no se decidiera a marcharse, pero sintiendo al mismo tiempo un inmenso alivio al alejarse de allí. Echó una rápida mirada a los ojos de Ferguson, encogidos por el odio, justo antes de que la puerta se cerrara. El ruido de los cerrojos resonó en el vestíbulo.

19

UN BAÑO NUEVO

Los tres guardaron silencio durante la mayor parte del recorrido.

Al fin, cuando el coche patrulla abandonó la autopista y enfiló la tierra endurecida de la carretera secundaria, Bruce Wilcox dijo:

– No nos dirá nada. Agarrará la escopeta de cañones y nos echará de su casa en menos de lo que un mosquito tarda en picar un culo. Estamos perdiendo el tiempo.

Iba conduciendo. En el asiento del pasajero, Tanny Brown mantenía la mirada fija en el parabrisas sin pronunciar palabra. Los rayos de luz que llegaban a través de las copas de los árboles le daban a su piel una apariencia brillante, como si estuviera mojada. Contestó a Wilcox haciendo un leve gesto de desaprobación; luego volvió a sumirse en sus cavilaciones.

Wilcox bufó y siguió conduciendo. Luego insistió:

– Sigo creyendo que estamos perdiendo el tiempo.

– No estamos perdiendo el tiempo -masculló Brown mientras el coche no dejaba de dar bandazos por culpa del estado de la carretera.

– Con que no, ¿eh? -repuso el detective-. A ver si consigues que me entere de qué va esto.

Volvió la cabeza hacia Cowart, que iba sentado en el centro del asiento trasero sintiéndose como uno de los detenidos que habitualmente ocupaban ese sitio.

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