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– No, eso es verdad. El viejo Sur, pobre y sucio. Caluroso en verano y frío en invierno. Estufas de leña, tuberías exteriores y pies descalzos que patean el polvo. No todo ha cambiado, y ésa es la clase de lugar que existe para recordarnos lo mucho que nos queda por hacer.

– Las gasolineras son una cosa -dijo Cowart-, pero ¿qué hay de la actitud?

Brown soltó una carcajada.

– Eso cambia más lentamente. Todo el mundo aplaude cuando el hijo del profesor pasa el balón y el hijo del mecánico lo recibe y marca un tanto. Ahora bien, si uno de esos muchachos quisiera salir con la hermana del otro, en fin, me parece que los aplausos cesarían de inmediato. Pero bueno, usted ya estará al tanto de todo esto en su trabajo, ¿no?

El periodista asintió, sin saber si le tomaba el pelo, lo insultaba o le hacía un cumplido. Pasaron ante una parcela amplia en la que se construían viviendas. Una excavadora amarilla trabajaba en un prado verde, dejando una cicatriz de tierra rojiza; sus chirridos resonaban al escarbar. No lejos de allí, un grupo de operarios con cascos y camisas empapadas en sudor apilaba madera y bloques de hormigón ligero. Ambos hombres permanecieron en silencio hasta que dejaron atrás la obra. Luego Cowart preguntó:

– Por cierto, ¿dónde está Wilcox hoy?

– ¿Bruce? Bueno, tuvimos un par de muertes en accidente de tráfico la pasada madrugada. Lo envié para que hiciera el atestado de la autopsia. Eso nos enseña a respetar los cinturones de seguridad y a no conducir borrachos, y lo que ocurre cuando a los operarios como los que acabamos de pasar se les paga el jueves.

– ¿Necesita lecciones como ésa?

– Todos las necesitamos. Forma parte del trabajo.

– ¿Como su genio?

– Eso es algo que tendrá que aprender a controlar. A pesar de todo, es un observador muy prudente y astuto. Le sorprendería lo bueno que es con las pruebas y las personas. No suele perder los estribos de esa manera.

– Debería haberse controlado con Ferguson.

– Creo que no acaba de entender lo desquiciados que estábamos todos.

– Eso no viene al caso, y usted lo sabe.

– No, ése es precisamente el caso. Pero usted no quiere escucharme.

La advertencia acalló a Cowart. Sin embargo, al cabo dijo:

– ¿Sabe lo que sucederá cuando escriba que su amigo golpeó a Ferguson?

– Sé lo que usted cree que sucederá.

– Que habrá un nuevo juicio.

– Tal vez.

– Diría que usted sabe algo y me lo oculta.

– No, señor Cowart, lo que sé es cómo funciona el sistema.

– Bueno, el sistema dice que no se puede obtener la confesión de un acusado a mamporros.

– ¿Y eso hicimos nosotros? Recuerdo haberle dicho que Wilcox sólo lo abofeteó un par de veces. Con la mano abierta. No es más que una manera de captar la atención. ¿Le parece que obtener la confesión de un asesino es como servir un té con maneras agradables y correctas? ¡No me joda, Cowart! Y necesitamos casi veinticuatro horas para que confesara. ¿Dónde están la causa y el efecto?

– Ésa no es la versión de Ferguson.

– Supongo que dice que no dejamos de torturarlo.

– Exacto.

– Que no le dimos comida ni bebida, que no lo dejamos dormir, que lo sometimos a un maltrato constante, además de privarlo de sus derechos e intimidarlo. Es el viejo cuento, y por lo visto obtiene resultados satisfactorios. Se viene usando desde la Edad de Piedra. ¿Es eso lo que él alega?

– Más o menos. ¿Lo niega usted?

Brown sonrió y asintió.

– Por supuesto. No ocurrió de esa manera. De haber sido así, le habríamos sacado una rápida confesión a ese negro hijoputa. Habríamos averiguado cómo cameló a Joanie para que subiera al coche, dónde escondió su ropa y ese pedazo de alfombrilla y toda la mierda que no nos dijo.

Cowart volvió a sentir un ramalazo de indecisión. Lo que decía el policía era cierto.

– Ahí lo tiene, eso le ayudará a escribir su artículo, ¿no? -añadió Brown-. Un desmentido oficial.

– Ya.

– Pero no le hará desistir, ¿verdad?

– No.

– Ya. Supongo que a usted le compensa más creerle a él.

– Yo no he dicho eso.

– ¿Ah no? ¿Y qué hace que su versión sea más convincente que la mía, si puede saberse?

– Tampoco he dicho eso.

– Y una mierda. -Brown se volvió en su asiento y lo fulminó con la mirada-. No me venga con la típica excusa de periodista. El discursito del «¡Eh!, yo me limito a publicar las versiones y dejar que los lectores decidan a quién creer», ¿no?

Cowart, inquieto, asintió con la cabeza. El detective también asintió y desvió la mirada hacia la ventanilla.

Cowart se sumió en el mutismo mientras seguía conduciendo despacio carretera abajo. Vio que dejaban atrás la intersección descrita por Sullivan. Escudriñó la calzada, buscando el grupo de sauces.

– ¿Qué busca? -preguntó Brown.

– Sauces y una alcantarilla que pasa por debajo de la carretera.

El detective frunció el entrecejo y se tomó un segundo antes de responder.

– Carretera abajo. Vaya más despacio, se lo enseñaré.

Señaló adelante y Cowart vio los árboles y un pequeño espacio de tierra donde podía parar. Aparcó y bajó.

– Vale -dijo el detective-, aquí están los sauces. ¿Y ahora qué buscamos?

– No estoy seguro.

– Señor Cowart, a lo mejor si fuera usted un poco más comunicativo…

– Me dijeron que buscara bajo la alcantarilla.

– ¿Quién le dijo eso? ¿Y buscar qué?

El periodista meneó la cabeza.

– Primero echemos un vistazo.

El detective resopló, pero lo siguió.

Cowart se acercó al arcén y vio el borde oxidado de la tubería gris que sobresalía de una maraña de broza, roca y musgo. Estaba rodeado del inevitable surtido de desperdicios: latas de cerveza, botellas de plástico, envoltorios irreconocibles, una vieja playera de empeine blanco, y un fétido paquete de pollo frito a medio consumir. Un reguero de agua turbia salía del fondo del cilindro de metal. Cowart vaciló, luego bajó hasta la húmeda y espinosa maleza. Los arbustos se le enganchaban en la ropa y notó lodo bajo los pies. El detective lo siguió sin titubear, sin importarle estropearse el traje.

– Dígame -inquirió el periodista-, ¿esto siempre está así, o…?

– No. Cuando llueve mucho toda esta zona se inunda y se convierte en un pantano de lodo e inmundicia. Tarda un par de días en volver a secarse. Y así una y otra vez.

Cowart se puso los guantes.

– Sujéteme la linterna -dijo.

Se arrodilló con cuidado y, con el detective manteniendo el equilibrio a su espalda y enfocando con la linterna la boca de la alcantarilla, empezó a raspar tierra compacta y roca.

– Señor Cowart, ¿qué está haciendo?

El periodista no respondió, sólo continuó sacando porquería y amontonándola a su espalda.

– Tal vez si me dijera…

Cowart alcanzó a ver algo en el haz de luz. Escarbó con más ímpetu. El detective se percató de que había descubierto algo e intentó echar un vistazo desde arriba. Cowart apartó las hojas mojadas y el barro con las manos, distinguió un mango y lo agarró. Tiró con fuerza. Por un instante ofreció resistencia, como si la tierra no se fuera a rendir sin luchar; luego cedió. Cowart se puso en pie bruscamente, volviéndose hacia Brown para enseñarle lo que había cogido.

– Un cuchillo -dijo lentamente.

El detective se quedó mirando el arma, perplejo.

– Un arma homicida, supongo.

La hoja de diez centímetros y el mango tenían una costra de tierra y óxido. Estaba ennegrecido por el tiempo y los elementos, y por un momento Cowart temió que el arma se desintegrase en sus manos.

Brown miró con dureza al periodista, sacó un pañuelo del bolsillo y cogió el cuchillo por la punta, envolviéndolo con cuidado.

– Yo lo cojo -dijo, y lo metió en el bolsillo de la chaqueta-. No ha quedado gran cosa -añadió-. Lo llevaremos al laboratorio, pero yo no me haría demasiadas ilusiones. -Contempló fijamente la alcantarilla, y luego el cielo-. Retroceda -murmuró-. No toque nada más. Puede que haya algo de valor forense. -Clavó una larga y fría mirada en Cowart-. Si este lugar guarda relación con un crimen, quiero que esté intacto.

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