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– ¿Qué riesgo habría habido a medianoche? Nadie le habría visto.

El policía se apoyó en el lateral del coche.

– Venga, Cowart, piénselo. Le dan una dirección y le encargan un asesinato. Le encargan que vaya a un lugar en el que nunca ha estado, que encuentre una casa que nunca ha visto, que entre y que se cargue a dos personas que no conoce y que luego se largue sin dejar pruebas y sin llamar la atención. El riesgo era enorme. Así que primero habría ido a ver el sitio y con quién tendrá que vérselas. ¿Y cómo iba a hacerlo sin que lo vieran? Aquí nadie se mueve del barrio, coño, la mitad son jubilados que se pasan el día sentados ahí fuera aunque el sol caiga a plomo, y la otra mitad son incapaces de trabajar más de diez minutos seguidos. Excepto mirar, no tienen mucho que hacer.

Cowart sacudió la cabeza.

– Pero cosas como ésta ocurren cada día -contestó-. ¿A qué se refiere?

– Claro que ocurren. Supongamos que Sullivan le dio el plan ya hecho, que le facilitó toda la información necesaria… -Hizo una pausa-. Vale, es posible, pero creo que después de haber pasado tres años en el corredor, Ferguson se cuidaría mucho de hacer algo que pudiera devolverle allí dentro por un descuido.

Al periodista le pareció un razonamiento sensato, pero se resistía a admitirlo.

– ¿Por qué tuvo que haber venido la semana pasada? Pudo haber venido mucho antes. Quizá fue lo primero que hizo al salir de la cárcel. En cuanto dejó de ser noticia, cuando hacía un par de semanas que su cara ya no salía en los periódicos ni en la tele. Llega con cara de inocente y da una vuelta por aquí. Sabe que son una pareja de ancianos y que tienen una rutina fija. Se hace una idea general de lo que tendrá que hacer. Quizá llama a la puerta, trata de venderles una enciclopedia o que se suscriban a una revista. Se queda en la casa lo suficiente para echar un vistazo sin levantar sospechas. Luego se larga. ¿Qué más da que lo vean?, sabe que cuando vuelva ya se habrán olvidado de él.

Brown asintió con un gesto y miró a Cowart.

– No está mal para un periodista -dijo-. Es posible. Habrá que considerarlo. -Esbozó una leve sonrisa antes de añadir-: Aunque no es eso lo que usted desea averiguar. Lo que a usted le interesa es comprobar que no pudo haberlo hecho. No cómo lo hizo, ¿cierto?

Cowart abrió la boca para responderle, sin llegar a hacerlo.

– Y hay más, Cowart -continuó Brown-. Lo que voy a decirle le gustará porque hace que su hombre parezca inocente. Supongamos que Sullivan pactó ese encargo, como él afirma, pero no con Bobby Earl sino con otra persona, y que en realidad quería asegurarse de que nadie iba a mirar bajo la piedra adecuada. ¿Qué mejor manera de asegurarse que contándole a usted que Mister Inocente era el asesino? Sabía que tarde o temprano alguien vendría a esta calle con una foto de Bobby Earl en la mano. Y si el nombre de Bobby Earl aparece de nuevo en la prensa, el tipo tendrá tiempo de sobra para destruir cualquier prueba. Un poco más de confusión. -Hizo una pausa-. Usted sabe muy bien lo importante que es ser rápido de reflejos en un caso de asesinato, ¿verdad, Cowart? Antes de que el tiempo borre los hechos y las pruebas.

– Sé lo importante que es ser rápido de reflejos. Eso es lo que usted hizo en Pachoula y mire en qué berenjenal nos hemos metido.

Brown frunció el ceño.

Cowart notó cómo el sudor de las axilas le resbalaba cosquilleándole las costillas.

– Todo puede ser -contestó.

– Así es.

Brown se enderezó y se frotó la frente con una mano, como si quisiera arrancar los pensamientos de su interior. Suspiró.

– Quiero ver el escenario del crimen -dijo, y echó a andar por la calle a buen paso, como si caminando deprisa pudiera dejar atrás el calor que los abrumaba.

Al llegar al número 13, el policía vaciló y dijo:

– Bueno, al menos las circunstancias le eran propicias.

– ¿Qué quiere decir?

– Fíjese en la casa, Cowart. Es un lugar ideal para matar a alguien. -Hizo un gesto con el brazo-. Apartada de la calle, sin vecinos cerca. ¿Ha visto cómo está dispuesta la casa? De noche es imposible saber qué ocurre allí dentro a menos que se acerque uno hasta aquí. ¿Le parece que ese Míster Dientes Podridos se toma la molestia de pasear al perro por la noche? Apuesto a que, cuando el sol se pone y los vecinos encienden la tele después de un par de copas, por la calle no anda nadie más que esos adolescentes. Todos los demás están borrachos o viendo la reposición de Dallas o rezando para el día del Juicio. Seguro que estos de aquí no creían que les fuera a llegar tan pronto.

Cowart escudriñó el exterior de la casa. Imaginó el lugar de noche y le pareció que Brown llevaba razón. Tal vez hubo gritos, como si la pareja estuviera discutiendo, pero debieron de mezclarse con el volumen alto de los televisores. Botellas rotas, gritos de borracho, quizá ladridos de perro. Incluso en el caso de que alguien oyera un coche arrancando a toda prisa, debió de pensar que era algún chaval.

– Un sitio ideal para matar -dijo Brown.

La casa estaba precintada con cinta amarilla de la policía. El detective pasó por debajo y Cowart lo siguió hasta doblar la esquina.

– Por ahí -dijo Brown señalando la puerta trasera.

– Está sellada.

– Y una mierda. -Abrió la puerta de un simple tirón, rompiendo la cinta amarilla.

En la cocina todavía era perceptible el olor a muerte, que mezclado con el bochorno convertía la estancia en un nicho asfixiante. Había rastros de las pesquisas de la policía por toda la habitación. Polvo para huellas dactilares sobre la mesa y las sillas, marcas de tiza y flechas que señalaban algunos rincones. Los charcos de sangre reseca seguían en el suelo aunque podía apreciarse que se habían tomado muestras. Cowart observó cómo el detective examinaba y evaluaba cada indicio.

Brown analizó la cocina mentalmente. Primero visualizó al equipo de forenses procesando el escenario, la rutina de la muerte. Se arrodilló junto a un charco de sangre que parecía casi negro en contraste con el claro linóleo del suelo. Lo rascó con un dedo, notando la consistencia pastosa de la sangre seca. Al levantarse, se imaginó al hombre y la mujer atados y amordazados, aguardando la muerte. Por un momento se preguntó cuántas veces se habrían sentado en aquellas mismas sillas, compartiendo el desayuno o la cena o discutiendo sobre la Biblia o cumpliendo con los ritos de su rutina. Ésa es una de las peores partes de trabajar en homicidios; caer en la cuenta de que la banalidad y la monotonía en que vive la mayoría de las personas pueden transformarse de repente en algo maligno; de que los lugares que se tenían por seguros son ahora escenario de muerte. De todos los heridos que había visto en la guerra, los que más le impresionaban eran los heridos por mina: pies amputados y cosas peores. No era tanto el inhumano efecto de las minas como su manera de actuar: uno daba un paso y el daño ya estaba hecho. Los más afortunados sólo perdían el pie. ¿Sabía esta gente que vivía sobre un campo de minas?, se preguntó. Se volvió hacia Cowart.

«Al menos lo entiende», pensó. Ni siquiera el suelo es lugar seguro. Brown salió de Ja cocina y dejó a Cowart de pie al lado de la oscura mancha.

Recorrió rápidamente la casa haciendo inventario de las vivencias que en ella debían de acumularse. «Vidas insulsas -pensó-, entregadas a Jesucristo y a la espera de la muerte. Probablemente creían que la edad apagaría sus vidas, pero no fue así.» Se detuvo ante un pequeño armario del dormitorio y admiró la cantidad de zapatos y zapatillas alineados en el suelo, como un regimiento desfilando. Su padre hacía lo mismo; a los ancianos les gusta que cada cosa esté en su sitio. En una esquina había una canastilla con labores, carretes de hilo y largas agujas plateadas. Eso le sorprendió: ¿qué podía tejerse en aquellas latitudes? ¿Un jersey? Ridículo. Acertó a ver un par de figuritas de escayola en la mesilla de noche, dos azulejos con el pico abierto como si estuvieran cantando. «¿Y vosotros? -les dijo mentalmente-. ¿No visteis al asesino?» Movió la cabeza pensando en lo absurdo de la situación. Sus ojos siguieron peinando la pieza. «Un cuarto poco confortable. ¿Quién os mató?», se preguntó. A continuación regresó a la cocina, donde encontró a Cowart contemplando el suelo salpicado de sangre.

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