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De la cocina llegaba aroma a beicon frito y se encaminó hacia allí pasando junto al mobiliario danés y las fotos enmarcadas. Se quedó parado un instante en el umbral de la cocina, observando a su padre, que estaba inclinado sobre los fogones, cascando unos huevos sobre una sartén.

– Hola, viejo -dijo.

Su padre no se movió, pero blasfemó al saltarle un poco de grasa del beicon a la mano.

– He dicho buenos días.

Su padre se volvió lentamente.

– No te he oído entrar -dijo sonriente.

Tanny Brown le dedicó una sonrisa. Su padre ya no oía muy bien. Él se acercó y le pasó el brazo por los hombros. Notó los huesos del anciano bajo su descolorida camisa de algodón. Dio un pequeño apretón a su padre, pensando en lo delgado que se había quedado, en su aspecto de fragilidad, como si fuera a romperse con el abrazo. Sintió una sombra de tristeza en su interior, recordó los tiempos en que pensaba que no había nada en el mundo que aquellos brazos no pudieran levantar. Toda esa fuerza arrebatada por la enfermedad. Pensó: «Creces ansioso esperando el día en que seas más fuerte y más duro que tu padre, pero cuando llega ese día te sientes incómodo y avergonzado.»

– Te has levantado temprano -comentó Brown apartando el brazo.

Su padre se encogió de hombros. Ya apenas dormía, Brown lo sabía. Se lo impedían el dolor y cierta rebeldía.

– ¿Y por qué me llamas «viejo»? No soy tan viejo. Todavía podría darte una buena tunda.

– Seguro que sí -respondió Brown sonriendo. Aquélla era una fábula con la que ambos disfrutaban.

– Claro que podría -insistió su padre.

– ¿Se han levantado las niñas?

– No. He oído movimiento por ahí. A lo mejor el olor a beicon las despierta. Pero son jóvenes y perezosas y no les gusta levantarse por las mañanas. Si tu madre siguiera con nosotros, se encargaría de que estuvieran firmes como una vela al primer canto del gallo. Y estarían aquí friéndose ellas mismas el beicon. Y quizás hasta haciendo galletas.

Brown meneó la cabeza.

– Pues si su madre siguiera aquí, les diría que durmieran hasta las tantas. Las dejaría perder el autobús y las llevaría ella misma al colegio.

Los dos hombres se rieron asintiendo con la cabeza. Brown sabía perfectamente que las quejas de su padre eran impostadas; el anciano sentía adoración por sus nietas.

Su padre se volvió hacia los fogones.

– Te prepararé unos huevos. Una noche dura, ¿eh?

– Una mujer disparó a su ex marido cuando se presentó en su casa con una pistola. Nada extraordinario ni especial, papá. Triste y muy sangriento, eso sí…

– Siéntate. Tienes que estar molido. ¿Por qué no trabajas con un horario fijo?

– La muerte no tiene horario fijo, así que yo tampoco.

– Supongo que ésa es la excusa por la que no fuiste a misa el domingo pasado. Ni el anterior.

– Bueno…

– Si tu madre viviera te sacudiría un buen cachete por no ir a misa. Y luego a mí por permitirlo. Hijo, eso no está bien, ¿sabes…?

– Ya. Iré el domingo. Al menos lo intentaré…

Su padre batió los huevos en un cuenco.

– No me gustan nada todos estos cacharros modernos. Como ese maldito trasto eléctrico de ahí, que a saber lo que es.

– Un microondas.

– Eso, pues no funciona.

– Tú no sabes utilizarlo, que es diferente.

Su padre sonrió. Brown sabía que el anciano albergaba una contradictoria sensación de superioridad por haberse criado en un mundo donde uno hacía sus necesidades en la calle, almacenaba nieve en las neveras, sacaba el agua de un pozo y cocinaba con leña; había vivido siempre al aire libre en un mundo antiguo y conocido y, siendo ya mayor, había tenido que trasladarse a un lugar que, más que una casa, le parecía una nave espacial. Todos los electrodomésticos de la clase media le hacían mucha gracia y la mayoría de ellos le resultaban del todo inútiles.

– Es que no acabo de ver para qué demonios sirve ese trasto, aparte de para descongelar.

En ese sentido Brown le daba la razón a su padre.

Observó cómo las manos deformadas del anciano ponían los huevos en la sartén y luego les daban la vuelta, plegándolos con maestría. «Admirable», pensó. La artritis le había arrebatado gran parte de su movilidad; la edad, buena parte de la vista y el oído; una dolencia cardíaca le había consumido la energía y lo había dejado en los huesos y la piel, una piel que antaño marcaba sus músculos y que ahora pendía fláccida de sus brazos. Pero la destreza de viejo curtidor no lo había abandonado. Todavía era capaz de coger un cuchillo y partir una manzana en trozos iguales, de coger un lápiz y trazar una línea recta perfecta. La única diferencia era que ahora le dolía al hacerlo.

– Aquí tienes. Creo que ha quedado bueno.

– ¿Tú no comes?

– No. Haré sólo para las niñas. Yo tomaré café con un trozo de pan. -El anciano se miró el pecho-. No hace falta mucha cosa para mantenerme en pie. -Se deslizó lentamente en una silla con esfuerzo y molestias evidentes. El hijo fingió no percatarse-. Malditos huesos viejos.

– ¿Qué has dicho?

– Nada.

Durante unos instantes permanecieron en silencio.

– Theodore -dijo el padre al cabo-, ¿cómo es que no has pensado nunca en encontrar otra mujer?

El hijo sacudió la cabeza.

– No encontraré nunca otra Lizzie -dijo.

– ¿Cómo lo sabes si no buscas?

– Cuando mamá murió, tú tampoco te pusiste a buscar otra mujer.

– Yo ya era mayor. Tú aún eres joven.

Brown volvió a negar con la cabeza.

– Tengo todo lo que necesito. Todavía te tengo a ti, y a las niñas y mi trabajo y esta casa. Estoy bien.

El anciano gruñó, pero no dijo nada. Cuando su hijo terminó, cogió el plato y lo llevó lentamente al fregadero.

– Voy a despertar a las niñas -dijo Brown.

Su padre asintió con otro gruñido. El hijo se quedó inmóvil, observándolo. «Menudo par -pensó-. Un viudo joven y un viudo viejo educando a dos niñas lo mejor que saben.» Su padre comenzó a murmurar para sí mientras fregaba los platos. Brown reprimió una risa cariñosa. Seguía negándose a utilizar el lavavajillas y tampoco dejaba que los demás lo hicieran. Insistía en que sólo había una forma de garantizar que las cosas quedaran bien limpias, y era limpiándolas uno mismo. Él, a su manera, pensaba que eso era lo correcto. Cuando las niñas protestaron, poco después de que el abuelo se mudara a la casa, Brown les había explicado que su padre estaba chapado a la antigua. La explicación sembró inquietud en el hogar durante unos días. Al llegar el fin de semana Tanny Brown había montado a sus hijas en su coche sin distintivos y las había llevado a ochenta kilómetros al norte, a Bay Minette, justo en la frontera con Alabama. Habían atravesado la pequeña y polvorienta ciudad compuesta de inexpresivos edificios de ladrillo que brillaban con el calor del mediodía y, después de pasar por un largo y fresco pasillo de sauces llorones que les adentró en el campo, habían llegado a una granja.

Brown había cruzado con las niñas una gran extensión hasta llegar a un valle donde el calor parecía suspendido en el aire, dificultándoles la respiración. Les señaló un grupo de casuchas, ya deshabitadas, desvencijadas por el paso del tiempo, pintadas en rojos y marrones descoloridos por los años, y les contó que allí era donde había nacido y crecido su abuelo. Luego las llevó de regreso a Pachoula y les mostró la escuela segregada donde el abuelo había aprendido a leer y escribir, y después la parte de la granja donde había trabajado duro para llegar a ser cuidador y donde había aprendido el oficio de curtidor. A continuación les enseñó la casa que el abuelo había comprado en lo que en su día se conocía como Blacktown y donde la abuela había montado su negocio de costura, en el que se labró una reputación tan buena que su talento superó las fronteras raciales. Fue la primera de la comunidad en conseguirlo. Les mostró también la pequeña iglesia blanca donde el abuelo había sido diácono y la abuela había cantado en el coro. Finalmente, regresaron a casa y el asunto del lavavajillas no se volvió a mencionar.

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