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– ¿Y eso cuándo fue?

– Lo tengo en mis notas. Espera, están en el último cajón. -Cowart oyó cómo dejaba el auricular sobre la mesa y distinguió los sonidos de cajones que se abrían y se cerraban de un golpe-. Aquí está. Debió de entrar en Florida a finales de abril; como mucho, a principios de mayo.

– ¿Y entonces qué hizo?

– Siguió lentamente hacia el sur. Increíble. Avisos en los boletines de noticias y órdenes de búsqueda en tres estados, volantes del FBI con su fotografía, partes electrónicos del Centro Nacional de Información sobre el Crimen. Y nadie lo ve. Al menos, nadie que luego lo pudiera contar. A finales de junio llegó a Miami. Debió de llevarle su tiempo hacer desaparecer la sangre de la ropa.

– ¿Y qué hay de los coches?

– Usó tres, todos robados. Un Chevy, un Mercury y un Olds. Se limitaba a abandonarlos y hacerle el puente a otro. Robaba matrículas y esa clase de cosas, ya sabes. Siempre escogía coches que pasasen inadvertidos, coches muy normales que no llamasen la atención. También dijo que siempre conducía a toda velocidad.

– Cuando llegó a Florida, ¿qué coche conducía?

– Espera. Lo estoy comprobando en mi libreta. ¿Sabes que hay un tipo en el Tribune de Tampa que quiere escribir un libro sobre él? Intentó ir a verle, pero Sully lo echó a patadas. Los abogados me dijeron que se negó a hablar con él. Lo estoy comprobando… ¿Sabes que ha despedido a todos sus abogados? Creo que lo achicharrarán antes de fin de año. Al gobernador debe de estar a punto de darle el síndrome del túnel carpiano, así que seguro que está impaciente por firmar cuanto antes la orden de ejecución de Sully. Lo tengo: un Mercury Monarch marrón.

– ¿No era un Ford?

– No. Pero el Mercury es casi el mismo coche. Tienen la misma carrocería y el mismo diseño. Es fácil confundirlos.

– ¿Marrón claro?

– No, oscuro.

Cowart respiró hondo. «Encaja», pensó.

– Entonces, Matty, ¿vas a decirme de qué se trata?

– Déjame comprobar primero un par de cosas y luego te lo explico.

– Vamos, Matty. No me gusta estar en vilo.

– Ya te llamaré.

– ¿Lo prometes?

– Lo prometo.

– Por aquí los rumores van a ir de mal en peor…

– Lo sé.

Ella colgó y Cowart se quedó solo. El espacio que lo rodeaba se llenó rápidamente de terribles pensamientos y explicaciones aterradoras: «Ford en lugar de Mercury. Verde en lugar de marrón. Negro en lugar de blanco. Un hombre en lugar de otro.»

– No acabo de entenderlo, pero bueno, es usted un hombre con suerte -bromeó el sargento Rogers con una voz despejada impropia de aquellas horas de la mañana.

– ¿Y eso por qué?

– Sullivan dice que hablará con usted. Eso cabrearía al tío de Tampa que estuvo aquí la semana pasada. Se negó a verle. Y también cabrearía a todos los malditos abogados que han intentado ver a Sully. Porque tampoco quiso recibirlos. ¡Hay que ver! Sólo recibe a un par de loqueros que el FBI envía desde la Unidad de Ciencias del Comportamiento. Ya sabe, esos tipos que estudian a los asesinos en serie. Y estoy convencido de que sólo lo hace para que ninguno de esos abogados alegue incapacidad y consiga una orden judicial que lo haga responsable de las apelaciones. ¿Le he dicho que Sullivan es único en su especie?

– Que me aspen si no lo es -dijo Cowart.

– No, de hecho lo asparán a él. Pero eso no es asunto nuestro, ¿verdad?

– Entonces voy ahora mismo.

– Tómese su tiempo. No trasladamos al señor Sullivan sin un mínimo de prudencia. No desde que hace nueve meses atacó al guardia de la ducha para arrancarle la oreja de un mordisco. Dijo que estaba muy buena, que le habría comido la cabeza entera si no se lo hubiéramos quitado de encima. Así es Sully.

– ¿Se sabe por qué lo hizo?

– El guardia lo llamó loco. Ya ve, nada especial. Como si usted le dijera a su mujer: «¡Estás loca! ¿Cómo te vas a comprar ese vestido nuevo?», o como si se dijera a sí mismo: «¡Estoy loco! ¡Mira que querer pagar mis impuestos a tiempo!» Nada del otro mundo, ¿no? Pero era la palabra menos indicada para usar con Sullivan, seguro. Fue ¡zas!, y verlo encima del pobre guardia, mordiéndolo como si fuera un perro. El tipo al que atacó lo doblaba en tamaño, pero no le importó; allí estaban los dos, revolcándose en el suelo, con sangre por todas partes y el guardia gritando: «¡Suéltame, maldito loco de mierda!» Sin duda, con eso sólo consiguió que Sully lo mordiera con más saña. Tuvimos que apartarlo a porrazos y dejarlo un par de meses en aislamiento para que se calmara. Supongo que fue aquella palabra la causa de todo. Fue como apretar el gatillo de un arma; Sullivan se disparó con la misma rapidez. Me dio una lección, a mí y a todos los del corredor. Nos enseñó a tener más cuidado con lo que decimos. En fin, yo diría que a Sully le preocupa mucho el vocabulario.

Rogers hizo una pausa. A continuación añadió:

– Y desde entonces, a ese guardia también.

Cowart fue escoltado por un joven guardia de uniforme gris que no decía nada y actuaba como si estuviera acompañando a un organismo portador de alguna enfermedad. Llegaron a un corredor enjalbegado e iluminado por un sol que entraba a raudales por una alta claraboya. La luz hacía que el recinto pareciera vago y difuso. El periodista trató de despejarse mientras caminaban. Prestó atención al taconeo de los zapatos en el suelo pulido. Era una de las técnicas que empleaba: crear un vacío para intentar no pensar en nada, no prever la inminente entrevista, no recordar sus artículos anteriores ni a sus conocidos, nada de nada. Quería convertirse en una hoja de papel secante que absorbiera cada sonido y cada imagen de lo que estaba a punto de acontecer.

Mientras descendían por el pasillo y atravesaban una serie de puertas dobles cerradas con llave, Cowart contó los pasos del guardia. Cuando se acercaba a los cien, accedieron a una zona abierta, vigilada por un par de guardias desde una cabina con pasarelas y escaleras que conducían a hileras de habitáculos. En la confluencia de todos los caminos había una jaula metálica, y en el centro de ésta una mesa gris acero y dos sillas atornilladas al suelo. Soldado a uno de los lados de la mesa había un aro de metal. Le indicaron que tomara asiento en el lado opuesto al aro, después de haberlo hecho entrar por la única abertura existente en la jaula.

– Ese bastardo estará aquí en un minuto. Espere aquí -dijo el guardia. Acto seguido, dio media vuelta y salió rápidamente de la jaula, para desaparecer escaleras arriba y luego por una pasarela descendente.

Al cabo de un rato se oyeron golpes en una puerta de acceso a la zona abierta. Después una voz anunció por la megafonía:

– ¡Destacamento de seguridad! ¡Entran cinco hombres!

Una cerradura electrónica se abrió con estrépito y Cowart levantó la mirada para ver que el sargento Rogers, ataviado con chaleco antibalas y casco, desplazaba un destacamento a la zona. Los hombres que flanqueaban al preso, y el tercero que iba en retaguardia, ensombrecían su mono naranja. El grupo entró en la jaula a paso ligero.

Los grilletes que le unían manos y pies hacían que Blair Sullivan cojeara al caminar. Los hombres que le rodeaban marchaban con precisión castrense, cada bota golpeaba el suelo al unísono mientras él se movía a brincos en el medio, como un niño que intentara seguir el ritmo en un desfile militar.

Era un hombre cadavérico, más bien bajo, con unos tatuajes rojo púrpura en la pálida piel de los antebrazos y una mata de pelo negro entrecano. Tenía unos ojos oscuros que pestañeaban con rapidez para abarcar la jaula, a los guardias y a Matthew Cowart; un párpado parecía temblarle ligeramente, como si cada ojo funcionara de manera independiente. Mientras el sargento desenganchaba la cadena que lo mantenía atado de pies y manos, él exhibía una relajada soltura en su sonrisa y en su lánguida pose, casi como si fuera capaz de liberarse de las esposas con el poder de su mente. Los guardias que lo flanqueaban se quedaron allí de pie empuñando las porras antidisturbios. El preso les sonreía, haciéndose el simpático. Luego el sargento pasó la cadena por el aro metálico de la mesa y la enganchó de nuevo, esta vez a una correa de cuero que rodeaba la cintura del hombre.

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