– ¡Hola, señora Ferguson!
Se hizo visera con la mano y pasó de la reluciente luz del patio delantero a la sombra del porche. Discurrió la manera de entrar pero no se le ocurrió nada.
– ¿Señora Ferguson? Soy Matthew Cowart. Del Journal.
No hubo respuesta.
Golpeó enérgicamente el marco de la puerta, sintiéndolo temblar bajo los nudillos. La cal se estaba desconchando de las tablas.
– ¿Señora Ferguson? ¿Señora?
Oyó un chirrido procedente del oscuro interior. Pasó un momento antes de que una voz incorpórea le llegase flotando. No había perdido ni su temperamento ni su duro tono de voz.
– Sé quién es usted. ¿Y ahora qué quiere?
– Necesito hablar otra vez con usted sobre Bobby Earl.
– Pero si ya hablamos largo y tendido, señor periodista. Si apenas me quedan palabras. ¿Es que no oyó ya bastante?
– No. Aún no. ¿Puedo pasar?
– ¿No puede hacer sus preguntas desde ahí?
– Señora Ferguson, por favor. Es importante.
– ¿Importante para quién, señor periodista?
– Para mí. Y para su nieto.
– No me lo creo.
De nuevo el silencio. Los ojos de Cowart se fueron acostumbrando a la oscuridad y empezó a distinguir formas a través de la puerta: una vieja mesa con un florero encima, una escopeta de cañones recortados y un bastón en una esquina. Al poco, oyó aproximarse unos pasos y por fin la menuda anciana apareció ante su vista; su piel se confundía con la penumbra de la casa, pero su pelo canoso reflejaba la luz y brillaba. Se movía cansinamente y haciendo muecas, como si la artritis de las caderas y la espalda le hubiera penetrado también en el corazón.
– Ya he hablado con usted más de lo debido. ¿Qué más quiere saber?
– La verdad.
La mueca de la anciana se convirtió en una carcajada.
– ¿Cree usted que va a encontrar alguna verdad por aquí, blanco? ¿Cree que guardo la verdad en un tarrito aquí junto a la puerta? ¿Que la saco cuando me hace falta?
– Más o menos -contestó él.
La anciana rió con descaro. Sus ojos se apartaron de él y se dirigieron al patio. Fijó la mirada en los policías, una mirada dura; luego, tras una pausa, se dirigió de nuevo a Cowart.
– Esta vez no ha venido solo.
Él negó con la cabeza.
– ¿Es que ahora está de su parte, señor periodista blanco?
– No -mintió sin vacilar.
– ¿Entonces de parte de quién?
– De nadie.
– La última vez que vino estaba de parte de mi nieto. ¿Es que han cambiado las cosas?
Cowart buscó las palabras adecuadas.
– Señora Ferguson, cuando estuve en la prisión hablando con Sullivan, me contó una historia. Una historia plagada de crímenes, mentiras, medias verdades y medias mentiras. Pero una de las cosas que dijo era que si volvía aquí y buscaba, encontraría una prueba.
– ¿Una prueba de qué?
– De que Bobby Earl cometió un crimen.
– ¿Y cómo iba a saberlo ese Sullivan?
– Dijo que se lo había dicho el propio Bobby Earl.
La anciana sacudió la cabeza y soltó una risa seca y crispada que pareció un latigazo.
– ¿Por qué iba a dejar que usted revolviera mi casa en busca de algo que sólo le iba a traer perjuicios a mi chico? ¿Por qué no lo dejan en paz? ¿Por qué no dejan que salga adelante? Se acabó, punto final. El muerto al hoyo y el vivo…
– Las cosas no funcionan así, y usted lo sabe.
– Yo sólo sé que usted ha venido a complicarle otra vez la vida a mi chico. Y eso es lo último que él necesita.
Cowart respiró hondo.
– Le diré lo que vamos a hacer, señora Ferguson. Usted me deja entrar, yo echo un vistazo, no encuentro nada y aquí se acaba todo. La historia de aquel hombre habrá sido una más de las mentiras que me contó y lo dejamos correr. La vida sigue. Bobby Earl no tendrá que volver a preocuparse del pasado, esos dos detectives desaparecerán de su vida y de la de usted. Pero si no entro, nunca se darán por satisfechos. Y yo tampoco. Y esta pesadilla continuará, siempre quedarán interrogantes. Jamás lo dejarán en paz, lo perseguirán para el resto de sus días. ¿Entiende a lo que me refiero?
La anciana posó una mano sobre el tirador de la puerta y arrugó la frente.
– Entiendo lo que intenta decirme -asintió por fin, pronunciando cuidadosamente las palabras-. Pero pongamos que le dejo entrar y que usted encuentra esa cosa horrible que aquel hombre le dijo. ¿Qué pasará entonces?
– Entonces Bobby Earl volverá a tener problemas.
Ella lo miró.
– Entonces no acabo de ver qué gana mi chico si yo lo dejo entrar.
Cowart le sostuvo la mirada y jugó su última carta.
– Si no me deja entrar, señora Ferguson, tendré que suponer que me está ocultando la verdad, que aquí dentro se esconde alguna prueba. Y eso es lo que les diré a esos dos detectives de ahí fuera. Entonces ocurrirán dos cosas. Una: volveremos con una orden para registrar la casa a su pesar. Dos: nadie descansará hasta conseguir que incriminen a su nieto. Se lo puedo jurar. Y cuando lo hagan, yo estaré allí, con mi periódico y los demás periódicos y la televisión, y ya sabe lo que pasará entonces, ¿verdad? Me parece que no tiene alternativa. ¿Me ha entendido?
Los ojos de la anciana se entornaron.
– Lo que he entendido es que los blancos con traje siempre se salen con la suya -masculló-. ¿Quiere entrar? Muy bien, pues entre, qué más da lo que yo diga.
– Gracias.
– Una orden del juez… Ya trajeron una y no les sirvió para encontrar nada. ¿Por qué iba a ser distinto ahora? -gruñó ella mientras quitaba el pestillo y abría la puerta.
– ¿Ese hombre de la prisión le dijo dónde buscar?
– No. No exactamente.
La anciana sonrió sin ganas.
– Buena suerte, pues.
Cowart entró en la casa y fue como si entrara en un mundo distinto. Estaba acostumbrado -en la medida en que puede uno acostumbrarse- a la miseria humana. Con su amigo Vernon Hawkins había presenciado tantos crímenes en los guetos que ya no se sorprendía ni se inmutaba ante la pobreza, las ratas o la pintura desconchada. Pero aquella casa era completamente distinta, perturbadora.
Cowart descubrió una pobreza absoluta, yerma; una casa en la que no había lugar para ninguna comodidad o esperanza, sólo para una vida de vicisitudes y penurias marcada por una rabia desesperada. Un crucifijo colgaba de la pared sobre un sofá raído. Una vieja mecedora de madera sobre la que había una blonda amarillenta descansaba en un rincón. Había unas pocas sillas, la mayoría de madera tallada a mano. En una repisa sobre la chimenea había un retrato de Martin Luther King y una antigua fotografía de un hombre negro vestido con un austero traje negro. Supuso que sería su difunto marido. Había unas pocas fotografías de familiares, incluida una de Bobby Earl. Las paredes eran de madera oscura y le daban cierto aire cavernoso. Sólo algún que otro rayo de sol penetraba por las ventanas, para perderse enseguida en las sombras del interior. Vio la entrada de una cocina dominada por un antiguo horno que ocupaba el centro de la estancia. Sin embargo, todo estaba inmaculado. El paso de los años se dejaba notar por doquier, pero no había una mota de polvo. Posiblemente la señora Ferguson tratara la suciedad de la misma manera que a las visitas.
– No es gran cosa, pero es mía -dijo ella-. Aquí no puede venir el banco con el cuento de que es suya. Es mía. Mi marido se dejó el pellejo para pagarla y puede que yo corra su suerte, pero también he sido feliz viviendo aquí, aunque no sea precisamente un palacete.
Caminó con dificultad hasta la ventana y miró fuera.
– Conozco a Tanny Brown -dijo con amargura-. Conocía a su madre, ya murió, y a su padre. Trabajaban como esclavos para el señor Blanco y siempre se creyeron mejores que nosotros. Mentira. Recuerdo que cuando era pequeño robaba naranjas de los árboles de los blancos. Ahora que es policía se cree que es el gallo del gallinero. Pero no es mejor que mi nieto, ¿me oye?