– ¿Cree que soy tan rematadamente estúpido que, después de salir de la cárcel y si ésas fueran pruebas de algún crimen, sobre todo de un asesinato en primer grado, no las habría hecho desaparecer para siempre? ¿Qué cree, señor Cowart? ¿Cree que no he aprendido nada en el corredor de la muerte ni en todas esas clases de criminología? ¿Cree que soy un estúpido, señor Cowart?
– No. No creo que sea un estúpido. -Sus ojos seguían a los de Ferguson-. Y creo que ha aprendido mucho.
Hubo un breve silencio.
– ¿Cómo sabía Sullivan lo de la letrina?
Ferguson se encogió de hombros.
– Un día, antes de nuestro pequeño desencuentro, me contó que en una ocasión había estrangulado a una mujer con sus medias y que luego las había tirado por el retrete. Dijo que después de caer en la fosa séptica nadie podría encontrarlas. Me preguntó qué tenía yo en casa y le dije que esa vieja letrina donde solíamos tirar toda clase de cosas. Supongo que fue atando cabos y se inventó esa historia para usted, señor Cowart. Así que cuando usted investigó allí con la esperanza de encontrar algo, sin duda lo encontró. ¿No funcionan así las cosas? Cuando uno busca algo con la certeza de que va a encontrarlo, es muy probable que lo encuentre. Aunque no sea lo que realmente buscaba.
– Una explicación que le viene como anillo al dedo.
Ferguson se crispó por un momento, pero al punto se relajó.
– Lo siento, no se me ocurre otra mejor. Pero si presta atención se dará cuenta de que lleva la firma de Sullivan. Ese tipo era capaz de tergiversarlo todo con tal que el viento soplara a su favor, ¿no es así, señor Cowart?
– Ya.
Ferguson señaló la grabadora y la libreta de Cowart.
– ¿Ha venido aquí buscando material para un artículo?
– En efecto.
– Pero todo esto son noticias pasadas.
– Yo no estaría tan seguro.
– La vieja historia. La misma vieja historia de siempre. Ha estado hablando con el teniente Brown. Ese hombre no piensa abandonar nunca, ¿eh?
– No -contestó Cowart sonriendo-. Nunca.
– Maldito tipo -dijo Ferguson con rabia, pero agregó con una sonrisa-: Pero ahora ya no puede tocarme.
Cowart empezó a sentirse impotente. Intentó imaginar qué preguntas haría Tanny Brown, qué pregunta podría romper la coraza de inocencia que protegía a Ferguson. Por primera vez, comenzó a entender por qué Brown había dado vía libre a los puños de su colega para obtener aquella confesión.
– Cuando viaja para dar una charla a un grupo eclesiástico, o cuando va a un centro cívico, ¿pronuncia siempre el mismo discurso o para cada público lo cambia un poco?
– Lo voy variando, sí. Depende del público que tenga. Pero básicamente es siempre el mismo mensaje.
– ¿Y el núcleo central?
– Siempre el mismo.
– Cuénteme qué dice.
– Explico a esa gente cómo Jesús arrojó su luz sobre la oscuridad de mi celda en el corredor de la muerte, señor Cowart. Les cuento cómo la fe los mantendrá en pie en los momentos de mayor peligro; cómo hasta el peor pecador puede recibir el regalo de esa luz especial y encontrar consuelo en las palabras de Dios. Les digo que la verdad acaba saliendo siempre a la superficie y abriéndose paso entre los males como una gran espada reluciente que señala el camino hacia la libertad. Y ellos dicen amén, señor Cowart, porque es un mensaje que consuela el corazón y el alma, ¿no cree?
– Claro que sí. ¿Suele ir a la iglesia aquí, en Newark?
– No. Aquí soy un estudiante.
Cowart asintió.
– ¿Y cuántas veces ha pronunciado ese discurso?
– Ocho o nueve.
– ¿Tiene los nombres de las iglesias, los centros vecinales o lo que sean?
– ¿Es para un artículo?
– Deme los nombres.
Ferguson lo miró fijamente un instante y luego se encogió de hombros. Enumeró sin vacilar una breve lista de iglesias baptistas, pentecostales y unitarias, a las que añadió unos cuantos centros cívicos. Los nombres de las ciudades vinieron a continuación con la misma rapidez. Cowart se apresuró a anotarlos en su libreta. Ferguson terminó y esperó a que Cowart dijera algo. El periodista contó los nombres. Perrine figuraba en la lista.
– Sólo hay siete.
– A lo mejor me he dejado una o dos.
Cowart se levantó y se acercó a la estantería. Leyó los títulos de los libros con el mismo gesto que había hecho Shaeffer anteriormente.
– Debe de ser un experto, después de haber leído todo esto -comentó.
Ferguson observó al periodista.
– Lecturas obligatorias.
Cowart se volvió hacia él.
– Dawn Perry -dijo en voz baja. Se colocó tras el escritorio, como si eso pudiera proporcionarle protección en caso de que Ferguson le saltara al cuello.
– No me suena -respondió Ferguson.
– Niña pequeña. Negra. Tan sólo doce años. De regreso a casa del club de natación un día del pasado agosto, sólo un par de días después de que usted diera su charla allí.
– No logro ubicarla. ¿Debería conocerla?
– Eso creo. Perrine, Florida. Club de natación a unas tres o cuatro manzanas de la Primera Iglesia Baptista de Perrine.
– ¿Adonde quiere llegar, señor Cowart?
– A por qué la mató.
– ¿La niña ha muerto?
– Desaparecida.
– Yo no sé nada.
– ¿No? Usted estaba allí y ella desapareció.
– ¿Es eso una pregunta, señor Cowart?
– Cuénteme cómo lo hizo.
– Yo no hice nada a esa niña. -La voz de Ferguson se mantuvo fría y serena-. Nunca he hecho nada a ninguna niña.
– No me lo creo.
– Las creencias, señor Cowart, son libres. La gente se cree prácticamente cualquier cosa. Se cree que los ovnis visitan pequeños pueblos de Ohio y que Elvis ha sido visto en una estación de servicio comprando Twinkies. Se creen que la CIA envenena el agua y que Estados Unidos está dirigido por una organización secreta. Pero demostrar algo es mucho más difícil. -Miró al periodista-. Como un asesinato.
Cowart permaneció inmóvil, escuchando la voz de Ferguson, que iba envolviéndolo poco a poco.
– Se necesitan tres cosas: móvil, oportunidad y pruebas físicas. Algo científico e inequívoco para que un abogado pueda esgrimirlo en un tribunal y afirmar sin ningún género de dudas qué ocurrió, algo como una huella dactilar o una muestra de sangre. O a lo mejor hasta la nueva prueba del ADN, señor Cowart. ¿Ha oído hablar de eso? Yo sí. Hace falta un testigo y, si no lo hay, tal vez un cómplice que testifique. Y si uno no tiene nada de eso, más vale contar con una confesión. Las palabras del propio asesino, claras e irrefutables; pero todos nosotros sabemos eso, ¿no es así? Y hace falta tener todas estas cosas, todas las piezas del puzle bien colocadas porque, de otro modo, sólo son corazonadas y conjeturas. Y el hecho de que raptaran a una niña justo en las afueras de esa monstruosa ciudad, señor Cowart, y de que yo hubiera estado por casualidad allí dos días antes, bueno, eso no demuestra nada. ¿Cuántos asesinos cree que puede haber en Miami en un momento dado? ¿Cuántos hombres no dudarían en secuestrar a una niña que volviera a casa caminando, tal y como usted ha dicho? ¿Cree usted que la poli de allí no ha interrogado ya a todos los posibles sospechosos? Lo han hecho, no me cabe duda. Pero ¿sabe qué? Yo no figuro en la lista de nadie. Ya no. Porque soy un hombre inocente, señor Cowart. Usted ayudó a que me convirtiera en un hombre inocente. Y tengo la intención de seguir siéndolo.
– ¿Cuántas? -preguntó Cowart, casi en susurros-. ¿Seis? ¿Siete? ¿Cada vez que da una charla muere alguien?
Ferguson entornó los ojos, pero mantuvo la voz serena:
– Ése es el crimen del hombre blanco, señor Cowart. ¿No lo sabe?
– ¿Cómo?
– El crimen del hombre blanco. Vamos, piense en todos los asesinos sobre los que ha leído. Todos los Speck, los Bundy, los Corona, los Gacy, los Henley, los Lucas, y nuestro viejo amigo Blair Sullivan. Blancos. Jack el Destripador y Barba Azul. Blancos. Calígula y Vlad el Empalador. Blancos. Todos ellos son blancos. Si usted va a cualquier prisión le señalarán a Charlie Manson o a David Berkowitz y verá que son blancos, que es la clase de personas que se deja llevar por esos extraños impulsos. Eso no quiere decir que no haya alguna excepción que confirme la regla, ya sabe. Como Wayne Williams, en Atlanta; pero todavía existen muchas dudas sobre él, ¿no es así? Mire, si hasta emitieron una película por televisión en la que cuestionaban que él hubiera matado a todos aquellos niños. ¿Lo recuerda, señor Cowart? No; raptar a niñitas en la calle y dejarlas muertas en un lugar oscuro y olvidado no es propio de los hombres negros. Nosotros cometemos delitos de violencia. Estallidos repentinos e irrefrenables con cuchillos y pistolas y escándalo. Crímenes urbanos, señor Cowart, con testigos y escenas del crimen repletas de pruebas, de forma que cuando llega la poli para meternos entre rejas no quedan preguntas en el aire. Violar a las mujeres que salen a hacer footing y disparar contra los traficantes de crack rivales, y atacarnos unos a otros, ¿no es así? Las típicas cosas que obligan a la gente blanca a instalar grandes alarmas en sus casas residenciales y que nutren el sistema de justicia con su dosis diaria de negros; pero no cometemos asesinatos en serie. ¿Y sabe otra cosa, señor Cowart?