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El hombretón tomó a su esposa de la mano y, dejando la segadora y a Matthew Cowart en el patio delantero, regresaron a la casa.

Cuando habló con Ferguson, se vio abrumado por la euforia que rezumaba. Hacía pensar que estaban muy cerca, no que hablaban por teléfono separados por cientos de kilómetros.

– No sabe cuánto se lo agradezco, señor Cowart. Esto no habría ocurrido sin su ayuda.

– Sí que habría ocurrido, tarde o temprano.

– No, señor. Usted fue quien movió todos los hilos. De no haber sido por usted, seguiría en el corredor.

– ¿Qué va a hacer ahora?

– Tengo planes. Pienso hacer algo con mi vida. Acabar la universidad, tener una profesión. Sí, lo conseguiré. -Hizo una pausa y luego añadió-: Ahora soy libre para hacer lo que quiera.

La frase le sonaba de algo, pero Cowart no supo precisarlo.

– ¿Cómo van las clases? -preguntó.

– He aprendido mucho. -Rió lacónicamente-. Tengo la impresión de que sé mucho más que antes. Sí, ahora todo es diferente. Me ha servido de algo.

– ¿Va a quedarse en Newark?

– No estoy seguro. Este lugar es incluso más frío de como lo recordaba. Creo que debería regresar al Sur.

– ¿A Pachoula?

Ferguson vaciló un momento.

– Lo dudo. Mi presencia en ese lugar no fue grata después de salir del corredor. La gente se quedaba mirándome, cuchicheando a mis espaldas. Muchos me señalaban con el dedo. No podía ir a la tienda sin ver un coche patrulla al salir. Era como si me vigilaran, a la espera de que diese un paso en falso. Llevaba a mi abuela a la misa del domingo y las cabezas se volvían nada más entrar por la puerta. Intenté conseguir un trabajo, pero en cada lugar al que iba acababan de ocupar el puesto vacante un par de minutos antes, tanto si el encargado era negro como si era blanco. Todos me miraban como si fuese una especie de demonio suelto. Pero Florida es grande, señor Cowart. De hecho, el otro día una iglesia de Ocala me pidió que fuese a hablarles de mis experiencias. Y no es la primera vez que me pasa. Hay muchos lugares en los que no me consideran un perro rabioso. A lo mejor Pachoula es la única excepción. Y eso no cambiará mientras Tanny Brown siga allí.

– ¿Tendré noticias suyas?

– Claro -respondió Ferguson.

A finales de enero, casi un año después de haber recibido la carta de Ferguson, Matthew Cowart obtuvo un premio de la Asociación de Prensa de Florida por sus artículos. Y a éste siguió un premio de la Escuela de Periodismo Penney-Misuri y otro Ernie Pyle de Scripps-Howard.

Al mismo tiempo, el Tribunal Supremo de Florida ratificó la condena y sentencia de Blair Sullivan, de quien Cowart recibió otra llamada a cobro revertido.

– ¿Cowart? ¿Está usted ahí?

– Estoy aquí.

– ¿Se ha enterado del fallo del tribunal?

– Sí. ¿Qué piensa hacer ahora? Tiene que hablar con un abogado. ¿Por qué no llama a Roy Black?

– ¿Le parece que soy un hombre sin recursos? -Se echó a reír-. ¿Un pobre pirado? Es broma. ¿Qué le hace pensar que no cumpliré con mi palabra?

– No sé. Tal vez ahora crea que vale la pena vivir.

– Su vida no es la mía.

– Ya -admitió el periodista.

– Y su futuro tampoco es el mío. Quizá piense que no tengo mucho futuro, pero se sorprenderá.

– Eso espero.

– ¿Sabe una cosa, Cowart? Lo más gracioso es que me lo estoy pasando muy bien.

– Me alegro.

– ¿Y quiere que le diga otra cosa? Pues que volveremos a hablar. Cuando se acerque la hora.

– ¿Le han dado ya una fecha?

– No. No entiendo por qué tarda tanto el gobernador.

– ¿En verdad quiere morir, Sullivan?

– Tengo planes, Cowart. Grandes planes. La muerte es sólo una pequeña parte de ellos. Volveré a llamar.

Sullivan colgó y Cowart reprimió un escalofrío. Pensó que era como hablar con un cadáver.

El 1 de abril, Matthew Cowart recibió el Premio Pulitzer por su destacada cobertura de las noticias locales.

En los viejos tiempos en que los teletipos repiqueteaban en un incesante torrente de palabras, los periodistas se congregaban ritualmente el día de la entrega de los premios, esperando a que los teletipos trajeran los nombres de los ganadores. La Associated Press y la United Press International solían competir por ver cuál de las dos lograba transmitir con más rapidez los nombres de los ganadores. Los viejos teletipos estaban equipados con campanillas que sonaban cuando llegaba una gran noticia, de manera que se producía un repique casi religioso cuando se daban los nombres de los ganadores. Tenía un halo de romanticismo observar cómo aquel aparato anunciaba los nombres laureados mientras redactores y periodistas despotricaban o aplaudían. Luego todo esto fue desplazado por la transmisión instantánea a través de líneas informáticas. Ahora los nombres aparecían en las ubicuas pantallas que salpicaban la moderna sala de redacción. Sin embargo, los aplausos y los gruñidos eran los mismos.

Aquella tarde, Cowart había asistido a un congreso sobre gestión de recursos hidráulicos. Cuando entró en la redacción, toda la plantilla se levantó para aplaudirlo.

Un fotógrafo le sacó una instantánea mientras le entregaban un vaso con champán y lo empujaban hacia un ordenador para que él mismo leyera las palabras que había en pantalla. Eran las felicitaciones del director ejecutivo y el redactor jefe. Will Maftin dijo:

– Yo ya lo sabía.

Recibió una avalancha de llamadas de enhorabuena. También lo llamó Roy Black, así como Ferguson, con quien habló sólo un momento. Y Tanny Brown telefoneó para decirle enigmáticamente: «Bueno, me alegra que alguien se haya beneficiado de todo esto.» Su ex mujer también llamó, llorosa de dicha: «Sabía que lo lograrías», dijo. De fondo, Cowart oyó el llanto de un bebé. Su hija chillaba de contenta cuando se puso al teléfono, sin entender del todo lo que había ocurrido aunque entusiasmada de todos modos. Lo entrevistaron en tres canales de televisión local y recibió la llamada de un agente literario, que le propuso que escribiese un libro. El productor que había comprado los derechos de la biografía de Ferguson también llamó.

– ¿Señor Cowart? Soy Jeffrey Maynard. Trabajo para la productora Instacom. Estamos deseando rodar una película basada en todo el trabajo que usted ha hecho. -Su voz sonaba nerviosa y entrecortada, como si cada segundo que pasara estuviera lleno de oportunidades desaprovechadas y dinero perdido.

Cowart respondió lentamente:

– Lo siento, señor Maynard, pero…

– No me falle, señor Cowart. ¿Qué tal si cojo un vuelo a Miami y hablamos? O, mejor aún, venga usted. Nosotros le pagamos el billete, claro.

– No creo que pueda…

– Déjeme decirle una cosa, señor Cowart: hemos hablado con casi todos los jerifaltes, y estamos muy interesados en adquirir los derechos mundiales de su historia. Hablamos de una considerable suma de dinero, y tal vez de la oportunidad que estaba esperando para dejar el periodismo.

– Yo no quiero dejar el periodismo.

– Pensaba que todos los periodistas querían dedicarse a otra cosa.

– Pues ya ve que no es así.

– Vale, pero me gustaría que nos viésemos.

– Lo pensaré, señor Maynard.

– ¿Me llamará?

– Por supuesto.

Cowart colgó sin ninguna intención de llamarlo. Regresó al entusiasmo que invadía la redacción, para beber champán de un vaso de plástico y disfrutar de las felicitaciones que recibía; el peso de las palmaditas en la espalda y las exclamaciones de júbilo anestesiaban la confusión y los interrogantes.

Pero aquella misma noche, de regreso a casa, se sintió solo.

Entró en su apartamento y pensó en Vernon Hawkins, su amigo detective, que había vivido en soledad con sus recuerdos y su tos perruna. Intentó imaginarse a su amigo felicitándolo, y se dijo que Hawkins habría sido el primero en llamarlo, el primero en descorchar una botella de champán de las caras. Pero la imagen no acudía a su mente. Sólo lograba recordar al agonizante detective acostado en una cama del hospital, farfullando en medio de aquella neblina de oxígeno y medicamentos:

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