Los instrumentos de viento empezaban a apagarse lentamente cuando irrumpió la agria voz de Sullivan. Brown se incorporó de un brinco. Estiró el cuello en dirección a los altavoces, tenso todo el cuerpo.
«… ahora le contaré la verdad sobre la pequeña Joanie Shriver… la pequeña y dulce Joanie…» Sullivan hablaba con una voz socarrona, clara y potente.
«… número cuarenta», dijo Cowart en la cinta.
La risa del asesino retumbó en el aire.
El periodista y el detective se quedaron inmóviles, dejándose envolver por la voz de Sullivan. Cuando la cinta llegó al final y se paró, ambos se quedaron mirando en silencio.
– Joder -suspiró Brown-, lo sabía. Hijo de puta.
– Así es.
Brown se levantó y entrechocó las manos. Se sentía lleno de energía, como si las palabras de Sullivan hubieran cargado el aire de electricidad. Apretó los dientes y dijo:
– Ya te tengo, cabronazo. Ya te tengo.
Cowart permaneció clavado en el sofá mirando al policía.
– De eso nada -dijo.
– ¿Qué quiere decir? -El detective miró la platina-. ¿Quién más sabe algo de esto?
– Usted y yo.
– ¿No les ha dicho nada a los detectives de Monroe?
– Aún no.
– ¿Es usted consciente de que está ocultando pruebas importantes en una investigación por asesinato? ¿Es consciente de que eso es un delito?
– ¿Qué pruebas? Un asesino embustero y psicópata me cuenta una historia. Le endilga a otro hombre varios asesinatos. ¿Y qué? Los periodistas oímos cosas parecidas cada día. Escuchamos, analizamos y desechamos. Dígame: ¿pruebas de qué?
– De su puta confesión. La descripción de las muertes de su madre y su padrastro. De cómo lo tramó todo. Una declaración póstuma, como dijo él, es válida ante un tribunal.
– Mintió. Mintió a diestro y siniestro. A mi juicio, al final ya no era capaz de discernir la verdad de la ficción.
– Y una mierda. A mí me parece una declaración sincera.
– Porque usted está predispuesto a creérsela. Mírelo así: imagínese que le digo que el resto de la entrevista es puro embuste. Que se atribuye asesinatos que no pudo cometer. Que incurre en todo tipo de incoherencias. Que era grandilocuente, egocéntrico, que quería pasar a la historia por sus actos. ¡Pero si sólo le faltaba admitir que disparó contra Kennedy y que sabía dónde encontrar el cuerpo de Jimmy Hoffa! Ahora que tiene un poco más de visión de conjunto, ¿no se pregunta si estaría diciendo la verdad al hablar de este o aquel asesinato?
Brown titubeó.
– No.
Cowart lo miró.
– De acuerdo. Puede que fuera así.
– ¿Y qué hay de él y Bobby Earl? ¿A qué viene la traición? Tal vez creía que de esa manera se la devolvería a Bobby Earl. ¿Qué sentido tiene todo esto? Ahora que está muerto no podemos ni preguntárselo, a no ser que esté usted dispuesto a bajar al infierno.
– Lo estoy.
– Y yo.
El detective le lanzó una mirada fulminante› pero después relajó la expresión y movió la cabeza.
– Creo que ya entiendo.
– ¿El qué?
– Por qué es tan importante para usted creer que Bobby Earl sigue siendo inocente. Ya sé por qué ha dejado su propia casa hecha un estropicio. Su apacible vida se vino abajo cuando oyó lo que Sullivan le decía, ¿no?
Cowart hizo un gesto dando a entender que aquello era obvio.
– Premios, reputación, porvenir. Palabras mayores. Quizás habría preferido retroceder en el tiempo, ¿no, señor Cowart?
– Eso no es posible -contestó en voz baja.
– Claro que no. Quizás usted puede mirar hacia otro lado en muchas ocasiones, pero esta vez no puede quitarse de la retina a la chiquilla muerta en aquella ciénaga, ¿no? De nada le sirve cerrar los ojos.
– Así es.
– Así que también usted está en deuda, ¿verdad, señor Cowart?
– Eso parece.
– ¿Necesita enmendarse? ¿Devolver el orden al mundo?
Cowart esbozó una sonrisa taciturna y se sirvió otra copa. Le hizo un gesto a Brown para que se sentara. El detective lo hizo, pero en el borde del asiento, tenso como si se dispusiera a saltarle encima.
– Muy bien -dijo el periodista-. Usted es el detective. ¿Por dónde empezaría? ¿Yendo a ver a Bobby Earl?
Brown reflexionó.
– Tal vez. La presa no caerá a no ser que la trampa esté perfectamente tendida.
– Eso si es que tenemos trampa alguna que tender. Y si es que él es la presa.
– Veamos -dijo Brown-. Sullivan dijo un par de cosas que pueden comprobarse en Pachoula. Tal vez haya que volver a hablar con la anciana y echar un vistazo a su casa. Según Sullivan hay algo que pasamos por alto. Averigüemos si decía la verdad. Podemos empezar por ahí, a ver qué es verdad y qué no lo es.
Cowart asintió.
– Muy bien. Pero a no ser que demos con fotos de Ferguson con las manos en la masa, no nos servirá de mucho… No podemos hacerle nada, al menos a través de los tribunales. Sabe muy bien que no podemos llevarle a juicio, y mucho menos con esa confesión de por medio. Ningún tribunal admitiría el caso a trámite. -Respiró hondo-. Y hay algo más. Si nos presentamos ante la anciana, se dará cuenta de que algo pasa. Y en cuanto ella lo sepa, él lo sabrá también.
Brown asintió, pero añadió:
– Con todo, quiero una respuesta.
– Yo también. Pero piense en el caso de Monroe. Si lo hizo él, y lo digo en condicional, si lo hizo, podría pillarlo por ahí. -Hizo una pausa y luego rectificó-: Podríamos pillarlo por ahí.
– ¿Y con eso todo arreglado? ¿Lo metemos otra vez en el corredor de la muerte? Borrón y cuenta nueva, ¿es eso lo que está pensando?
– Es posible. Espero.
– La esperanza -dijo el detective- es algo en lo que jamás he creído. Como en la suerte o la religión. Y de todos modos -sacudió la cabeza-, tenemos el mismo problema: un hombre a punto de morir sostiene que ha hecho un trato criminal. La única prueba son los muertos del condado de Monroe. ¿Cree que podríamos encontrar un arma y relacionarla con Bobby Earl? Quizás utilizó una tarjeta de crédito para comprar un billete de avión y alquilar un coche, así podríamos situarlo en el lugar el día de los hechos. ¿Cree que pudo verlo alguien? ¿O quizá se encargó de sellarles la boca? ¿Lo cree tan estúpido como para dejar huellas o cabellos o cualquier otra prueba forense que sus estimados amigos de la policía de Monroe estén dispuestos a cederle sin hacer preguntas? ¿No cree que después de la primera vez debió de aprender la lección y que ahora no habrá dejado rastro alguno?
– No lo sé. Ni siquiera sé si lo hizo.
– Si no fue él, ¿quién coño fue? ¿Cree que Sullivan pudo hacer más encargos desde la prisión?
– Yo sólo sé una cosa: los encargos, los engaños y la manipulación eran su especialidad, para eso vivía.
– Y por eso murió.
– Efectivamente. Puede que fuera su último encargo.
Brown se relajó en su asiento. Sacó la pistola, jugueteó con ella y pasó un dedo por el metal azulado.
– Se aferra usted a eso de la objetividad, señor Cowart. Le da igual estar quedando como un imbécil.
Cowart fue presa de la ira.
– No tan imbécil como alguien que le saca a bofetadas la confesión a un asesino y consigue que por ello lo dejen libre.
Hubo un breve silencio entre ambos antes de que el detective dijera:
– Y también está ese otro fragmento de la cinta, ¿verdad? Aquel en que Sullivan dice: «Alguien como yo.» -Miró al periodista con aspereza-. ¿No le llamó la atención? ¿Qué cree que quiso decir? -siseó-. ¿No le parece que deberíamos encontrarle respuesta a esa pregunta?
– Sí -admitió Cowart con amargura e hizo una pausa-. Muy bien. Tiene razón. Manos a la obra. -Miró fijamente al policía-. ¿Hay trato?
– ¿Qué clase de trato?
– No lo sé.
Brown asintió con la cabeza.
– En ese caso, supongo que sí.
Ambos se observaron. Ninguno de los dos confiaba en el otro lo más mínimo, pero sabían que era necesario averiguar la verdad; el problema, se decían para sus adentros, era que cada uno de ellos necesitaba una verdad distinta.