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«Yo también olvido -pensó-. Todos lo hacemos.»

El pasillo de la habitación de las niñas estaba repleto de fotografías de la familia. Contempló una suya, vestido de defensa y con un balón de fútbol entre las manos. Podía apreciarse que la brillante camiseta estaba deshilachada cerca de las hombreras. Los uniformes rojos y grises de su escuela eran los usados de un distrito blanco adyacente. «Las niñas no entienden eso -pensó-. No entienden lo que era saber que todos los equipos, todos los libros de la biblioteca, todos los pupitres de las clases ya habían sido usados y desechados en el instituto de blancos.» Recordaba que la primera vez que cogió su casco de fútbol de segunda mano tenía un surco ennegrecido de sudor en el interior. Había tocado el relleno para comprobar si era diferente. Luego se había llevado los dedos a la nariz para ver cómo olía. Sacudió la cabeza al rememorar aquello. «Mi visión cambió con la guerra», pensó. Sonrió. El año 1969. La marcha a Washington había sido seis años antes. La Ley de Derechos Civiles se había aprobado un año después. La Ley de Derecho de Voto, en 1965. El Sur entero estaba revolucionado con el cambio. Él había vuelto del servicio militar y había ido al instituto amparándose en la Ley de Veteranos y luego, al regresar a Pachoula, se había enterado de que la escuela para negros a la que había asistido ya no existía. Se estaba construyendo un enorme y feo edificio de cemento que sería el nuevo instituto regional. Crecían malas hierbas en los campos de juego que él conocía. La tierra rojiza con la que él solía mancharse el uniforme de fútbol estaba cubierta por una maraña de hierbajos. Recordó los brindis y pensó que había habido demasiadas pocas victorias en su vida.

Sacudió de nuevo la cabeza. «No hay que olvidar», pensó. Recordó el epíteto espetado por el hermano del hombre muerto hacía unas horas. Nada de eso ha cambiado.

Llamó a la puerta de la habitación de su hija mayor.

– ¡Vamos, Lisa! ¡Hay que levantarse! ¡Venga!

Se volvió rápidamente y dio unos golpecitos en la puerta de la otra chica.

– ¡Samantha! ¡Arriba! ¡Hora de ponerse en marcha! ¡Que hay que ir al cole!

Las quejas de las niñas lo divertían y por unos instantes lograron desterrar de su cabeza Pachoula, la niña asesinada y los dos hombres que habían ocupado una celda en el corredor de la muerte.

Tanny Brown pasó la siguiente media hora cumpliendo su papel de padre moderno en un día de colegio, es decir, persiguió, insistió y peleó hasta que, al fin, consiguió el resultado deseado: las dos niñas en la puerta con los deberes hechos y la fiambrera llena a tiempo de coger el autobús. Cuando las niñas se fueron, su padre se recluyó en su habitación para intentar dormir un rato y él se quedó a solas con la mañana. El sol inundaba la habitación y sentía que todo estaba al revés. Tenía la sensación de ser un extraño animal nocturno atrapado por la luz del día, moviéndose de sombra en sombra en busca de la familiaridad y la seguridad de la noche.

Contempló la habitación y sus ojos se posaron en un florero vacío que descansaba sobre un anaquel. Era muy alto, con una elegante forma de reloj de arena y una flor pintada ascendiendo por la cerámica. Sonrió. Recordaba que su mujer lo había comprado cuando estuvieron en México de vacaciones y que lo había traído en la mano todo el camino de vuelta a Pachoula; no se fiaba de los mozos, ni de los que cargaban las maletas ni de los porteros. Cuando llegaron a casa, ella lo colocó en el centro de la mesa del comedor y lo tenía siempre con flores. Ella era así. Cuando quería algo, lo conseguía. Aunque supusiera llevar un estúpido florero en la mano.

«Pero ya no hay más flores que las niñas», pensó.

Recordaba el empeño con que habían tratado de salvarle la vida en urgencias y que cuando él llegó todavía seguían trabajando, todos a su alrededor, controlando los niveles de adrenalina y de plasma, aplicándole masajes cardíacos, intentando insuflar algo de vida a su cuerpo. Un solo vistazo le había bastado para darse cuenta de que era inútil. Era algo que había aprendido en la guerra, a entender cuándo se había cruzado una línea invisible y cuándo, por muchos avances tecnológicos que hubiese, la llamada de la muerte era inexorable. Habían puesto todo su empeño, se habían entregado. Ella había estado allí tan sólo veinte minutos antes, trabajando junto a los demás. Veinte minutos para coger su gabardina y tal vez hacer un pequeño chiste para despedirse, dar las buenas noches al resto del equipo de urgencias, caminar hasta su coche, recorrer cinco manzanas y ser arrollada por la furgoneta de un conductor borracho. Incluso después de muerta, cuando ya no había esperanzas, siguieron intentándolo. Sabían que ella habría hecho lo mismo por ellos.

Brown se quedó mirando al techo pero no podía dormir, a pesar del agotamiento. No había vuelto a preguntarse cuándo superaría la ausencia de su mujer porque había comprendido al fin que nunca lograría sobreponerse a su muerte. Se había acostumbrado a ello y eso era suficiente para seguir adelante con el día a día.

Fue a la habitación de su hija pequeña, se acercó al escritorio y comenzó a retirar juguetes y cosas típicas de las niñas: una caja llena de abalorios, anillos y cintas del pelo, un peluche al que le faltaba una oreja, un archivador con trabajos del colegio de diferentes años y varios peines y cepillos. No tardó en encontrar lo que buscaba: un pequeño portarretratos de plata. Sostuvo la fotografía delante. El marco brillaba al recibir la luz del sol.

Era una fotografía de las dos niñas, una negra y otra blanca, una con el pelo negro y otra rubia, cogidas del brazo, sonrientes, con aparatos de ortodoncia y maquillaje, boas de plumas y trajes de disfraz.

Miró las dos caras de la fotografía.

«Amigas -pensó-. Cualquiera que viera la fotografía se daría cuenta de que nada más importaba, que ellas simplemente se querían, compartían secretos y esperanzas, lágrimas y bromas» Tenían nueve años y posaban con descaro ante la cámara. Era Halloween, se habían disfrazado con trajes de colores y prendas estrafalarias para ver quién superaba a quién con su aspecto estrambótico, todo entre risas y euforia infantil.

La ira estaba a punto de apoderarse de él. Lo único que veía era a Blair Sullivan burlándose de él. «Espero que hayas sufrido -pensó-. Espero que te hayan arrancado el alma del cuerpo con todo el dolor del mundo.» A continuación pensó en Ferguson. «Crees que eres libre. Crees que te vas a salir con la tuya. Ni lo sueñes.»

Bajó la vista hacia la fotografía. Le gustaba especialmente la manera en que cada una rodeaba con el brazo los hombros de la otra. El brazo negro de su hija colgaba del hombro de Joanie y el brazo de ésta del hombro de su hija; se estaban arropando una a la otra.

«La primera y la mejor amiga de mi hija», pensó.

Miró los ojos de Joanie, de un azul vibrante. Del mismo color que el cielo de Florida en la mañana del funeral de su esposa. Él se había apartado del resto de los asistentes, cobijando a sus dos hijas bajo sus brazos, mientras oía el sonsonete del predicador y sus palabras sobre la fe, la devoción, el amor, la llamada de regreso al Valle, que apenas escuchaba. No sabía si lograría reunir fuerzas para seguir adelante. No había apartado a sus hijas de su lado ni un instante, consciente solamente de que las dos se estaban ahogando en llanto. Habría querido enfadarse pero sabía que eso habría sido demasiado simple, que mucho más allá de la ira estaba condenado a la agonía eterna y al terror de que, con la pérdida de su madre, pudiera llegar a perder también a sus hijas. De que, con el corazón desgarrado, no fuesen capaces de mantenerse unidos. Él había enmudecido, no sabía qué decirles, no sabía qué hacer por ellas, en especial por Samantha, la menor, que había llorado sin cesar desde el accidente.

El resto de los presentes habían respetado la distancia, pero Joanie Shriver se había soltado de la mano de su propio padre con un gesto serio tras las lágrimas, su mejor vestido y los ojos llorosos, y había ido hasta donde se encontraba él para decirle: «No te preocupes por Samantha. Es mi amiga y yo cuidaré de ella.» Y había cumplido con creces su promesa. Siempre había estado allí cuando Samantha había necesitado a alguien en quien apoyarse. En los fines de semana, en las vacaciones y a la salida del colegio, siempre ayudándolo a él a restablecer una rutina y una vida estable. Nueve años y parecía saber más que cualquier adulto.

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