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– Supongamos que quiero hablar con Sullivan…

El sargento negó con la cabeza.

– Ese hombre es el diablo en persona, señor Cowart. Por Dios, me da hasta miedo, y eso que he visto toda clase de maníacos homicidas.

– ¿Porqué?

– Aquí tenemos hombres que se lo cargarían a usted sin pensárselo dos veces; para ellos, quitarle la vida a alguien no es nada. Tenemos locos, maníacos sexuales, psicópatas, amantes del suspense, asesinos a sueldo o sicarios, llámelos como quiera. Pero Sullivan, en fin, está cortado por distinto patrón, y no sabemos precisar cuál. Es como si encajara en todas las categorías, igual que esos malditos lagartos que cambian de color…

– ¿Los camaleones?

– Sí. Él no pertenece a ninguna clase en concreto; es casi como si todas esas clases de asesino dieran lugar a otra en su persona. -Rogers hizo una pausa-. Ese hombre me da miedo. No puedo decir que me alegre sentar a nadie en la silla eléctrica, pero no vacilaré a la hora de ajustarle las correas a ese hijoputa. Y ese momento no tardará en llegar.

– ¿Y eso? Sólo lleva un año en el corredor, ¿no?

– Cierto. Pero ha despachado a todos sus abogados, como ese tipo de Utah hace unos años. Sólo tiene pendiente la apelación automática del Tribunal Supremo, y dice que cuando haya agotado esa vía será el final. Está impaciente por irse al infierno porque le extenderán la alfombra roja para que entre.

– ¿Cree que cambiará de opinión?

– Él no es como los otros; ni siquiera como los peores asesinos. No creo que cambie de parecer. Vivir, morir, para él todo es igual. Supongo que se reirá, porque todo lo hace reír, y se sentará en la silla como si nada.

– Necesito hablar con él.

– Nadie necesita hablar con ese tipo.

– Yo sí. ¿Puede arreglarlo?

Rogers se detuvo y lo miró fijamente.

– ¿Tiene que ver con Bobby Earl?

– Puede.

El sargento se encogió de hombros.

– Bueno, lo mejor es preguntárselo a él. Si acepta, lo arreglaré; pero si dice que no…

– De acuerdo.

– No será como hablar con Bobby Earl en la sala para ejecutivos. Tendremos que usar la jaula.

– Lo que sea. Hágame ese favor.

– Está bien, señor Cowart. Llámeme por la mañana, y procuraré darle una respuesta.

Los dos traspusieron en silencio la puerta de acceso a la prisión. Por un instante, permanecieron de pie en el vestíbulo, ante la puerta de la calle. Luego salieron fuera. El periodista vio que el guardia se protegía los ojos de la luz y miraba el cielo azul en dirección al sol cegador. Luego respiró hondo, con los ojos cerrados por un instante como esperando que el aire fresco aliviara parte del bochorno de la prisión. Después sacudió la cabeza y, sin decir palabra, volvió a entrar en el recinto.

«Ferguson tenía razón -pensó Cowart-. Todo el mundo conoce a Blair Sullivan.»

Florida tiene una extraña manera de generar asesinos inhumanos, casi como si el mal arraigara en ese estado y luchara por abrirse camino; igual que los retorcidos mangles que florecen en la tierra arenosa y salitrosa, a orillas del océano. Y los que no han nacido allí parecen verse atraídos por Florida con alarmante frecuencia, como siguiendo una insólita oscilación gravitacional del crimen, producida por las corrientes ocultas y los inconfesables deseos del hombre. Eso confiere al estado una suerte de familiaridad con el mal, una aceptación resignada del paranoico que abre fuego con un arma automática en un establecimiento de comida rápida, o de los cuerpos hinchados de los narcotraficantes que crían gusanos en los húmedos Everglades. Libertinos, chalados, criminales a sueldo, asesinos movidos por la locura, la pasión o la falta de razón y sentimientos, todos parecen ir a parar a Florida.

Blair Sullivan reconocía haber matado a una docena de personas en su viaje rumbo al Sur, antes de llegar a Miami. Asesinatos cometidos por razones de mera oportunidad: gente a la que liquidaba por interponerse en su camino. El gerente nocturno de un motel de carretera, la camarera de una cafetería, el dependiente de un pequeño establecimiento, una pareja de ancianos turistas que cambiaba una rueda en el arcén. Pero lo que hacía tan aterradora esta particular oleada de asesinatos era su total aleatoriedad. A algunas víctimas las atracaba, a otras las violaba, a otras sencillamente las asesinaba sin motivo aparente o por razones incomprensibles, como el encargado de la gasolinera al que abatió a tiros a través de la mampara protectora, no para atracarle sino porque no le había dado el cambio lo bastante rápido. Sullivan fue detenido en Miami minutos después de acabar con una pareja de jóvenes a la que había sorprendido retozando en una carretera desierta. Se había tomado su tiempo: había atado al muchacho para que mirase mientras violaba a su novia, para luego dejar que ella viera cómo lo degollaba a él. Cuando una patrulla estatal dio con él, estaba cosiendo a cuchilladas el cuerpo de la joven. Al oír la condena, Sullivan había dicho al juez, con arrogancia y sin la menor muestra de arrepentimiento: «Mala suerte. Si hubiera sido más rápido, me hubiera cargado también a los polis.»

Cowart marcó un número de teléfono desde su habitación y en cuestión de segundos le contestó la sección local del Miami Journal. Preguntó por Edna McGee, la periodista judicial que había cubierto la condena y sentencia de Sullivan. Durante el tiempo que tardó en ponerse al teléfono sonaba música ambiental.

– ¿Edna?

– ¿Matty? ¿Dónde estás?

– Metido en un hotel de veinte pavos la noche en Starke, intentando sacar algo en claro de este asunto.

– Házmelo saber en cuanto lo consigas. ¿Qué, cómo va el artículo? En la redacción corre el rumor de que tienes algo muy bueno entre manos.

– No me puedo quejar.

– ¿Ese tipo es el verdadero asesino o qué?

– No lo sé. Hay algunas cuestiones dudosas. Los policías incluso admiten haberlo golpeado antes de la confesión. Claro que no tan fuerte como él dice; pero aun así… no sé…

– ¿Estás de broma? Suena bien. El menor atisbo de coacción debería hacer que un juez desechase la confesión del acusado. Y si los agentes admiten haber mentido, por poco que fuera, bueno… Ve con cuidado.

– Eso es lo que me preocupa, Edna. ¿Por qué iban a admitir que han golpeado al muchacho? Eso no los beneficia en nada.

– Matty, sabes tan bien como yo que los policías son los peores mentirosos del reino. Intentan mentir, les sale el tiro por la culata y lo echan todo a perder. No lo llevan en los genes, por eso acaban diciendo la verdad. Sólo tienes que insistir lo suficiente, no dejar de hacerles preguntas; al final siempre confiesan. Y ahora dime, ¿en qué puedo ayudarte?

– Blair Sullivan.

– ¿Sully? ¡Uau!, eso suena interesante. ¿Qué tiene que ver él en todo esto?

– Bueno, su nombre surgió en un contexto poco habitual. De momento no puedo hablar de eso.

– Vamos, suéltalo.

– Dame un respiro, Edna. En cuanto lo compruebe serás la primera en saberlo.

– ¿Lo prometes?

– Lo prometo.

– ¿Lo juras?

– Venga ya, Edna.

– Está bien. De acuerdo. Blair Sullivan. Sully, ¡por Dios! Ya sabes que soy muy liberal, pero ese tipo… ¿Sabes lo que le obligó a hacer a aquella chica antes de matarla? Nunca lo puse por escrito, no pude. Cuando los miembros del jurado lo oyeron, uno de ellos vomitó. Tuvieron que hacer un receso para limpiar aquello. Después de haber visto cómo su novio moría desangrado, Sully hizo que se agachara y…

– Prefiero no saberlo.

– Entonces, ¿qué quieres saber?

– ¿Puedes hablarme de su viaje al Sur?

– Claro. La prensa amarilla lo tituló «Viaje mortal». Bueno, estaba bastante bien documentado. Empezó con el asesinato de su casera en Louisiana, a las afueras de Nueva Orleans; luego le tocó el turno a una prostituta de Mobile, Alabama. Alega haber acuchillado también a un marinero en Pensacola, un tío al que recogió en un bar de alterne y al que dejó en un contenedor; luego…

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