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La fuerza de las palabras de Brown lo dejaron consternado. El detective apretó el puño como si agarrara la furia que ardía en su interior.

– ¿Lo entiende ahora, señor Cowart? ¿Lo ve ahora?

– Creo que sí.

– Tenía a aquel hijo de puta delante de mí. Riendo con aires de suficiencia en su silla. Provocándome. Yo sabía que lo había hecho, pero él se creía intocable. Bruce me miró, y yo asentí con la cabeza. Salí del cuarto y él le dio su merecido a ese cabronazo. ¿Que si le sacamos la confesión a palos? Por supuesto que sí. Así fue. -Chocó las manos con fuerza, haciendo un ruido como de disparo-. ¡Pam! Le dimos con el listín telefónico. Tal como dijo el muy cabrón.

El detective fulminó a Cowart con la mirada.

– Lo asfixiamos, lo golpeamos y le hicimos putadas gordas. Pero el muy cabrón no cedía. Nos escupía y se echaba a reír. Era un tío duro, ¿sabe? Y mucho más fuerte de lo que parece a primera vista. -Brown cogió aliento-. Sólo lamento que no nos los cargáramos allí mismo, en aquel preciso instante.

El detective volvió a apretar el puño y le espetó al periodista:

– Cuando la violencia física no da resultado, ¿qué hay que hacer? Un poco de tortura psicológica y todo arreglado. Él no estaba asustado y le daba igual lo fuerte que le diéramos. Pero ¿qué es lo que podía asustarle?

Brown se puso en pie y se arremangó la pernera del pantalón.

– Aquí está la maldita pistola. Tal como él dijo: una pistola en el tobillo.

– ¿Y eso le hizo confesar?

– No -dijo Brown con frialdad y rabia-. El miedo le hizo confesar.

El detective bajó el brazo y con un único y repentino movimiento liberó el arma. La empuñó y apuntó a Cowart en la frente. La amartilló con un ligero y perverso clic.

– Así -dijo.

Cowart notó un repentino calor.

– El miedo, señor Cowart, el miedo y el no saber hasta qué punto puede el odio volverle a uno loco.

La pequeña pistola parecía diminuta al lado de la imponente figura del detective, que parecía desbordado por sus emociones. Se inclinó y apoyó la pistola contra la cabeza de Cowart, donde la sostuvo unos segundos, fría como el hielo.

– Quiero saber la verdad -dijo-, y no quiero esperar. -Apartó la pistola, que quedó a escasos centímetros del rostro de Cowart.

El periodista seguía paralizado en su asiento. Hizo un esfuerzo por apartar los ojos de la oscura boca del cañón y volver a mirar al policía.

– ¿Va a dispararme?

– ¿Debería, señor Cowart? ¿Cree que le odio lo suficiente por haber venido a Pachoula con todas sus estúpidas preguntas?

– Si no hubiera sido yo, habría sido otro -repuso Cowart con voz quebrada.

– Habría odiado a cualquiera lo suficiente como para matarlo.

El periodista sintió pánico. Sus ojos buscaron el dedo del detective, apretado contra el gatillo. Creyó ver cómo se movía. «Dios mío, va a hacerlo», pensó, y por un instante se preparó para morir.

– Dígamelo -dijo Brown con frialdad-. Dígame lo que quiero saber.

Cowart se sintió palidecer. Las manos le temblaban en el regazo. Estaba perdiendo el control.

– Se lo diré. Pero retire la pistola. -El detective se lo quedó mirando-. ¡Sí, usted tenía razón, la tuvo desde el principio! ¿Es eso lo que quería oír?

Brown asintió con la cabeza.

– ¿Lo ve? -dijo en voz baja y tranquila-, no es tan difícil obligar a hablar a alguien.

Cowart lo miró y repuso:

– No es a mí al que quiere matar.

Tanny Brown se quedó inmóvil unos instantes. Luego bajó pistola.

– Cierto. A usted no. O puede que sí, sólo que todavía no ha llegado el momento.

Tomó asiento de nuevo y dejó la pistola en el brazo de la butaca; volvió a coger su vaso. Bebió para que el alcohol quemara su ira y respiró pausadamente.

– Se ha salvado por los pelos, Cowart, por los pelos.

El periodista se retrepó en su asiento.

– Últimamente me salvo de todo por los pelos.

Hubo un silencio antes de que el detective hablara de nuevo.

– ¿No se quejan precisamente de eso los suyos? La gente se enfada siempre con la prensa porque trae malas noticias. Es aquello de cargarse al mensajero, ¿eh?

– Sí, muchos se lo toman de manera literal. -Cowart suspiró y soltó una carcajada. Se paró un instante a pensar-. Así es como ocurre, ¿verdad? Te apuntan con ese chisme a la cara y confiesas lo que sea.

– No viene en los manuales de la policía -contestó Brown-, pero tiene razón. La tuvo desde el principio. Ferguson le contó la verdad. Así fue cómo conseguimos su confesión. Sólo que hay un pequeño problema.

– Ya sé cuál.

Se miraron fijamente y Cowart dijo lo que ambos sabían:

– La confesión era verdad. -Hizo una pausa y añadió-: Eso es lo que dice usted, eso es lo que cree.

Brown se reclinó en la butaca.

– Exacto -dijo. Respiró hondo y asintió con un gesto-. Jamás debí permitirlo. Tengo suficiente experiencia para haber sabido lo que iba a ocurrir, pero dejé que todo se fuera al traste. Es como cuando el coche derrapa en el barro: tienes todo bajo control, pero aceleras y en un abrir y cerrar de ojos todo se te escapa, das bandazos y acabas cruzado en la carretera. -Brown volvió a coger su vaso-. Pero como ve, yo creía que nos saldríamos con la nuestra. Bobby Earl se convirtió en su propio testigo de cargo. Aquel vejestorio de abogado suyo no se enteraba de nada. Llevamos a ese cabrón al corredor de la muerte, que es lo que se merecía, con el mínimo de patrañas y falsedades. Por eso confié en que todo saldría bien. Creí que quizás al fin dejaría de tener pesadillas con la pequeña Joanie Shriver…

– Sé lo que son esas pesadillas.

– Y entonces llega usted, con todas sus malditas preguntas. Destapando cada pequeño descuido, cada mentira. Ignorando la condena, como si nunca hubiera sido dictada. Por Dios. Cuanta más razón tenía usted, más lo odiaba yo. Es comprensible, ¿no cree? -Apuró el vaso, lo dejó sobre la mesa y se sirvió otro.

– ¿Por qué admitió que Ferguson había sido abofeteado cuando fui a hablar con usted? Fue eso lo que me hizo abrir los ojos…

El detective se encogió de hombros.

– No, lo que le abrió los ojos fue ver a Bruce fuera de sí. En cuanto presenció su cólera y su frustración, supe que iba a creer que había torturado a Ferguson, tal como dijo el muy cabrón. Creí que contándole una pequeña mentira, lo de la bofetada, podría ocultar la verdad. Me la jugué y perdí. Aunque por los pelos.

Cowart asintió:

– El efecto iceberg -dijo.

– Eso mismo -contestó Brown-; lo que se ve es la belleza del hielo en la cima, pero no el peligro que se oculta debajo.

Cowart rió sin humor, sólo un acceso de nervios y energía.

– Sólo un detalle más.

El detective se sonrió y dijo:

– Como ve, sé lo que le dijo Sullivan. Mejor dicho, no lo sé, pero no es difícil de adivinar. ¿Ése es el detalle?

El periodista asintió con la cabeza.

– ¿Qué dijo usted que era Bobby Earl?

– Un asesino.

– Bien, creo que puede tener razón. Aunque también podría equivocarse. No sé. ¿Le gusta la música, detective?

– Sí.

– ¿De qué tipo?

– Pop sobre todo. Alguna cosa de soul y rock de los sesenta para recordar la juventud. Mis hijas se ríen de mí por eso. Dicen que soy un carroza.

– ¿Le gusta Miles Davis?

– Por supuesto.

– Es mi favorito.

Cowart se levantó y se acercó al equipo de música. Puso la cinta en la platina y se volvió hacia el detective.

– ¿Le importa si escuchamos la última parte?

Pulsó un botón y unas melancólicas notas invadieron la estancia.

Brown se quedó mirando al periodista.

– Cowart, ¿qué está haciendo? No he venido a escuchar música.

Cowart volvió a su asiento.

– Sketches of Spain. Es muy famoso. Pregúntele a cualquier experto; le dirá que es uno de los hitos de la música de este país. El ritmo le atraviesa a uno, dulce y crudo a la vez. Puede que le parezca que tiene un final agradable y sencillo. Pero no.

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