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Brown habló despacio:

– Antes de que Sullivan muriera en la silla eléctrica, le insinuó a Cowart que pudimos pasar por alto algunas pruebas en casa de Ferguson. A eso vamos.

Wilcox sacudió la cabeza.

– A otro perro con ese hueso, Tanny. Lo diría para quitárselo de encima. -Hablaba como si Cowart no estuviera presente-. Yo mismo supervisé el registro. Lo revolvimos todo. Palpamos las paredes por si había espacios huecos, retiramos las tablas del suelo, examinamos el carbón de aquel viejo horno para ver si había restos de quema, nos arrastramos por los putos cimientos de la casa con un detector de metales. Pero si incluso traje un maldito sabueso y lo pasé por toda la casa, joder. Si ese capullo hubiese ocultado algo lo habríamos encontrado.

– Sullivan dijo que se os pasó algo por alto -insistió Cowart.

– Sullivan le dijo muchas cosas a este chupatintas -le comentó Wilcox a su compañero-. ¿Por qué cojones le hacemos caso?

– Eh -dijo Cowart-, vale ya, ¿de acuerdo?

– ¿Dónde le dijo que mirara?

– No me lo dijo. Sólo dijo que se os pasó algo por alto y que me anduviera con ojos hasta en el culo.

Wilcox sacudió la cabeza.

– Aunque encontráramos algo, ya no serviría de nada. -Miró a Brown-. Y tú, jefe, lo sabes tan bien como yo. Ferguson ya es historia. Pasemos de él.

– No -contestó Tanny Brown-. No es historia.

– ¿Y qué si encontramos algo? ¿Qué más da? Será fruta del cesto podrido, no podemos utilizar contra Ferguson nada obtenido por vía extralegal. Acuérdate de la confesión. Ni aunque hubiera dicho dónde estaban las pruebas, cómo mató a la pequeña Joanie, cómo lo tramó todo, ¿qué pasa si luego va el juez y se retracta de la confesión? Las cosas vienen y se van, ya está.

– Pero las cosas no han ido de esta manera -dijo Cowart.

– Exactamente. No han ido así. Puede que los abogados aún tengan algo a lo que aferrarse. -Brown vaciló antes de añadir-: Pero yo no espero que este caso se resuelva en los tribunales.

Tras un breve silencio, Wilcox volvió a hablar:

– No creo que la abuela de Ferguson nos deje echar un vistazo sin una orden. No creo que nos dé ni la puta hora sin una orden del juez. Estamos perdiendo el tiempo.

– A Cowart sí lo dejará entrar.

– Y una mierda. No si va con nosotros.

– Verás como sí.

– Lo más probable es que los periodistas le caigan peor incluso que a mí. Después de todo fue gracias a ellos que su querido nieto acabó en el corredor.

– Pero luego lo sacaron.

– No creo que ella razone de esta manera. Una vieja baptista caga-misas… Seguramente cree que fue Jesús en persona el que bajó de los cielos y le abrió las puertas de la cárcel a su nieto, porque a fin de cuentas cada domingo iba al templo y lo colmaba de oraciones. Además, aunque le deje entrar a registrar la casa, que no lo hará, el tío este ni siquiera sabe qué buscar y menos dónde.

– Sí que lo sabe.

– De acuerdo, coño. Supongamos que encuentra algo. ¿De qué nos vale?

– Nos vale -contestó Brown. Bajó su ventanilla y el calor se introdujo en el coche y no tardó en neutralizar la atmósfera fría y viciada del aire acondicionado-. Porque entonces sabremos que Sullivan, al menos en esto, dijo la verdad.

– ¿Y qué? -espetó Wilcox-. ¿De qué cojones nos vale eso?

La pregunta sólo encontró silencio por parte del teniente.

– Entonces sabremos a qué atenernos -terció Cowart.

– ¡Ja! -exclamó Wilcox.

Siguió conduciendo, aferrando el volante, molesto por la sensación de que su compañero y su adversario hubieran compartido una información de la que él no tenía conocimiento. La furia se apoderó de él. Conducía bruscamente, levantando una nube de polvo, y casi deseaba que algún perro sarnoso o una ardilla se cruzaran en la carretera. Pisó el acelerador y notó cómo la trasera coleaba sobre la suciedad del asfalto y propulsaba el vehículo.

Cowart observó una hilera de árboles al borde de un bosque distante.

– ¿Adonde lleva eso? -preguntó señalando.

– Por ahí es donde encontramos a Joanie -contestó Wilcox-. Llega al borde mismo de la ciénaga. Luego retrocede unos diez kilómetros, se ensancha y gira hacia la ciudad. Ahí las arenas movedizas pueden tragárselo a uno y el barro es tan espeso que al pisarlo parece pegamento. Durante kilómetros sólo se ven árboles muertos, hierbajos y agua. Como está oscuro, todo parece lo mismo. Si uno se perdiese ahí dentro, tardaría un buen mes en salir. Si es que sale. Insectos, serpientes, caimanes y diversos bichos viscosos y reptantes. Aunque no está mal para pescar lubinas, se encuentran algunas piezas grandes debajo de la madera podrida. Basta con poner atención en el asunto.

Mientras el coche avanzaba traqueteando y ladeándose por efecto de los baches y las rodadas, Cowart pensó en los artículos que había impreso en la hemeroteca del Journal. Los llevaba en el bolsillo de la chaqueta, sentía su incómodo roce contra la camisa, como si poseyeran una cualidad radiactiva que irradiase con el calor. Esta información no la había compartido con Brown.

«Podría tratarse de una simple coincidencia -se dijo-. Ferguson da una charla en una iglesia y cuatro días después desaparece una niña. Eso no prueba nada. No sabes si se encontraba todavía por aquí ni lo que hizo después de hablar en la iglesia ni adonde fue. Cuatro días. Tenía tiempo de volver a Pachoula. O a Newark.»

Le sobrevino repentinamente la fotografía de Joanie Shriver que colgaba de la pared de la escuela. Vio los ojos de Dawn Perry mirándolo con aquella cara entusiasta y despreocupada con que aparecía la pequeña en el cartel de la policía. Blanco y negro.

– Ya casi llegamos -anunció Wilcox.

Las palabras de su compañero interrumpieron las cavilaciones del teniente. Tras regresar a Pachoula, no había tardado en verse inmerso en la rutina. A una de sus hijas no le habían dado el papel protagonista en la obra del colegio; la otra había descubierto que a todas sus amigas las dejaban volver a casa una hora más tarde que a ella. Se trataba de problemas considerables, asuntos que requerían solución inmediata. Había ciertas tareas que su padre no estaba dispuesto a asumir; implantar las reglas era una de ellas. «Es tu casa. Yo aquí estoy sólo de visita», decía el anciano. No obstante, había escuchado con buen humor las protestas de la pequeña por no haber conseguido el papel. Brown se preguntaba si la sordera del viejo no sería una ventaja en ciertas ocasiones.

Les había mentido acerca de dónde había estado; también acerca de qué estaba investigando. Y habría mentido a cualquiera que le hubiera preguntado por qué estaba asustado. Había sido un alivio ver que sus hijas vivían abstraídas en sus propias vidas, de aquella manera obsesiva e inimitable que sólo se da en los niños. Las había mirado a ambas, escuchando a medias sus quejas, y en ellas había visto la cara de Dawn Perry, cuya fotografía guardaba en el bolsillo de la chaqueta. ¿Por qué iban a ser distintas?, se preguntaba.

Se mortificaba: «No puedes ser policía si te permites ver en los casos algo más que números de archivo.» Se había obligado a aferrarse a las certezas, a lo que podía presentar ante un tribunal. No dejaba de luchar contra sus instintos porque, según éstos, había algo ahí fuera mucho más temible de lo que jamás hubiera imaginado.

– Vamos allá -dijo Wilcox.

Se aproximaron a la casucha mientras los guijarros repicaban contra los bajos del coche, hasta que Wilcox frenó. Miró hacia la deteriorada cabaña antes de decir:

– Muy bien, Cowart, ahora veremos cómo se las arregla para entrar. -Se volvió y se quedó mirándolo.

– Basta ya, Bruce -gruñó Brown.

Cowart, en lugar de contestar, bajó del coche y cruzó a paso ligero el polvoriento patio delantero. Miró por encima del hombro y vio que los dos detectives lo contemplaban apoyados uno a cada lado del vehículo. Subió los escalones del porche y llamó:

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