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– Bueno, la respuesta es bastante sencilla: volvía a casa y digamos que me entretuve por el camino. Más bien me distraje. No hice el viaje de un tirón. ¿Entiende?

– No exactamente.

El condenado sonrió y puso los ojos en blanco.

– Misterios de la vida, ¿no?

– Si usted lo dice.

– Eso es. Lo digo yo. Claro que a usted le interesa más otro pequeño misterio, ¿verdad, Cowart? No le importan esas personas, ¿no? Usted no está aquí por ellas.

– No.

– Dígame, ¿por qué quiere hablar con un viejo despiadado como yo?

– Robert Earl Ferguson y Pachoula, Florida.

Blair Sullivan recostó la cabeza y soltó una aguda carcajada que resonó en las paredes de la prisión. Cowart vio que varios agentes penitenciarios volvían la cabeza para mirar y luego reanudaban su trabajo.

– Bueno, ésos son temas interesantes, Cowart. Muy interesantes. Pero ya hablaremos de ellos.

– Bien. ¿Por qué?

Sullivan se inclinó encima de la mesa, acercando su cara a la de Cowart. La cadena que lo amarraba a la mesa repiqueteó y se tensó. Una vena asomó en el cuello del preso y de pronto su cara enrojeció.

– Porque usted aún no me conoce, bien.

Volvió a sentarse bruscamente, alargando la mano para coger otro cigarrillo, que encendió con la colilla del primero.

– Cuénteme algo sobre usted, Cowart; luego tal vez podamos hablar. Me gusta saber con quién trato.

– ¿Qué quiere saber?

– ¿Está casado?

– Divorciado.

El preso silbó.

– ¿Tiene hijos?

Cowart vaciló, y luego respondió:

– No.

– Mentiroso. ¿Vive solo o tiene una querida?

– Solo.

– ¿En un piso o en una casa?

– En un apartamento.

– ¿Tiene amigos íntimos?

Volvió a vacilar.

– Claro.

– Mentiroso. Van dos y sigo contando. ¿Qué hace por las noches?

– Nada especial. Leo. Veo algún partido.

– Es muy reservado, ¿eh?

– Cierto.

A Sullivan le tembló el párpado.

– ¿Le cuesta dormir?

– No demasiado.

– Mentiroso. Es la tercera vez. Debería darle vergüenza, mentir a un pobre condenado. Igual que Pedro hizo a Jesús antes de cantar el gallo. Ahora dígame, ¿sueña por las noches?

– ¿Qué diablos…?

De pronto Sullivan susurró:

– Juegue limpio, Cowart, o me iré de aquí sin haber respondido a ninguna de sus jodidas preguntas.

– Claro que sueño. Todo el mundo sueña.

– ¿Conque?

– Con gente como usted -replicó con ceño.

Sullivan volvió a reírse.

– Ahí me ha pillado. -Se reclinó en la silla y lo observó-. Conque pesadillas, ¿eh? Porque eso es lo que somos, ¿no? Pesadillas.

– Así es -respondió Cowart.

– Eso es lo que yo intentaba explicar a esos tipos del FBI, pero no me escuchaban. Eso es lo que somos, humo y pesadillas. Sólo caminamos y hablamos y traemos un poco de miedo y oscuridad a esta tierra. Evangelio según San Juan: «Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Éste era homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él.» ¿Lo pilla? Versículo ocho. Bueno, seguro que hay un puñado de complejos términos de psiquiatría para designar todo esto, pero son sólo jerga médica, ¿no cree?

– Supongo que sí.

– ¿Sabe una cosa? Tiene que ser un hombre libre para ser un buen asesino. Libre, Cowart. No estar prisionero de toda esa puta mierda que inunda las vidas normales. Un hombre libre.

Cowart no respondió.

– Y le diré algo más: no cuesta matar a alguien. Eso les dije a esos tipos del FBI. Y, una vez hecho, tampoco le das demasiadas vueltas. Quiero decir, ya tienes demasiadas cosas en que pensar, como deshacerte de los cuerpos y las armas y quitarte las manchas de sangre de las manos y demás. ¿Sabe?, después de cometer un asesinato uno está muy ocupado, pensando qué hacer a continuación y cómo demonios salir de allí.

– Bueno, y si matar es fácil, ¿qué le resultó difícil?

Sullivan sonrió.

– Buena pregunta. Nunca me la habían hecho. -Se quedó pensando un momento, con el rostro hacia el techo-. ¿Sabe? Creo que lo más difícil para mí fue llegar a este corredor y caer en la cuenta de que no maté a las personas a las que más deseaba ver muertas.

– ¿A qué se refiere?

– ¿No es eso lo más duro en esta vida, Cowart? ¿Dejar pasar las oportunidades? Es de lo que más nos arrepentimos; lo que nos mantiene toda la noche en vela.

– Sigo sin entenderlo.

Sullivan cambió de posición en la silla, se volvió a inclinar hacia delante y susurró en un tono de complicidad:

– Tiene que entenderlo. Si no es ahora, algún día lo entenderá. También tiene que recordarlo, porque algún día será importante. Algún día, cuando menos lo espere, pensará: ¿A quién odia Blair Sullivan más que nada en este mundo? ¿De quiénes le molesta saber cada día que están vivos, que se encuentran bien y que pasarán el resto de sus días en libertad? Es muy importante que lo recuerde, Cowart.

– ¿No me lo va a decir?

– Pues no.

– Por Dios…

– No tomarás el nombre de Dios en vano. Soy sensible a estas cosas.

– Sólo quería decir…

Sullivan volvió a inclinarse.

– ¿Cree que estas cadenas podrían sujetarme si en verdad quisiera romperle la cara? ¿Cree que estos insignificantes barrotes podrían detenerme? ¿Cree que no podría liberarme para despedazar su cuerpo y beber su sangre como si fuera el elixir de la vida en sólo un segundo?

Cowart retrocedió con un respingo.

– Puedo hacerlo. Así que no me cabree, Cowart. -Y se quedó mirándolo fijamente desde el otro lado de la mesa-. No estoy loco y creo en Dios, aunque es muy posible que me vea en el infierno. Pero eso no me molesta en absoluto, no señor, porque mi vida ha sido un infierno y así debe ser mi muerte. -Se quedó en silencio. Luego se reclinó en el asiento de metal y adoptó su tono perezoso, casi insultante-. Ya ve, Cowart, lo que me separa de usted no son los barrotes ni las cadenas ni toda esa mierda, sino un simple detalle: yo no tengo miedo de morir. Yo no temo a la muerte, y para usted es dolorosa. Siénteme en la silla, póngame una inyección letal, colóqueme ante un pelotón de fusilamiento o lléveme a la horca. Y si me arroja a los leones, yo iré rezando mis plegarias y estaré deseando pasar a mejor vida, una vida en la que sospecho que sembraré tanto mal como en ésta. ¿Sabe lo que me extraña, Cowart?

– ¿Qué?

– Me da más miedo vivir aquí encerrado como una maldita bestia que morir. No quiero que los loqueros me estudien y me pinchen, ni que los abogados argumenten y hablen por mí. ¿Qué diablos? No quiero que ustedes escriban sobre mí. Sólo quiero irme de este mundo, ¿entiende? Largarme de una vez para siempre.

– ¿Por eso ha despedido a sus abogados? ¿Por eso no apela?

Soltó una sonora carcajada.

– Claro. Por Dios, míreme. ¿Qué ve?

– Un asesino.

– Exacto. -Sonrió Sullivan-. Eso es. Yo maté a esas personas. Y habría matado a más si no me hubieran detenido, habría matado a ese agente… un cabroncete con suerte. Todo lo que tenía era un cuchillo, el que usé con esa chica para pasar un buen rato. Me dejé la pistola en los pantalones y él desenfundó antes que yo. Todavía no sé por qué no disparó y ahorró a todo el mundo tanta molestia. Pero no, me detuvo con todas las de la ley. No me puedo quejar; tuve mis oportunidades. Incluso me leyó los derechos después de esposarme. Tenía la voz quebrada y las manos le temblaban, y estaba más nervioso que yo. En cualquier caso, tengo entendido que detenerme le valió un gran paso a su carrera, y eso me enorgullece, sí señor. Así que, ¿de qué me voy a quejar? Si quisiese apelar, sólo estaría dando más trabajo a un puñado de picapleitos. Que se jodan. ¿Sabe? Mi vida no es tan maravillosa como para querer quedarme aquí.

Ambos guardaron silencio un momento.

– Entonces, Cowart, ¿qué va a preguntarme?

– Pachoula.

– Bonita ciudad. He estado allí. Pero eso no es una pregunta.

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