– ¿Qué?
– Que eso le gusta al sistema. El sistema no está cómodo con las cosas que no acaban de cuadrar en estadísticas y categorías. -Ferguson lo examinó con la mirada-. ¿Cómo va a escribir ese artículo, señor Cowart? ¿Ése que no encaja en el molde de siempre que todos esperan? Dígame, ¿saben los periódicos contarle a la gente cosas tan extrañas? ¿Tan inesperadas? ¿O acaso piensa dedicarse a informar una y otra vez sobre el viejo asunto de siempre, pero con otras caras y otras palabras?
Cowart no respondió.
– ¿Y cree usted que puede escribir algo así sin tener ninguna prueba?
– Joanie Shriver -repitió Cowart.
– Adiós a Joanie Shriver, señor Cowart. Hace mucho que se fue. Será mejor que empiece a entenderlo. Y también que se lo haga entender a su amigo Tanny Brown.
Cowart continuaba de pie detrás del escritorio. Se inclinó sobre la mesa, agarrándose a los bordes para mantener el equilibrio.
– Escribiré ese artículo y usted sabe que lo haré, ¿verdad?
Ferguson no contestó.
– Lo publicaré todo en el periódico. Todas las falsedades, todas las mentiras, todas y cada una de ellas. Usted podrá negarlo y renegarlo, pero sabe qué ocurrirá.
– ¿Qué?
– Que funcionará. Yo me hundiré. Tal vez Tanny Brown se hunda también. Pero ¿sabe qué le ocurrirá a usted, Bobby Earl?
– Cuénteme -pidió con frialdad.
– No irá a la cárcel. En eso tiene razón. No hay pruebas suficientes y muchas personas lo creerán cuando diga que todo ha sido un montaje. Lo creerán incluso cuando diga que es inocente. La mayoría de la gente me culpará a mí y a la policía, y se unirán para apoyarlo. Se lo aseguro.
Ferguson lo animó a seguir con un gesto.
– Pero ¿sabe qué va a perder? El anonimato.
Ferguson se encogió de hombros y el otro continuó:
– Vamos, Bobby Earl. ¿Sabe qué se hace cuando uno tiene un gato al que le gusta cazar? ¿Al que le gusta matar pájaros y ratones y luego arrastrarlos hasta su confortable casa? Uno le pone un cascabel para que, por muy listo y sigiloso que sea, no pueda volver a acercarse a ningún pobre estornino.
Ferguson entornó los ojos.
– ¿Cree que esas respetables iglesias continuarán pidiéndole que dé su bonita charla si todavía pesa sobre usted la menor sombra de sospecha? ¿No cree que tal vez puedan encontrar algún otro orador? ¿Alguien de quien no sospechen que puede merodear por ahí y volver en otra ocasión para arrebatarles a una niña que pasee por la calle?
Cowart vio que Ferguson se crispaba.
– Y la policía, Bobby Earl. Piense en la policía. Siempre les quedará la duda, ¿no es así? Y cuando ocurra algo, porque ocurrirá, ¿verdad?, cuando ocurra le seguirán la pista. ¿Cuántas veces cree que puede hacerlo sin cometer ningún error? Olvidar algo. Tal vez ser visto. Sólo es cuestión de esperar ese momento. Si comete el más mínimo error, el mundo entero se le echará encima y no logrará levantar la cabeza hasta que vuelva al sitio donde tuvimos nuestra primera entrevista. Y en esa ocasión no habrá ningún redactor del Miami Journal que lo ayude a salir.
Ferguson se removía en su asiento, la ira subiéndole a la cara. De pronto encrespó los dedos hacia el cuchillo y Cowart se quedó paralizado por el miedo.
«Me va a matar», pensó.
Intentó encontrar algo con que protegerse, pero no podía apartar la mirada de Ferguson. Ahora sí necesitaba un micrófono y una palabra clave para llamar a Tanny Brown.
Ferguson medio se levantó y su mano hurgó en un montón de papeles. Después volvió a sentarse lentamente.
– No -le dijo-. Creo que no escribirá ese artículo.
– ¿Por qué?
Ferguson bajó la mirada a la mesita que tenía delante, donde Cowart había colocado la grabadora. Por un instante pareció observar cómo la grabadora absorbía el silencio. Y a continuación dijo con tono firme y claro, inclinándose hacia el aparato:
– Porque no habría ni una sola palabra de verdad en él.
Dejó pasar unos segundos más y pulsó el botón de stop.
– ¿Sabe por qué no escribirá ese artículo? -prosiguió-. Le diré por qué. Hay varias buenas razones pero, en primer lugar, porque no tiene hechos. Ninguna prueba. Lo único que tiene es una disparatada combinación de sucesos y mentiras que ningún periódico se atrevería a publicar. Los artículos periodísticos se construyen a partir de «la policía asegura», «de acuerdo con», «los portavoces confirmaron» y citas de documentos e informes verosímiles; eso es lo que constituye el esqueleto del artículo. El resto está conformado por los detalles que uno ha visto u oído, pero usted no ha visto ni oído nada lo bastante importante para elaborar un artículo. Así pues, usted no me da ningún miedo, señor Cowart. Dígame -le interpeló-, ¿yo sí le doy miedo a usted?
A su pesar, Cowart asintió con la cabeza.
– Bueno, eso está muy bien. ¿Piensa que también le doy miedo a su amigo Tanny Brown?
– Sí y no.
– Oiga, ésa es una respuesta extraña tratándose de un hombre que aspira a la precisión. ¿Qué quiere decir?
– Creo que le asusta lo que usted hace. Pero no creo que le tenga miedo.
Ferguson meneó la cabeza.
– Dígame una cosa, ¿por qué la gente siempre tiene miedo de que pueda pasarle algo? Miedo personal. Como usted ahora mismo. Le asusta que yo tal vez pueda coger este cuchillo de caza y arrancarle el corazón. ¿No es así? Que lo abra en canal de los huevos al cuello. ¿Qué cree usted? ¿Le parece que soy un asesino tan experto para hacer eso? Y quizá para dejar sus restos en algún callejón y aparentar que usted se encontraba casualmente por ahí y fue atacado por alguien del barrio, ya me entiende. Algunas personas de por aquí no son partidarias de que los blancos merodeen por la zona. ¿Le parece que yo podría lograr que pareciera que una banda pasó un buen rato machacando a un periodista blanco que se había extraviado mientras buscaba una dirección? ¿Cree que lo conseguiría, señor Cowart?
– No lo creo.
– Vaya. ¿Por qué no, si tan experto me considera?
– Yo no…
– ¡¿Por qué no?! -exigió Ferguson con aspereza, y cogió el mango del cuchillo.
– Por la sangre -respondió Cowart-. Habría manchas de sangre por todas partes. No lograría hacerlas desaparecer del todo.
– Bien. Continúe.
– Quizás alguien me vio entrar en su edificio. Un testigo.
– Muy bien, señor Cowart. Aquí tenemos una casera que siempre se fija en esas cosas. Tal vez ella lo vio entrar. Quizá también uno de los vagabundos de la calle, aunque sería un testimonio poco fiable. Continúe.
– Tal vez le comenté a alguien que vendría aquí.
– No. -Ferguson sonrió-. Eso no llevaría a ninguna parte. No hay pruebas de que usted llegó hasta aquí.
– Huellas. He dejado huellas aquí.
– No aceptó el café que le ofrecí. Así habría dejado huellas y saliva. ¿Qué más ha tocado? El escritorio y esos papeles de ahí. Eso podría limpiarlo.
– Nunca podría estar seguro.
Ferguson sonrió de nuevo.
– Es cierto.
– Otras cosas. Pelo. Piel. Puedo defenderme y hacerle un corte. Su sangre quedaría en mi cuerpo. La encontrarían.
– Tal vez. Ahora al menos está pensando, señor Cowart. -Volvió a reclinarse en el respaldo y señaló el cuchillo-: Demasiadas variables, en eso tiene razón. Demasiados aspectos que cubrir. Cualquier estudiante de criminología lo sabría. -Lo miró fijamente-. Pero sigo sin creer que vaya usted a escribir ese artículo.
– Lo escribiré -insistió Cowart en voz baja.
– ¿Sabe una cosa? ¿Sabe que hay otras maneras de arrancarle el corazón a alguien? No siempre hace falta usar un cuchillo de caza… -Estiró el brazo y agarró la hoja del cuchillo. La levantó y la giró una y otra vez haciendo que reflejara la mortecina luz que se colaba por la ventana-. No, señor. En absoluto. Quiero decir que usted quizá cree que ésta es la manera más fácil de arrancarle el corazón, cuando en realidad no lo es. -Sostuvo el cuchillo en alto-. ¿Quién vive en el 1215 de Wildflower Drive, señor Cowart?