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– Siéntate -ordenó Rogers con brusquedad.

Los tres guardias se apartaron rápidamente del preso, que se acomodó en el asiento de acero. Había clavado sus ojos en los de Cowart. Todavía se perfilaba una ligera sonrisa en sus labios, pero los ojos se habían entornado, escrutadores.

– Bueno -añadió el sargento-, todo suyo.

Salió con sus hombres de la jaula, y la cerró bien.

– No les caigo bien -dijo Blair Sullivan con un suspiro.

– ¿Por qué no?

– Por razones dietéticas -respondió, y soltó una carcajada que, en cuestión de segundos, degeneró en un resuello al que siguió una tos perruna.

Del bolsillo de la camisa sacó un paquete de cigarrillos y una caja de cerillas de madera; para conseguirlo tuvo que encorvarse hacia la mesa, medio agachándose en el asiento mientras encendía el cigarrillo, con el alcance de los brazos limitado por la cadena que mantenía sus muñecas sujetas a la mesa.

– Aunque tampoco tengo por qué caerles bien; total, me van a matar. ¿Le importa que fume?

– No, adelante.

– Es gracioso, ¿no le parece?

– ¿El qué?

– El condenado fumando un cigarrillo. Mientras que todo el mundo ahí fuera intenta con todas sus fuerzas dejar de fumar, los que vivimos en este corredor fumamos un cigarrillo tras otro con naturalidad. ¡Vaya!, tal vez somos los mejores clientes de Philip Morris. Sospecho que si nos lo permitieran, tendríamos todos los malos vicios, o al menos los más nocivos. Como no es así, nos limitamos a turnar. No es que a ninguno de nosotros nos preocupe demasiado el cáncer de pulmón, aunque imagino que si consiguieras ponerte muy enfermo, tan enfermo que estuvieras a las puertas de la muerte, al estado le costaría poner tu culo en la silla. Al estado le dan asco estas cosas, Cowart. Se resisten a ejecutar a un enfermo de mente o de cuerpo. No señor. Quieren que los hombres a los que achicharran estén físicamente sanos y mentalmente cuerdos. En Texas hubo un gran revuelo hace un par de años, cuando trataron de matar a un pobre imbécil que había sufrido un infarto cuando firmaron su orden de ejecución. Eso hizo que la ejecución se aplazara hasta que se recuperase y pudiera caminar por su propio pie hasta la silla. No querían llevarlo en una camilla, eso sí que no. Eso heriría la sensibilidad de los filántropos y los defensores de los derechos humanos. Hay una historia divertida sobre un gángster de Nueva York en los años treinta; nada más llegar al corredor, el hombre empezó a comer sin parar. Era un hombre gordo que se volvía enorme, cada vez más gordo. Comía pan y patatas y espaguetis hasta reventar. Féculas. ¿Y sabe por qué lo hacía? Pensaba que al engordar tanto, cuando lo fueran a sentar ¡destrozaría la silla! Me encanta. El problema es que no llegó a conseguirlo. Entraba muy justo en la silla, pero vaya, aun así cabía. Al final le salió el tiro por la culata, ¿no? Para cuando acabaron con él, debía de parecer un cochinillo asado. Dígame, ¿y cuál es el sentido de todo eso? ¿Eh? -Volvió a reírse-. No hay lugar mejor que el corredor de la muerte para ver todas las ironías de la vida. -Se quedó mirando a Cowart, con uno de los párpados temblándole-. Dígame, Cowart, ¿usted también es un asesino?

– ¿Qué?

– ¿Ha matado alguna vez? ¿En el ejército, quizás? Es lo bastante mayor para haber ido a Vietnam, ¿estuvo allí? No, puede que no. Usted no tiene la mirada ausente de los veteranos. Pero tal vez haya destrozado un coche cuando era adolescente o algo así. ¿O tal vez mató a su mejor amigo, o a su principal enemigo, un sábado por la noche? ¿O quizá dijo a los médicos de algún maldito hospital que desenchufaran a su madre o su padre ya ancianos cuando sólo un deteriorado respirador les mantenía con vida? ¿Lo hizo, Cowart? ¿Alguna vez dijo a su esposa o su novia que abortara? A lo mejor, Cowart, está usted por encima de todo eso, ¿eh? ¿Ha esnifado rayitas de cocaína en esas fiestas de Miami? ¿Sabe cuántas vidas se perdieron en aquella remesa? Haga números… Vamos, Cowart, dígame, ¿también usted es un asesino?

– No, no lo creo.

Blair Sullivan gruñó:

– Se equivoca. Todos somos asesinos. Sólo tiene que fijarse bien. En el sentido amplio de la palabra, ¿nunca ha visto, estando en un centro comercial, a una madre arremetiendo contra su hijo y dándole una tunda delante de todo el mundo? ¿Y qué creía que estaba pasando allí? Si mirase a los ojos del niño, vería que se llenan de frialdad. Un asesino en potencia. Así pues, ¿por qué no mira también en su propio interior? Usted también tiene esa fría mirada, Cowart. Lo lleva dentro, lo sé, lo noto con sólo mirarle.

– Miente.

– No miento. Supongo que se trata de una habilidad especial. Ya sabe, un asesino reconoce a otro y ese tipo de cosas. Uno se familiariza con la muerte y la agonía, Cowart, y puede llegar a interpretar los indicios.

– Bueno, pues esta vez se ha equivocado.

– ¿Lo cree de veras? Ya veremos. Ya veremos.

Sullivan se repantigó en la dura silla de metal, adoptando una postura relajada y sin dejar de hurgar con la mirada en lo más hondo del corazón de Cowart.

– Es fácil, ¿sabe?

– ¿Qué es fácil?

– Matar.

– ¿Cómo?

– Cuestión de familiaridad. Se aprende muy rápido cómo muere la gente. Hay quien tiene una muerte violenta y quien muere en paz. Unos luchan con todas sus fuerzas, otros se van tranquilamente. Unos suplican que les perdones la vida, otros te escupen en la cara. Unos lloran, otros ríen. Unos llaman a sus madres, otros te dicen que ya os veréis las caras en el infierno. Unos se aferrarán a la vida, otros se rendirán fácilmente. Pero en el fondo todos somos iguales. Nos volvemos fríos y rígidos. Usted. Yo. Todos somos iguales al morir.

– Puede que al morir. Pero a cada persona le puede llegar la hora de muchas maneras diferentes.

Sullivan se echó a reír.

– Eso es cierto. Una observación propia del corredor de la muerte, Cowart. Eso es exactamente lo que diría alguien del corredor, con los días contados después de ocho años y mil apelaciones. De muchas maneras diferentes.

Blair Sullivan dio una larga calada e inundó de humo el aire quieto de la prisión. Por un momento, sus ojos siguieron la estela del humo que se disipaba lentamente.

– Cuando se trata de morir, todos somos humo, ¿verdad? Eso es lo que les dije a esos loqueros, aunque no creo que quisieran oír esa clase de cosas.

– ¿Qué loqueros?

– Los del FBI. Tienen una unidad especial de Ciencias del Comportamiento que intenta descubrir qué se esconde tras los asesinos en serie, para luego hacer algo respecto a este pasatiempo norteamericano… -Sonrió-. Claro que no están teniendo mucho éxito, porque todos y cada uno de nosotros tenemos nuestras propias razones. Sin embargo, hay un par de buenos tipos. Les gusta venir aquí, me traen los tests de personalidad multifásica de Minnesota, tests de apercepción temática, tests Rorschach, tests de inteligencia y, quién sabe, a lo mejor la próxima vez hasta los putos exámenes de acceso a la universidad. Les encanta que hable de mi madre, y que les diga lo mucho que odio a esa vieja y, sobre todo, a mi padrastro. Él me pegaba, ¿sabe? Me pegaba con ganas cada vez que yo abría la boca; con los puños, con el cinturón, con la polla. Me pegaba y me follaba, me follaba y me pegaba. Día sí, día no, con regularidad. Cómo los odiaba, ya lo creo. Y todavía los odio, sí señor. Ahora tienen setenta y pico de años. Siguen viviendo en su casucha de Cayo Alto, con un crucifijo y una lámina de Jesús en la pared, creyendo que su salvador va a entrar por la puerta para llevárselos al cielo. Se santiguan cuando oyen mi nombre y dicen cosas como «Bueno, el muchacho siempre fue siervo del demonio». A esos tipos del FBI les interesa todo eso. ¿A usted también le interesa, Cowart? ¿O sólo quiere saber por qué me cargué a todas esas personas, incluidas las que apenas conocía?

– Sí, eso.

Sullivan soltó una carcajada.

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