– Tengo que volver a Starke -dijo-. Tal vez entonces pueda ayudarles.
Shaeffer asintió.
– Creo que uno de nosotros debería ir con usted. O quizá los dos.
– Él no hablará con ustedes -dijo Cowart.
– ¿Ah, no? ¿Y por qué?
– No le gustan los policías. -Pero Cowart sabía que aquello era sólo una excusa.
El día había alcanzado su cénit y, para cuando Cowart llegó a la prisión, avanzaba hacia la tarde. Lo habían retenido en la casa de Tarpon Drive hasta el anochecer, momento en que los detectives habían terminado su trabajo. Había regresado a la redacción del Journal a toda prisa, para convertir lo que era un sinfín de detalles en noticia de periódico, una apresurada recopilación teñida de sensacionalismo, con la impresión de que el tiempo se le echaba encima. Los detectives no habían podido coger el último vuelo; se habían alojado en un motel y por la mañana volaron rumbo al Norte, donde alquilaron un coche con el que le pisaron los talones a Cowart.
Delante de la prisión las cosas habían cambiado mucho. Había más de una docena de furgonetas de televisión en el aparcamiento, con sus respectivos distintivos estampados en los laterales: «En directo», «Noticias en acción» y similares. La mayoría disponía de equipos portátiles para emitir en directo vía satélite. Había cámaras hablando, compartiendo anécdotas o trabajando en su equipo como soldados que se preparan para la batalla. También merodeaban por allí numerosos periodistas y fotógrafos. Tal como estaba previsto, la carretera estaba atestada de manifestantes de ambos bandos, que silbaban, tocaban el claxon y se lanzaban gritos de imprecación.
Cowart aparcó e intentó ir discretamente hacia el acceso a la prisión, pero lo descubrieron casi de inmediato y no tardó en verse rodeado de cámaras. Por su parte, los dos detectives se abrían paso en la misma dirección y lograron rodear la multitud que se agrupaba en torno a Cowart.
El periodista alzó la mano.
– Ahora no. Por favor, ahora no.
– ¡Eh, Matt! -lo llamó un periodista de televisión al que conocía de Miami-. ¿Vas a ver a Blair Sullivan? ¿Va a explicarte qué diablos pasa aquí?
Los focos de la cámara se mezclaron con la intensa luz del sol. Cowart intentó protegerse los ojos.
– Todavía no lo sé, Tom. Déjame averiguarlo.
– ¿Hay algún sospechoso? -insistió el periodista.
– No lo sé.
– ¿Sullivan se saldrá con la suya?
– De verdad que no lo sé.
– ¿Qué te ha dicho?
– Nada. De momento, nada.
– ¿Cuando hable con él nos lo contará? -gritó otra voz.
– Claro -mintió, y se inventó una excusa para salir del paso. Le costó abrirse camino entre la multitud para llegar hasta la puerta principal, donde el sargento Rogers lo esperaba.
– ¡Eh, Matty! -lo llamó el periodista de televisión-. ¿Te has enterado de lo del gobernador?
– ¿De qué, Tom? No sé nada.
– Acaba de ofrecer una rueda de prensa para decir que no suspenderá la sentencia, salvo que Sullivan presente una apelación.
Cowart asintió con la cabeza y llegó a la entrada de la prisión, al amparo del ancho brazo del sargento Rogers. Los dos detectives habían entrado antes y ya se hallaban lejos de los focos rastreadores de las cámaras.
Cuando Cowart entraba, Rogers le susurró una canción de Kenney Rogers al oído.
– «Tienes que saber cuándo aguantar, cuándo doblar y cuándo retirarte…»
– Gracias -le espetó Cowart con sarcasmo.
– Las cosas se están poniendo interesantes -dijo el sargento.
– Puede que para usted -replicó Cowart entre dientes-. Para mí se pone cada vez más difícil.
Rogers rió y se volvió hacía los dos detectives.
– Ustedes deben de ser Weiss y Shaeffer. -Se dieron la mano-. Pueden esperar en esa sala de ahí.
– ¿Esperar? -repitió Weiss con acritud-. Hemos venido a ver a Sullivan. Ahora.
– Él no quiere verlos.
– Pero, sargento -repuso Andrea Shaeffer-, investigamos un caso de asesinato.
– Lo sé -respondió Rogers.
– Mire, ¡maldita sea!, queremos ver a Sullivan, ya -se impacientó Weiss.
– Aquí no trabajamos así, detective. Ese hombre tiene una orden del gobernador… -Echó un vistazo a un reloj de pared, meneando la cabeza-. Le quedan nueve horas y cuarenta y dos minutos de vida. Y, ¡joder!, si él no quiere ver a alguien, no lo voy a obligar. ¿Me explico?
– Pero…
– No hay peros que valgan.
– Pero con Cowart sí va a hablar, ¿no? -preguntó Shaeffer.
– Así es. Perdone, señorita, pero yo no pretendo entender lo que le pasa por la cabeza al señor Sullivan. Y si tiene alguna queja o cree que va a cambiar de parecer, vaya a hablar con el gobernador. A lo mejor le concede más tiempo. Nosotros tenemos que trabajar con lo que tenemos, que es el señor Cowart, su libreta y su grabadora. Nada más.
La mujer asintió y se volvió hacia su colega.
– Llama al despacho del gobernador. A ver qué dicen de todo esto. -Se giró hacia Cowart-: Señor Cowart, ya sé que tiene que hacer su trabajo, pero ¿le preguntará si quiere hablar con nosotros?
– Puedo probar -respondió Cowart.
– Probablemente se haga usted una idea de lo que yo le preguntaría. Intente grabarlo. -Abrió un maletín y le dio unos casetes-. Me quedaré aquí plantada hasta que usted vuelva.
El periodista asintió.
La detective miró al sargento y preguntó, sonriendo:
– ¿Siempre es usted así de raro?
Rogers le devolvió la sonrisa.
– No siempre, señora. -Volvió a mirar el reloj-. Podríamos hablar largo y tendido, pero el tiempo va pasando.
Cowart hizo señas hacia el vestíbulo y siguió al sargento hacia el interior de la prisión. Los dos hombres atravesaron un corredor a paso ligero. El sargento iba sacudiendo la cabeza.
– ¿Qué ocurre?
– Es que no me gusta tanto desorden -contestó Rogers-. Las cosas deberían estar atadas y bien atadas antes de una ejecución. No me gustan los cabos sueltos, no señor.
– Le entiendo. ¿Adónde vamos?
El sargento lo conducía a un ala diferente de las que ya conocía.
– Sully está incomunicado en una celda contigua a la de la silla. Y muy cerca de una sala con teléfonos y todo lo demás, así que si hay prórroga lo sabremos al momento.
– ¿Cómo está?
– Compruébelo usted mismo. -Señaló una celda apartada.
Había una silla delante de los barrotes. Cowart se acercó solo y vio que Sullivan estaba tumbado en una litera de acero, viendo la televisión. Le habían afeitado la cabeza, de suerte que parecía una máscara de la muerte. Lo rodeaban pequeñas cajas de cartón rebosantes de ropa, libros y documentos: las posesiones de su antigua celda. El preso se volvió repentinamente en la cama, hizo un gesto en dirección a la silla y dejó los pies colgando de la litera, estirándose como si estuviera cansado. En la mano sostenía una Biblia.
– Vaya, vaya, Cowart. Por lo que veo, ha hecho tiempo para unirse a mi fiesta.
Encendió un cigarrillo y tosió.
– Señor Sullivan, hay dos detectives del condado de Monroe que quieren verlo.
– Que los jodan.
– Quieren interrogarlo sobre las muertes de su madre y su padre adoptivos.
– Conque es eso, ¿eh? Pues que los jodan.
– Quieren que yo le pida que acceda a hablar con ellos.
Sullivan soltó una carcajada.
– Vaya, vaya. Pues que los jodan de nuevo. -Se levantó bruscamente y miró alrededor; luego se acercó a los barrotes y se aferró a ellos, dejando la cara aprisionada-. ¡Eh! -gritó-. ¿Qué coño de hora es? Necesito saberlo, ¿qué hora es? ¡Eh! ¡Vosotros! ¡Eh!
– Hay tiempo -dijo Cowart despacio.
Sullivan retrocedió, desviando la mirada hacia Cowart.
– Claro. -Se estremeció, cerró los ojos y respiró hondo-. ¿Sabe una cosa, Cowart? Uno llega a notar cómo los músculos del pecho se van contrayendo más y más a cada minuto que pasa.
– Podría pedir un abogado.
– Al cuerno con los abogados. Uno tiene que jugar la mano que le ha tocado.