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El detective dio otro trago.

– Aunque mejora a medida que uno va bebiendo.

– ¡Ja! En eso se diferencia de la vida. -Volvió a llenar los vasos, se sentó de nuevo en el sofá, pasó un dedo por el borde del vaso y se quedó escuchando el chirrido-. ¿Por qué iba a contarle nada? -preguntó despacio-. Cuando acudí a usted preguntando por Ferguson, me echó los perros. Su amigo Wilcox. No me lo puso nada fácil, ¿no cree? ¿Era la verdad lo que le interesaba cuando encontramos aquel cuchillo? ¿O sólo quería mantenerse en sus trece? Dígame, ¿por qué tendría que ayudarle?

– Por una razón muy simple. Porque yo puedo ayudarle a usted.

Cowart sacudió la cabeza.

– No lo creo. Y tampoco me parece una buena razón.

Brown se revolvió en su asiento y clavó los ojos en el periodista.

– ¿Qué me dice de esta otra? -dijo después de vacilar un instante-: Estamos juntos en esto. Lo estuvimos desde buen principio. Y aún no ha terminado, ¿verdad?

– No -admitió Cowart.

– El problema, a mi parecer, es que estoy metido en algo pero no sé lo que es. Sólo necesito que usted me ilumine un poco.

Cowart se reclinó y se quedó mirando al techo, intentando decidir qué podía decirle al detective y qué era mejor callarse.

– Así es la mayoría de las veces, ¿no?

– ¿Cómo?

– Entre polis y periodistas.

Brown asintió con la cabeza.

– Perros y gatos. En el mejor de los casos.

– Tenía un amigo -empezó Cowart- que era detective de homicidios, como usted. Solía decirme que a los dos nos interesaban las mismas cosas, sólo que con finalidades distintas. Durante mucho tiempo ninguno de los dos logró comprender del todo los motivos del otro. Para él, yo sólo quería escribir mis artículos; y para mí, él sólo quería resolver sus casos y trepar escalafones en la jerarquía. Su información me era útil para mis artículos y sus casos se hicieron tan conocidos que lo promovieron en el departamento. Era como una simbiosis. Ambos queríamos averiguar las mismas cosas, necesitábamos la misma información, a veces nos valíamos de los mismos métodos, aunque no siempre lo reconocíamos, y aun así la desconfianza era mutua. Recorríamos la misma calle por aceras distintas, pero jamás nos decidíamos a cruzar la calzada. Tuvo que pasar mucho tiempo para que nos fijáramos en nuestras similitudes y dejáramos a un lado nuestras diferencias.

Brown se rellenó el vaso, empezaba a notar el efecto del licor sobre sus exaltados sentimientos. Bebió un sorbo y miró a Cowart.

– Está en la naturaleza de los detectives el desconfiar de todo lo que escapa a su control. Sobre todo cuando se trata de información.

Cowart sonrió de nuevo.

– Esto es lo que lo hace emocionante, teniente. Sé algo que a usted le gustaría saber. Esto me da ventaja. Generalmente soy yo el que acude a personas como usted en busca de información.

Brown sonrió a su vez, aunque no porque el comentario le resultara gracioso. Fue una sonrisa que hizo que Cowart agarrara su vaso con más fuerza y cambiara de posición en su asiento.

– Pero yo he venido aquí para hablar con usted de otro asunto. Aún no he bebido lo bastante como para olvidarme, ¿sabe, señor Cowart? No creo que haya suficiente alcohol en esta casa para hacer que me olvide de eso. Ni en todo el mundo lo habría.

El periodista se inclinó hacia delante.

– Le diré lo que vamos a hacer, teniente. Usted quiere información y yo también quiero información. Hagamos un trato.

El detective dejó su vaso.

– ¿Qué trato?

– La confesión. Ésa es la primera parte del trato, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

– Cuénteme entonces la verdad sobre esa confesión, y yo le contaré la verdad sobre Ferguson.

Brown se quedó sentado con la espalda muy recta, como si el recuerdo le entumeciera el cuerpo y las palabras.

– Señor Cowart -contestó despacio-, ¿sabe lo que pasa cuando uno ha vivido siempre en un lugar pequeño? Que si algo no funciona, puede olerlo en el aire, no sabe exactamente cómo, quizás en cómo el calor se deja sentir a mediodía y se desvanece al atardecer. Es como saberse las notas de una melodía: cuando la banda las toca, es como si ya las hubieras oído antes. No es que todo marche siempre a pedir de boca; también suceden cosas terribles. Pachoula no es tan grande como Miami, pero eso no quita que también tengamos maridos que pegan a sus mujeres, camellos adolescentes, putas, usureros, chantajistas y asesinos. Pasan las mismas cosas, sólo que es menos descarado.

– ¿Y Bobby Earl?

– La cagó de buen principio. Yo sabía que planeaba matar a alguien. No sé si era su manera de caminar, de hablar, o esa risita que soltaba cuando le paraba yendo en coche. De donde procedía no podía esperarse otra cosa, era como un perro adiestrado para pelear. Trasladarse a la ciudad no hizo más que empeorar las cosas. Destilaba odio. A mí me odiaba, y a usted; lo odiaba todo. Iba a la deriva, haciendo tiempo hasta que el odio lo corrompiera por completo. Durante todo ese tiempo, él sabía que yo lo seguía. Sabía que estaba esperando. Y sabía que yo sabía que él también estaba esperando.

Cowart se quedó contemplando los entornados ojos del detective y pensó que Ferguson no era el único que destilaba odio.

– Deme detalles.

– No hay muchos. Una chica que asegura que la siguió hasta su casa. Otra dice que la quiso montar en su coche; al parecer se ofreció a llevarla. Trataba de ser amable. Una patrulla vecinal lo pilló merodeando por el barrio con las luces apagadas a medianoche. Había habido alguna violación y agresiones en los condados vecinos, pero los peritos no pudieron relacionarlas con él. Otra patrulla lo sorprendió en la puerta del colegio una semana antes de la desaparición y el asesinato de la niña, era justo la hora de salir de clase y él no supo explicar qué estaba haciendo ahí. Joder, pero si incluso pasé su nombre a la red nacional y pregunté a la policía de Nueva Jersey si en Newark tenían algo. Pero nada.

– Hasta que un día Joanie Shriver aparece muerta, ¿verdad?

Brown suspiró. El alcohol lo había apaciguado un poco.

– Exacto. Un día Joanie Shriver aparece muerta.

Cowart miró fijamente al teniente.

– Hay algo que no me está contando.

Brown lo reconoció con un gesto.

– Era la mejor amiga de mi hija. Y amiga mía también.

El periodista asintió con la cabeza.

Brown habló en voz baja:

– Su padre es el dueño de una cadena de ferreterías. Eran del abuelo, quien, cuando yo iba al colegio, me consiguió un empleo como hombre de la limpieza. Era uno de esos hombres que no prestaban atención al color de la piel, aunque en esos tiempos todo el mundo se fijaba en eso. ¿Recuerda lo que pasaba en Florida a principios de los sesenta? Había marchas, sentadas, quemas de cruces. Y a pesar de todo, él me dio un empleo. Me ayudó cuando entré en la universidad. Y cuando volví de Vietnam me recomendó en el cuerpo de policía. Hizo algunas llamadas y movió un par de hilos. Le debían algunos favores. ¿Cree que eso no significa nada? Y su hijo era amigo mío. Trabajábamos juntos en la ferretería. Nos contábamos chistes, hablábamos de nuestros problemas, de nuestras ilusiones de futuro. No era algo habitual en aquellos tiempos, aunque a usted todo eso seguramente no le diga nada. Pero para mí, señor Cowart, significa mucho. Nuestras hijas jugaban juntas. Y si tiene alguna idea de lo que eso significa, entenderá por qué no consigo dormir por las noches. Les debo un par de favores. Aún se los debo.

– Siga.

– ¿Tiene idea de hasta qué punto puede uno odiarse a sí mismo por no haber sabido evitar algo tan inevitable como la salida del sol o las mareas?

Cowart arrugó el entrecejo y dijo:

– Quizá.

– ¿Tiene idea de lo que es saber, saber con absoluta certeza y sin atisbo de duda, que algo terrible va a ocurrir y aun así ser incapaz de evitarlo? Y entonces, cuando ocurre, ¿que te arrebate a alguien a quien querías? ¿Que le rompa el corazón a un amigo de verdad? Y no poder hacer nada. ¡Nada de nada!

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