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De repente vio a Ferguson cruzar la calle en dirección a un oscuro descampado. Los faros de un coche que se acercaba lo alumbraron un instante. Se oyó un brusco frenazo y un claxon estridente.

Wilcox pensó que se trataba de la detective Shaeffer y se animó:

– ¡Eso es! ¡Ciérrale el paso a ese cabrón!

Pero no era ella. Un súbito arranque de rabia se apoderó de él: ¿dónde coño se había metido? Pasó por delante del coche, cuyo conductor lanzaba improperios contra las dos figuras espectrales que se habían desvanecido tan rápido como se habían cruzado en su camino.

Pasó por encima de escombros y cascotes, que le entorpecían el avance como las trepadoras en los pantanos. Vislumbró a Ferguson más adelante, abriéndose camino con idéntica dificultad a través de los desechos de aquel barrio marginal. Lo vio trepar a un montón de cajas y un frigorífico viejo; una farola lejana dibujaba su silueta. Sus miradas se cruzaron por segunda vez y Wilcox volvió a gritar impulsivamente:

– ¡Alto! ¡Policía! ¡Quieto ahí!

Le pareció percibir una expresión de reconocimiento e incredulidad en Ferguson, que al punto desapareció de la escasa luz. Wilcox farfulló una sarta de improperios y siguió andando.

Saltó sobre unos ladrillos, pero rozó los de arriba y notó cómo el montón se desmoronaba bajo su peso. Cayó de cabeza con las manos extendidas para amortiguar el golpe. Logró evitar romperse el cuello, pero su mano derecha aterrizó sobre un trozo de metal oxidado que le hizo un corte en la mano, tres dedos se le doblaron brutalmente y la muñeca estuvo a punto de dislocársele. Soltó un alarido de dolor mientras luchaba por incorporarse y se sujetaba la mano herida con la otra. Notó el corte y la sangre pegajosa. De pronto los dedos y la muñeca le quemaron; rotos, pensó, y se maldijo: «Idiota y más que idiota.» Apretó el puño con fuerza, lo pegó al pecho y continuó, trepando por otra montaña de escombros.

Se detuvo para recuperar la respiración, ignorando el dolor de la; mano y la muñeca, cuidando de mantener el equilibrio sobre aquel nuevo montón de basura, y desde allí vio que Ferguson saltaba una alambrada metálica al final del descampado. Luego observó que corría hacia un callejón, que vacilaba un instante y a continuación se detenía delante de un edificio abandonado.

«Vale -se dijo-. Tú también estás cansado, ¿eh, cabrón? Recupera la respiración ahí dentro. Pero no escaparás.»

Sin hacer caso del punzante dolor de su mano herida, atravesó los últimos metros del solar y trepó por la alambrada. Llegó medio corriendo al edificio abandonado y miró la puerta fijamente, jadeando casi sin aliento.

«Vale», se dijo otra vez. Se llevó la mano al bolsillo y cogió el pañuelo para vendarse la herida lo mejor que pudo. Resultaba difícil ver en la oscuridad, pero supuso que tendrían que darle puntos para cerrar el corte. Meneó la cabeza. Probablemente también la inyección del tétano. Con el pañuelo empapándose de la sangre que manaba de la herida, intentó flexionar los dedos y la muñeca, lo que le provocó una punzada que le subió por el brazo. Se tocó la piel con cuidado, intentando detectar algún hueso roto. Se le estaba hinchando muy rápido y por un momento se preguntó si su seguro cubriría todo aquello. «En acto de servicio», pensó. Tenía que cubrirlo, claro que sí. Apretó los dientes y rogó que el médico simplemente le pusiera una escayola y no tuviera que someterlo a ninguna operación.

Miró a ambos lados de la calle. Escombros mojados por la lluvia inundaban aquel estrecho espacio. Paseó la vista intentando ver si había movimiento en algún edificio, pero no vio nada. Parecía una zona de apartamentos abandonados, tal vez almacenes, no resultaba fácil saberlo; la luz, escasa y difusa, provenía de treinta metros más allá.

Por un momento se quedó inmóvil. «Si apareciese la detective Shaeffer… -pensó-. O cualquier refuerzo.»

Se encogió de hombros para disipar sus dudas y sustituirlas por las testarudas bravuconadas que lo distinguían: «Bah, no necesito ayuda para atrapar a ese negro mariconazo -se dijo-. Me basto con una mano.» Estaba convencido de ello, así que subió hasta la puerta del edificio.

Tras la entrada precipitada de Ferguson había quedado abierta. El umbral aparecía como una franja más oscura que el tejido aterciopelado de la noche. Wilcox apoyó la espalda contra la puerta y se quedó escuchando.

Sacó el revólver de su funda pero no pudo empuñarlo con la mano herida, precisamente la derecha; era como coger una brasa ardiendo de una hoguera. Cerró los ojos con fuerza un instante y cambió suavemente el arma a la otra mano. Los abrió de nuevo y contempló el arma. «¿Eres capaz de disparar con la izquierda? -se preguntó-. De cerca, tal vez. Si tengo que hacerlo lo haré.» Se interpeló a sí mismo como si fuera otra persona: «¿Estás seguro? Imagina que va armado. Vale, de acuerdo, tú atrapa a ese capullo y después te curarán. Métele miedo. Hazle saber que tiene un gran problema y que ese problema eres tú.»

Repasó los ruidos, que definió, clasificó y analizó. Asignó una etiqueta a cada uno, atribuyéndole un origen, para saber así que no tenía nada que temer: el agua goteando provenía de un canalón que se filtraba por el tejado; el rumor sordo era el tráfico, a varias manzanas de distancia; el ruido áspero era su propia respiración. Al fondo del edificio oyó crujir el suelo de madera. «Ahí está -pensó-. Cerca. Dentro y cerca.»

Aspiró hondo y entró con cautela en el edificio abandonado.

Al principio tuvo la sensación de haber quedado envuelto en una manta. La luz tenue del callejón desapareció. Se maldijo por no llevar encima una linterna. En aquel momento deseó ser fumador, porque en ese caso tendría cerillas o mechero. Intentó recordar si Ferguson fumaba y le pareció que sí. Se agachó, aguzando el oído para localizar a su presa, esperando a que la vista se le acostumbrara a la oscuridad. No vería mucho, pero sí lo suficiente.

Avanzó sigilosamente. Había unas escaleras de subida a la izquierda y unas de bajada a la derecha. «Un viejo edificio de apartamentos en el que ya nadie quiere vivir.» Dio un paso y el suelo desvencijado crujió. Lo asaltó una nueva preocupación: podría haber un agujero, o las escaleras derrumbarse. Empleó la mano del arma para conservar el equilibrio, manteniéndola perpendicular al cuerpo, sin apartarse de la pared, apretando todo el tiempo la mano herida contra su pecho.

Fue hacia la derecha, escaleras abajo, porque lo asaltó un pensamiento: «Ferguson es una rata, una alimaña de tierra. Estará ahí abajo, en lo más hondo. Sólo ahí se siente seguro.»

Se detuvo para escuchar de nuevo.

Nada.

Continuó lentamente, palpando el suelo con los pies a cada paso. Lo crispaba el ruido que él mismo producía. Su propia respiración parecía arañar la oscuridad como uñas contra una pizarra. Cada pisada resonaba. Su progresivo avance hacia el interior del edificio parecía anunciarse con crujidos.

Contuvo el impulso de dar voces, prefirió esperar a estar suficientemente cerca para ordenarle a Ferguson que se entregara. Los escalones parecían resistir su peso, pero no se fiaba. A cada paso apoyaba tentativamente un pie, como un bañista indeciso internándose en el mar. Contó cada escalón; al alcanzar los veintidós llegó al subsuelo. Lo recibió una sensación de humedad pegajosa, más fría que el aire. Notó un suelo de cemento y pensó: «Bien. Esto será más silencioso.» Al siguiente paso metió el pie en un charco de agua que le anegó el zapato. «¡Mierda!»

Se agachó y escuchó de nuevo. No estaba seguro de si la respiración que oía era la suya o la de Ferguson. «Está cerca», se dijo. Cogió aire y contuvo la respiración para localizar el sonido. «Cerca. Muy cerca.»

Volvió a coger aire y percibió un olor denso y nauseabundo que lo sobrecogió. El olor le resultaba familiar, pero no logró ubicarlo inmediatamente. Se le erizó el vello de la nuca y pensó: «Aquí hay algo muerto.» Miró alrededor tratando de distinguir alguna cosa, pero la oscuridad era absoluta.

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