Dos policías soltaron una breve carcajada.
Tanny Brown le dio la espalda al hombre, que protestaba mientras lo arrastraban hacia el coche patrulla, y volvió a la caravana. La mujer estaba dentro, encogida de miedo.
– Señora Collins, tenemos que ir a comisaría -le dijo suavemente-. Allí le vamos a leer sus derechos. Luego quiero que llame al abogado y le pida que venga a ayudarla. ¿Lo entiende?
Ella asintió con la cabeza.
– Tengo que llamar a mis hijos.
– Allí habrá tiempo para eso.
El teniente se volvió hacia el policía uniformado.
– Dile a una de las agentes de ahí fuera que la lleven deprisa. Encárgate de que coma algo por el camino.
– ¿Qué cargo se le imputa? -preguntó el agente.
Brown se volvió y miró el cadáver que continuaba tendido en el patio.
– Supongo que disparar un arma dentro de los límites municipales. Eso servirá hasta que yo hable con el fiscal del estado.
Salió de nuevo y echó un último vistazo al cadáver. «Estúpido -pensó-. Realmente estúpido. -Consultó su reloj y pensó-: Muchas muertes esta noche.» La cara del muerto se le fue desdibujando en la mente hasta ser sustituida por el recuerdo de la primera visión del cuerpo de Joanie Shriver, tendida en el centro de varios hombres del equipo de rescate avergonzados e indignados. Se encontraban en la orilla del pantano, con trozos de fango verde pegados a las empapadas botas y al equipo de vadeo. Recordó la sensación de querer tocarla, cubrirla, y su esfuerzo por contenerse y armarse de valor para afrontar aquel caso abominable. Volvió a digerir como pudo aquella imagen. «Todo ha sido culpa mía -había pensado entonces-. Pero yo lo arreglaré. No se me escapará.»
Tanny Brown, luchando con esas visiones de muerte, se dirigió lentamente hacia su coche, convencido de que nada había terminado aquella noche. Ni siquiera la vida que había reclamado el estado.
Estaba a punto de amanecer cuando Bruce Wilcox llamó. Las primeras luces iban ganando terreno a la oscuridad de los árboles y el cielo, y devolvían al mundo sus formas y contornos.
Brown había pasado el resto de la noche tomando declaración a la señora Collins; dos horas de una historia oculta y amarga sobre abusos sexuales y malos tratos, lo cual respondía, más o menos, a lo que él ya se imaginaba. «Las historias son siempre las mismas -había pensado-. Lo único que cambian son las víctimas.» Luego había discutido con un irascible ayudante del fiscal del estado, malhumorado porque lo habían despertado a media noche, y negociado con un abogado que de pronto se había visto desbordado por aquel asunto. Defensa propia, le había insistido al fiscal, que quería acusarla de asesinato en segundo grado. Al final habían convenido imputarle el cargo de homicidio sin premeditación, pues estaban de acuerdo en que si aquella noche se había cometido algún crimen, no era nada en comparación con los que le habían sido infligidos a la mujer.
El agotamiento se había apoderado de él, igual que sus dedos se apoderaban de un bolígrafo para firmar los últimos informes cuando sonó el teléfono en su despacho.
– ¿Sí?
– ¿Tanny? Soy Bruce. Borra de la lista a un asesino en serie. Al final lo hizo.
– Venga. ¿Qué pasó?
– Resumiendo, mandó a todo el mundo a tomar por culo y se sentó en la silla.
– Joder. -Brown sintió que su cansancio desaparecía.
– Sí. El viejo Sully fue un hijoputa retorcido hasta el último momento. Pero eso no es lo más interesante.
El teniente percibía la excitación de su colega, el entusiasmo infantil que afloraba en él a pesar de la hora y de lo espeluznante de todo lo sucedido.
– Y bien -dijo-. ¿Qué es eso tan interesante?
– Nuestro chico, Cowart. ¿Sabes?, se pasó todo el día encerrado allí con ese capullo, él solo, escuchando cómo ese cabrón confesaba casi cuarenta crímenes cometidos por toda Florida, Louisiana y Alabama. Un goteo constante. Pero bueno, el caso es que Cowart salió de esa amigable charla blanco como el papel. Luego estuvo a punto de flaquear cuando los buitres de sus colegas le apretaron las tuercas. Lo avasallaron a preguntas de una manera brutal. Me recordó a los combates de lucha libre, ¿sabes?, cuando ves que tu rival te va a machacar y te defiendes como puedes, hasta que sólo te queda esperar a que suene la campana. Pero entretanto te pegan una y otra vez.
– Eso es interesante.
– Sí. Y cuando se cansó de que sus colegas de la prensa lo machacaran, salió de allí como alma que lleva el diablo.
– ¿Y adonde se fue?
– Ha vuelto a Miami. Al menos eso dijo, aunque no estoy tan seguro. Se supone que hoy debía reunirse con esos detectives del condado de Monroe. Ellos tampoco estaban demasiado contentos con el amigo Cowart. Sabe algo sobre los asesinatos de allí que no quiere contar.
– ¿En serio?
– No lo sé con certeza, sólo es una corazonada. Pero ese tipo ha salido de allí con el estómago revuelto. Y no creo que haya contado ni la mitad.
Brown se recostó en su silla. Le resultaba fácil imaginarse al periodista apabullado por la presión de la información. «A veces preferiríamos no saber ciertas cosas», pensó. Su mente maquinaba a toda velocidad como si estuviera haciendo cálculos.
– Bruce, ¿sabes lo que creo?
– Apuesto a que lo mismo que yo.
– Sullivan le contó algo que Cowart no quería oír. Algo que no concuerda con la versión que él se había montado.
– A veces la vida no es tan sencilla como parece, ¿verdad, jefe?
– Desde luego.
– El caso es que ese capullo no habría salido con esa cara de zombi sólo porque alguien le hubiera confesado un puñado de asesinatos, por muchos que sean -dijo Wilcox-. Vamos, todo el mundo daba por hecho que Sully tenía más crímenes a las espaldas de los que había confesado, eso no es ninguna sorpresa…
– … pero sólo hay un asesinato que signifique algo para él -acabó Brown el razonamiento.
– Exacto.
«Y sólo hay un asesinato que signifique algo para mí», pensó Tanny Brown.
Condujo lentamente bajo la tenue luz del amanecer mientras las preguntas se le agolpaban en la cabeza. Divisó al repartidor de periódicos en su bicicleta, zigzagueando por la calle, y detuvo el coche tras él. El chico se volvió, reconoció al detective y lo saludó antes de reanudar el pedaleo. Brown lo vio alejarse entre las sombras lánguidas de la mañana que difuminaban los contornos del barrio, otorgándole el aspecto de una fotografía ligeramente desenfocada. Aparcó el coche en la entrada de su casa y miró en derredor. Contempló la seguridad del mundo moderno: hileras regulares de sólidas casas pintadas de blanco reluciente o tonos pastel claro, todas bien delimitadas con sus setos y arbustos impecables, césped en los jardines y últimos modelos de coches aparcados a la entrada. Una existencia sencilla, de clase media. Todas las casas pertenecían a una promoción de diez manzanas proyectada por una sola constructora con el objetivo de crear una comunidad con personalidad y uniforme a la vez. Aquello ya no era el viejo Sur. Médicos, abogados, y lo que en su día fue la ciase trabajadora: policías, como él. Negros y blancos. El Estados Unidos moderno estaba progresando. Se miró las manos. «Suaves -pensó-. Manos de oficinista. No como las de mi padre. -Se fijó en su cada vez más prominente barriga-. Madre mía -pensó-. Y encima vivo aquí.»
Ya en la casa, colgó su pistolera en un perchero, junto a las dos mochilas del colegio llenas de cuadernos y papeles. Sacó la pistola y, como de costumbre, revisó las recámaras. Era una Magnum 357 de cañón corto, cargada con munición diábolo. Sopesó la pistola en la mano y se recordó que debía reservar hora en el recinto de prácticas de tiro del departamento; habían pasado meses desde la última sesión. Abrió el cajón donde guardaba el seguro del gatillo y bloqueó la palanca. Dejó la pistola en el cajón y se agachó para quitarse el arma de repuesto de la funda del tobillo.