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– ¿Cuál es el décimo mandamiento de la calle, Matty?

Él había contestado:

– Por Dios, Vernon, no lo sé. Descansa un poco.

– El décimo mandamiento es: las cosas nunca son lo que parecen.

– Vernon, ¿qué coño significa eso?

– Significa que estoy perdiendo la cabeza. Llama a la enfermera, no a la vieja, a la tía buena. Dile que necesito una inyección; no importa de qué mientras me frote el culo un par de minutos antes de ponérmela.

Cowart recordó haber llamado a la joven enfermera y haber visto que Hawkins reía como un atolondrado mientras le ponían la inyección, hasta caer en un profundo sueño.

«He ganado, Vernon. Al final lo conseguí», le dijo mentalmente. Echó un vistazo al ejemplar de la primera edición que llevaba bajo el brazo. La fotografía y la crónica quedaban por encima del pliegue: «Galardonado con el Pulitzer el periodista que escribió sobre el corredor de la muerte.»

Se pasó casi toda la noche contemplando el techo, mientras la euforia jugueteaba con la duda, hasta que el entusiasmo del premio disipó todas sus preocupaciones y se quedó dormido, drogado con su dosis de éxito.

Dos semanas más tarde, mientras Matthew Cowart seguía en la cresta de la euforia, le llegó una segunda noticia: el gobernador había firmado la orden de ejecución de Blair Sullivan. Sería en la silla eléctrica la medianoche del séptimo día a contar desde el siguiente a la notificación.

Se barajó la posibilidad de que Sullivan evitara la silla si presentaba un recurso de amparo; de hecho, el gobernador mismo lo reconoció al firmar la orden. Pero no hubo ninguna reacción por parte del preso.

Pasó un día. Luego dos, tres y cuatro. Justo cuando Cowart se sentaba a su mesa de trabajo la mañana del quinto día desde la rúbrica de la orden de ejecución, sonó el teléfono.

Era el sargento Rogers, desde prisión.

– ¿Cowart? ¿Es usted, amigo?

– Sí, sargento. Esperaba su llamada.

– Bueno, se acerca el día, ¿no? -Era una pregunta que no requería respuesta.

– ¿Cómo está Sullivan?

– Amigo, ¿alguna vez ha ido a las vitrinas de los reptiles en el zoo? ¿Ha contemplado las serpientes? No se mueven demasiado, sólo los ojos, que lo captan todo. Pues así está Sully. Se supone que debemos vigilarlo, pero es él el que nos observa como a la espera de algo. Ésta no es como las anteriores ejecuciones que he visto.

– ¿Qué suele ocurrir?

– En general, el lugar se convierte en un hervidero de abogados, sacerdotes y manifestantes. Todo el mundo está comunicado, acuden corriendo a diferentes jueces y tribunales, se encuentran con fulano y mengano y hablan sobre esto y lo otro. Luego está el factor tiempo. Y otra cosa: cuando el estado se dispone a ajusticiar a alguien, el condenado nunca pasa por el trance en completa soledad. La familia, las almas caritativas y otras personas le hablan sobre Dios y justicia y demás, hasta que al pobre le estallan los oídos. Eso es lo normal. Pero esto no es normal. A Sully nadie viene a verlo. Está solo. Yo aún espero que estalle, tan ensimismado se le ve.

– ¿Apelará?

– Dice que no.

– ¿Usted qué cree?

– Es un hombre de palabra.

– ¿Y qué dicen los demás?

– Bueno, aquí todos coinciden en que se rendirá, tal vez en el último momento, y le pedirá a alguien que apele y se quedará a disfrutar de sus diez años de apelaciones. Las últimas apuestas son de diez contra cincuenta a que acabará yendo a la silla. Yo también aposté algún dinero a esa opción. En cualquier caso, eso es lo que cree el representante del gobernador. De todos modos, la hora se acerca. Lo cual está muy bien.

– Por Dios, sargento.

– Ya. Últimamente también oigo hablar mucho de él.

– ¿Cómo van los preparativos?

– Bueno, la silla funciona bien; la probamos esta misma mañana. Lo freirá en un santiamén, no lo dude. Por cierto, lo trasladarán a una celda incomunicada veinticuatro horas antes. Él pedirá el menú que quiera, como manda la tradición. No le rapamos la cabeza ni llevamos a cabo ningún otro preliminar hasta un par de horas antes. Mientras tanto, procuramos que todo sea lo más normal posible. Los otros tipos del corredor se inquietan mucho; no les gusta ver que un compañero se rinde, ¿sabe? Cuando Ferguson salió en libertad, a muchos les sirvió de inspiración, les dio esperanzas. Ahora Sully los tiene cabreados y nerviosos. No sé lo que pasará.

– Veo que esto le afecta bastante.

– Sin duda. No obstante, a mí sólo me corresponde una parte del trabajito.

– ¿Sully ha hablado con alguien?

– No. Por eso lo llamo.

– ¿Qué pasa?

– Quiere verlo. En persona. Tan pronto sea posible.

– ¿A mí?

– Exacto. Supongo que quiere compartir con usted esta pesadilla. Lo ha puesto en su lista de testigos.

– ¿Y eso qué es?

– ¿Usted qué cree? Los invitados del estado y de Blair Sullivan a la fiesta de despedida.

– ¿Quiere que presencie la ejecución?

– Exacto.

– Pero… no sé si…

– ¿Por qué no se lo pregunta usted mismo? Señor Cowart, comprenderá que no queda mucho tiempo. Estamos teniendo una bonita charla por teléfono, pero creo que debería estar llamando al aeropuerto para coger un avión que lo traiga aquí esta misma tarde.

– Está bien, está bien. Iré. Por el amor de Dios…

– Fue usted quien empezó esta historia, señor Cowart. Supongo que el viejo Sully sólo quiere que ahora escriba el último capítulo. No me sorprende, ¿sabe?

Cowart se limitó a colgar el auricular. Luego se asomó al despacho de Will Martin y le explicó brevemente aquella insólita cita.

– Ve -dijo el veterano periodista-. Márchate ahora mismo. Será una gran noticia. Venga, mueve el culo.

Cowart habló brevemente con el director adjunto, antes de correr a su apartamento para coger su cepillo de dientes y una muda de ropa. Tomó el primer vuelo de la tarde.

Era entrada la tarde, gris y lluviosa, cuando llegó a la prisión, conduciendo un coche de alquiler a toda velocidad. El compás del limpiaparabrisas le había hecho pisar el acelerador. El sargento Rogers lo esperaba en las oficinas de administración. Se dieron la mano como viejos compañeros de equipo.

– Ha hecho una buena marca -dijo el sargento.

– He conducido pensando en lo que significa cada minuto, cada segundo de vida.

– Ya -asintió Rogers-. No hay nada como tener marcados el día y la hora de la muerte para dar importancia a los pequeños momentos.

– Es aterrador.

– Lo es. Como le dije, señor Cowart, el corredor de la muerte te da una perspectiva diferente de la vida.

– No he visto manifestantes ahí fuera.

– De momento no han aparecido. Hay que odiar de verdad la pena de muerte para querer empaparse bajo la lluvia por el viejo Sully. Espero que lleguen dentro de un par de días. Se supone que el tiempo mejorará esta noche.

– ¿Alguien más ha venido a verlo?

– Hay abogados blandiendo apelaciones ya redactadas… pero él sólo lo ha citado a usted. También han venido algunos detectives; esos dos de Pachoula estuvieron aquí ayer, pero no quiso hablar con ellos. También vinieron un par de agentes del FBI y unos tipos de Orlando y Gainesville. Pretendían aclarar un puñado de asesinatos aún sin resolver, pero Sully tampoco los recibió. Sólo quiere verle a usted. A lo mejor se lo cuenta todo; si lo hiciera, ayudaría a más de uno. Eso es lo que hizo el viejo Ted Bundy antes de sentarse en la silla. Aclaró un montón de misterios que atormentaban a algunas personas. No sé si le sirvió de mucho cuando se fue al otro barrio, pero ¿quién sabe?

– Vamos.

– De acuerdo.

Rogers examinó por encima la libreta y el maletín de Matthew Cowart antes de conducirlo por puertas y detectores de metales hasta las entrañas de la prisión.

Sullivan esperaba en su celda. El sargento colocó una silla fuera e indicó a Cowart que tomara asiento.

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