Las dos primeras veces que sonó el teléfono no se inmutó. A la tercera reaccionó y, pese a ser consciente de que no le apetecía hablar con nadie, cogió el auricular.
– ¿Diga?
– ¡Por Dios! ¿Matt?
Era Will Martin, de la redacción del periódico.
– ¿Will?
– Santo cielo, muchacho, ¿dónde demonios te habías metido? Aquí se están volviendo locos buscándote.
– He vuelto. Acabo de llegar.
– ¿Desde Starke? Hay ocho horas de viaje.
– Menos de seis, en realidad. He pisado el acelerador.
– Bueno, muchacho, espero que puedas escribir tan rápido como conduces. El jefe está histérico esperando tu artículo y sólo quedan un par de horas para el cierre de la primera edición. Más vale que te pongas las pilas, vente para aquí volando. -Su voz denotaba emoción.
– De acuerdo, de acuerdo… -Cowart escuchó su propia voz como si fuera de otro-. Oye, Will, ¿qué dicen los teletipos?
– Nada bueno. Aún están con tu conferencia de prensa. Por cierto, ¿se puede saber qué demonios ha pasado? No se habla de otra cosa pero nadie sabe nada. Tendrías que escuchar el contestador. Los noticiarios, el Times, el Post y los semanarios, y no es más que el principio. Los tres canales locales tienen tomada la puerta principal, o sea que tendremos que ingeniárnoslas para hacerte entrar discretamente. Tenemos media docena de llamadas de los de homicidios, han encontrado seis fiambres en la ruta de Sullivan. Todo el mundo quiere saber qué te contó ese asesino antes de que se le cruzaran los cables.
– Sullivan confesó un puñado de crímenes.
– Eso ya lo sé. Viene en los teletipos. Es lo que le has dicho a todo el mundo en la rueda de prensa. Pero necesitamos los pormenores ya, hijo. Palabra por palabra. Nombres, fechas, detalles. Ahora mismo. ¿Lo tienes grabado? Habrá que pasárselo a un mecanógrafo, a media docena de mecanógrafos si hace falta, hay que transcribirlo. Vamos, Matty, me imagino que estarás exhausto, chaval, pero tienes que venir antes de que nos volvamos todos majaras. Ya dormirás más tarde, coño. Además, dormir no es tan importante. Vale más un buen artículo. Hazme caso.
– De acuerdo -cedió Cowart. Toda intención de explicar lo ocurrido se había disipado con el entusiasmo que Will irradiaba. Si Martin, alguien acostumbrado a sopesar serenamente los hechos en los editoriales, estaba en este estado, el jefe de redacción debía de estar frenético. Las noticias bomba repercuten sobre todo el personal de un periódico. Los enganchan, los absorben, los hacen sentirse partícipes de los hechos. Respiró hondo-. Voy para allá. Pero ¿cómo esquivo las cámaras?
– ¿Sabes la calle que queda entre el hotel Marriott del centro y el Omni Mall? ¿Aquella callejuela que da a la bahía?
– Sí.
– Bien, habrá un camión de reparto esperándote en la esquina dentro de veinte minutos. Sube y luego entra por la entrada de mercancías.
– Como en las películas, ¿eh? -Sonrió.
– Corren malos tiempos, hijo, hay que tomar medidas extraordinarias. No se nos ha ocurrido nada mejor. Supongo que la CIA y el KGB habrían dado con un plan más brillante, pero aquí el tiempo apremia. Y por lo demás, dar esquinazo a un enjambre de cámaras de la tele tampoco debe de ser nada del otro jueves.
– Ya salgo para ahí. -Entonces se acordó de las cintas que llevaba en el maletín con la confesión y la verdad sobre la muerte de Joanie Shriver. No podía permitir que nadie las escuchara. No hasta que las cosas se calmasen y él hubiera decidido qué hacer. Trató de ganar tiempo-. Oye, antes tendría que darme una ducha. Diles a los del camión que esperen unos tres cuartos de hora. Quizás una hora.
– Ni hablar. Para escribir no hace falta tener buen aspecto.
– Pero tengo que ordenar las ideas.
– ¿Quieres que le diga al jefe que estás «pensando»?
– No, no, dile que voy pero que estoy reuniendo mis notas. Treinta minutos, Will. Media hora. Te lo prometo.
– Ni un minuto más. Venga, hijo, muévete. -Will Martin hizo un chasquido para subrayar lo urgente del asunto.
– Media hora. Ni un minuto más.
– Vale. Voy a decírselo. Señor, le va a dar un infarto y no son más que las diez de la mañana. El camión te estará esperando. Pero date prisa. A ver si hacemos que el jefe llegue a mañana, ¿de acuerdo? -Martín se rió de su propia gracia y colgó.
A Cowart la cabeza no dejaba de darle vueltas. Sabía que se le estaban agotando las opciones, que los detectives llegarían a la redacción de un momento a otro. La situación empezaba a escapársele de las manos. Tenía que ir y escribir algo. Había muchas esperanzas depositadas en él.
Abrió el maletín y sacó las cintas. No le llevó más de un segundo encontrar la última; había tenido la precaución de numerarlas a medida que las iba grabando. Por un instante la sostuvo en la mano y pensó en destruirla, pero la introdujo en el casete y la rebobinó hasta el principio, luego la adelantó unos segundos y pulsó play. La áspera voz de Blair Sullivan resonó en los altavoces, llenando el pequeño apartamento con su amargo mensaje. Cowart esperó hasta oír aquellas palabras: «… ahora le contaré la verdad sobre la pequeña Joanie Shriver.»
Detuvo la cinta y la rebobinó un poco, hasta el punto en que Sullivan decía: «Ésos son los treinta y nueve. Casi nada, ¿no?» Y él respondía: «Señor Sullivan, no queda mucho tiempo.» Entonces el asesino le había gritado: «Pero ¿es que no me ha oído, amigo?», y luego: «Es hora de contarle una última historia…»
Rebobinó de nuevo, hasta «Casi nada, ¿no?».
Se acercó a su colección de discos y cintas y dio con un casete del Sketches of Spain, de Miles Davis, que había grabado hacía años. Era una cinta vieja, muy gastada, con la etiqueta casi ilegible. La introdujo en la platina de copiado y avanzó unos minutos. Luego puso el modo grabación simultánea y pulsó rec.
Cowart oyó las palabras bullendo a su alrededor e intentó desterrarlas de su mente.
Cuando la cinta terminó, pulsó stop. Escuchó la confesión de Sullivan en la cinta de Miles Davis. La claridad de la voz había disminuido, pero seguía perfectamente audible. Acto seguido, cogió la cinta y la devolvió a su sitio entre los demás discos y cintas del anaquel.
Se quedó un momento mirando fijamente el original. Luego rebobinó hasta el fragmento que había copiado, pulsó rec y borró las palabras de Sullivan con un silencio sofocante. Podría parecer una manera algo abrupta de acabar la grabación, pero le sacaría del aprieto. Ignoraba si la cinta sería sometida a una investigación metódica en los laboratorios de la policía, pero al menos ganaría un poco de tiempo.
Cowart apartó por un momento los ojos de la pantalla del ordenador y distinguió a la pareja de detectives avanzando por la redacción. Sortearon las distintas mesas, zigzagueando en dirección a él, ajenos a la presencia de los periodistas de la sala, que les seguían con la mirada. Cuando llegaron a su escritorio, ya todo el mundo les estaba mirando.
– Muy bien, señor Cowart -dijo Andrea Shaeffer con tono impaciente-. Nuestro turno.
Le dio la impresión de que las palabras se difuminaban en la pantalla.
– Termino en un segundo -contestó, con los ojos fijos en el ordenador.
– Ya ha terminado -repuso Michael Weiss.
En ese momento llegó el redactor jefe y se interpuso entre los dos policías y Cowart.
– Queremos una declaración completa, ahora mismo. Hace días que tratamos de conseguirla y ya estamos hartos de jugar al gato y al ratón -explicó Shaeffer.
El redactor jefe hizo un gesto con la cabeza.
– Cuando termine.
– Eso nos dijo el otro día, cuando encontró los cuerpos. Entonces tenía que hablar con Sullivan. Luego no sé qué le cuenta Sullivan pero necesita estar a solas. Y ahora tiene que escribir. ¿Acaso necesitamos suscribirnos a su maldito periódico para enterarnos de las cosas? -espetó Weiss con exasperación.