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– Ya sabe con qué guarda relación.

Brown retrocedió sacudiendo la cabeza.

– Hijo de puta -dijo en voz baja, y gateó por la pendiente de regreso al coche. Se quedó plantado un instante en la carretera, con el puño apretado y expresión ceñuda. De repente y con una celeridad que pulverizó la quietud de la mañana, dio una patada a la puerta abierta del coche. El ruido retumbó entre el calor y la luz del sol, para desvanecerse poco a poco como un lejano disparo.

Cowart estaba sentado a solas en el despacho del policía, esperando. Desde la ventana contemplaba cómo la noche iba cubriendo la ciudad, una ola de penumbra que parecía afanarse por salir de los rincones oscuros y de debajo de los árboles umbríos para apoderarse de la atmósfera. Oscureció con una rapidez invernal; nada que ver con el lento amanecer de los días estivales.

Aquel día lo había pasado con los nervios a flor de piel. Había visto cómo un grupo de analistas peinaban cuidadosamente la alcantarilla en busca de más pruebas. Había visto cómo etiquetaban e introducían en unas bolsas escombros, muestras de tierra y parte de la irreconocible basura. Sabía que no encontrarían nada, pero presenció la búsqueda con paciencia.

A última hora de la tarde, el teniente y él habían vuelto en coche a la jefatura, y allí el detective lo había dejado en su despacho, a la espera de los resultados del examen del laboratorio con relación al cuchillo. Los dos hombres habían compartido poco más que silencio.

En el despacho, Cowart contempló una fotografía enmarcada del detective y su familia, que posaban a la entrada de una iglesia enjalbegada. Una esposa y dos hijas, una de ellas toda trenzas y aparato de ortodoncia con un gesto de aburrimiento que traspasaba incluso su ropa de domingo; la otra, una adolescente descarada de piel suave y figura aprisionada en el blanco almidonado de su blusa. El detective y su esposa sonreían con calma a la cámara, procurando aparentar naturalidad.

De repente, Cowart sintió una punzada de remordimiento. Después de lo del divorcio, él se había deshecho de todas las fotografías en las que posaba con su esposa y su hija. Ahora se preguntó por qué.

Recorrió con la mirada los demás adornos que colgaban de la pared. Una serie de placas lo reconocían como ganador del concurso anual de tiro del condado, una mención enmarcada del ayuntamiento daba fe de su valentía en una delicada misión, una medalla enmarcada, una Estrella de Bronce junto con otra mención y una fotografía de un Tanny Brown uniformado, más joven y mucho más delgado, en el sureste asiático.

La puerta se abrió a sus espaldas y Cowart se volvió. El detective entró impasible, con el rostro inexpresivo.

– ¿Cómo consiguió la medalla? -preguntó Cowart.

– ¿Qué?

El periodista señaló la pared.

– Ah, eso. Estaba en la sección médica. El pelotón cayó en una emboscada y cuatro hombres estaban heridos en un arrozal. Yo salí a recogerlos, uno por uno. Nada del otro mundo, pero aquel día nos acompañaba un periodista del Washington Post. Mi teniente creía que por culpa suya, del teniente, el pelotón había caído en una emboscada, y pensó que más le valía hacer algo en compensación. Así que se aseguró de que yo recibiera una medalla. Era una manera de borrar la mala impresión que le iba a quedar a aquel periodista después de pasarse cuatro horas en pleno tiroteo con la cara hundida en un pantano plagado de sanguijuelas. ¿Fue usted a Vietnam?

– No. Mi número en el sorteo era el veintitrés. Nunca salió.

El detective asintió y le indicó que tomara asiento, mientras él se dejaba caer en su silla, al otro lado de la mesa.

– Nada -suspiró.

– ¿No hay huellas dactilares? ¿Sangre? ¿Algo?

– Todavía no. Enviaremos el cuchillo al laboratorio del FBI y a ver qué pueden hacer ellos. Tienen mejor equipo.

– Pero ¿no hay nada?

– Bueno, el forense dice que el filo tiene las dimensiones del que causó las cuchilladas. La herida más profunda daba la misma medida que el filo del cuchillo. Eso ya es algo.

Cowart sacó su libreta y empezó a tomar notas.

– ¿Puede averiguar de dónde procede el cuchillo?

– Es el típico cuchillo barato comprado en alguna tienda de artículos de caza. Lo intentaremos, pero no tiene ningún número de serie que lo identifique ni marca del fabricante. -Vaciló y miró a Cowart con dureza-. Bien, dígamelo.

– ¿Qué?

– Déjese de jueguecitos. ¿Quién le habló del cuchillo? ¿Es con el que mataron a Joanie Shriver? Conteste. -Cowart titubeó-. ¿Me va a obligar a que le lea sus derechos, o qué?

– Le diré una cosa: Ferguson no me dijo dónde buscar el cuchillo.

– ¿Me está diciendo que alguien le dijo dónde encontrar el arma que podría haber causado la muerte a Joanie Shriver?

– Eso es.

– ¿Le importaría compartir esta información?

Cowart levantó la vista de sus garabatos.

– Antes dígame una cosa, teniente. Si yo le cuento lo que sé sobre ese cuchillo, ¿reabrirá el caso? ¿Está dispuesto a ir al fiscal del estado? ¿Ponerse en pie ante el juez y declarar que es necesario volver a abrir el caso?

Brown hizo una mueca.

– No puedo hacer una promesa de ese tipo a ciegas. Vamos, Cowart, suéltelo.

El periodista negó con la cabeza.

– Es que no sé si puedo fiarme de usted, teniente. Lo siento.

Tanny Brown pareció enfurecerse.

– Pensaba que entendería una cosa -dijo casi siseando.

– ¿Qué cosa?

– Que en esta ciudad el caso de Joanie Shriver permanecerá abierto hasta que su asesino pague por lo que hizo.

– Ésa es la cuestión, ¿no? ¿Quién paga por ello?

– Todos lo estamos pagando. A todas horas. -Dio un puñetazo en la mesa. El estruendo retumbó en el pequeño despacho-. Si tiene algo que decir, ¡dígalo ahora!

Cowart reflexionó un momento y al final respondió:

– Blair Sullivan fue quien me dijo dónde encontrar el cuchillo.

Aquel nombre surtió el efecto esperado. Primero Brown pareció sorprendido, luego frustrado; como un bateador que esperara una bola rápida y viese cómo por el efecto se le cuela por la esquina de la base.

– ¿Sullivan? ¿Qué tiene que ver ese cabrón con todo esto?

– Usted debería saberlo. Pasó por Pachoula en mayo de 1987, y en su camino dejó un rosario de cadáveres.

– Lo sé, pero…

– Y él sabía dónde estaba el cuchillo.

Brown se quedó mirándolo fijamente.

– ¿Sullivan admitió haber asesinado a Joanie Shriver? -preguntó incrédulo.

– No, no lo admitió.

– ¿Le dijo que Ferguson no mató a esa niña?

– No exactamente, pero…

– ¿Dijo algo que desmienta expresamente su culpabilidad?

– Sabía lo del cuchillo.

– Sabía que había un cuchillo -precisó Brown-. Pero no si se trata de aquel cuchillo; sin un informe forense, no es más que un trozo de metal oxidado. Vamos, Cowart, usted sabe que Sullivan está como una cabra. ¿Le proporcionó algo que se pudiera considerar, aunque fuera remotamente, una prueba? -Entornó los ojos.

Cowart vio cómo procesaba rápidamente la información, especulando, asimilando, descartando, y entonces pensó: «Demasiado complicado para él. No querrá ni plantearse la posibilidad de haber incurrido en un error. Tiene a su asesino, y con eso se da por satisfecho.» Así pues, dijo:

– Nada.

– Entonces eso no basta para reabrir una investigación que ha resultado en condena.

– Muy bien. Prepárese para leerlo en el periódico. Ya veremos si con eso no basta.

El policía lo fulminó con la mirada y señaló la puerta.

– Váyase, señor Cowart. Váyase ahora mismo. Métase en su coche de alquiler y vuelva al motel. Haga las maletas. Diríjase al aeropuerto, tome un avión y regrese a su ciudad. Y no vuelva por aquí, ¿entendido?

Cowart se irritó.

– ¿Me está amenazando?

El detective negó con la cabeza.

– No; le estoy dando un consejo.

– ¿Y?

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