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– ¡Eh, Andy! -exclamó-. Vaya, me alegra saber de ti. ¿Cómo han ido las cosas por ahí? ¿Qué ha pasado con tu chico malo?

– Yo tenía razón -respondió Shaeffer-. Ese tipo está como un cencerro. Tengo que ayudar a este poli de Escambia con un arresto, luego volveré a casa.

Notó que Weiss estaba asimilando su enigmática explicación. Antes de que él pudiera replicar, agregó:

– Estoy en Florida. Puedo llegar a Starke mañana, ¿de acuerdo? Allí te pondré al corriente.

– Está bien -respondió él-. Pero no pierdas más tiempo. Por cierto, adivinas qué he encontrado.

– ¿El arma del crimen?

– No he tenido tanta suerte. Pero adivina quién realizó doce llamadas de teléfono a su hermano de los cayos durante el mes previo a los asesinatos. Y adivina de quién era el todoterreno nuevecito al que multaron por exceso de velocidad en la 1- 95, a las afueras de Miami, veinticuatro horas antes de que el señor periodista hallara los cuerpos.

– ¿Del bueno del sargento?

– Bingo. Mañana veré al concesionario. Tengo que averiguar exactamente cómo compró ese cuatro por cuatro nuevo, rojo. Con neumáticos gruesos y una barra de luces. Ya sabes, un Ferrari de paleto sureño. -Soltó una risita-. Venga, Andy, yo ya he recabado toda la información. Ahora necesito tu famosa técnica de interrogatorio implacable para acorralar a ese tipo. Es el hombre que buscamos. Lo presiento.

– Iré mañana -dijo ella.

Colgó. Sus ojos se posaron en el arma, que yacía en la cama a su lado. Dejó la mente en blanco, cogió la pistola y, protegiéndola entre sus manos, se tumbó en la cama y se quitó los zapatos, aunque no la ropa. Se dijo que necesitaba dormir un rato y cerró los ojos, sin soltar la pistola, ligeramente indignada con Cowart por haber puesto de relieve la verdad: ella seguiría implicada hasta el final.

Cowart se sentó en el borde de la cama y se quedó mirando al teléfono, como si esperara que fuera a sonar. Finalmente cogió el auricular. Pulsó el ocho para establecer una comunicación de larga distancia, luego comenzó a marcar el número de su ex mujer y su hija en Tampa. Pulsó nueve de los once dígitos y se detuvo.

No se le ocurría nada que decir. No tenía nada que añadir a lo que les había contado de madrugada. Y no quería enterarse de que habían desoído su advertencia y continuaban desprotegidas y expuestas al peligro en su lujosa casa de urbanización. Era preferible imaginar a su hija descansando a buen recaudo en Michigan. Desconectó la línea, volvió a pulsar el ocho y marcó el número de la centralita del Miami Journal. Necesitaba hablar con alguien del periódico.

– Miami Journal- contestó una voz de mujer.

Cowart guardó silencio.

– Miamijournal -repitió la mujer con cierta impaciencia-. ¿Oiga?

La operadora colgó y Cowart se quedó sosteniendo el auricular. Pensó en Vernon Hawkins y deseó poder telefonear al cielo. «O tal vez al infierno -se dijo-. ¿Qué me aconsejaría Hawkins? Sin duda que lo arreglara y luego continuara con mi vida.» Aquel viejo detective no tenía tiempo para tonterías.

Volvió a mirar el auricular. Mientras sacudía la cabeza, como resistiéndose a cumplir una orden que no había recibido, se lo llevó al oído y marcó el número de la recepción.

– Soy Cowart, de la ciento uno. Querría que me llamaran a las cinco para despertarme.

– Sí, señor. Tiene usted que madrugar.

– Así es.

– Habitación ciento uno a las cinco. Descuide, señor.

Colgó y se tumbó en la cama. Le pareció un mal chiste que la única persona en el mundo con la que se le ocurría hablar fuera el recepcionista de un anodino motel. Cerró los ojos y se dispuso a esperar a que llegara la hora de levantarse.

La noche envolvió al teniente Brown como un traje que no se ajusta a la talla. Un calor suave y húmedo anegaba el aire oscuro. Ráfagas ocasionales de luz surcaban el cielo distante, como si hubiera estallado una tormenta en el Golfo, a kilómetros de distancia, más allá de la costa de Pensacola. Daba la impresión de que se estaban librando batallas a lo lejos. Pachoula, sin embargo, continuaba tranquila, ajena a las colosales fuerzas que se batían en las cercanías. Volvió a centrar su atención en la silenciosa calle por la que circulaba. A la derecha vio la escuela, un edificio bajo y poco atractivo, a la espera de la transfusión de niños que le devolvería la vida. Escuchó crujir la suspensión del coche a medida que avanzaba y se detuvo un instante bajo el sauce, volviendo la mirada atrás para contemplar la escuela.

«Aquí comenzó todo. Fue exactamente aquí donde ella se subió al coche. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué no vio el peligro y echó a correr hasta ponerse a salvo? ¿Ni siquiera gritó pidiendo ayuda?»

Era la edad, él lo sabía, pasaba lo mismo con su propia hija. Era lo bastante mayor para estar expuesta a todos los horrores del mundo, pero demasiado pequeña para saber reconocerlos. Pensó en cuántas veces se había planteado contarles a su hija y a Joanie Shriver la verdad sobre los peligros que acechaban a todas horas. Pero en todas las ocasiones había preferido tragarse los horrores que resonaban en su cabeza para que las niñas tuviesen un día más, una hora más, unos minutos más de inocencia y de la libertad que aquélla conlleva.

«Uno pierde algo cuando sabe estas cosas», pensó.

Recordó la primera vez que alguien lo había llamado «negro» y la lección que había aprendido aquel día. Fue a los cinco años y volvió a casa llorando. Su madre lo consoló y consiguió que se le pasara el disgusto, pero no pudo asegurarle que no volvería a suceder. En aquel momento Brown supo que había perdido algo. «Lo que uno aprende sobre el mal lo aprende despacio, pero para siempre -pensó-. Los prejuicios. El odio. La compulsión. El asesinato. Cada lección te arranca un trocito de la esperanza de la juventud.»

Puso el coche en marcha y recorrió unas manzanas hasta la casa de los Shriver. Había luz en la cocina y el salón y, por un instante, consideró la posibilidad de llamar a la puerta. Sería bienvenido, no lo dudaba. Le ofrecerían un café, tal vez algo de cena. «Pero antes éramos amigos. Ahora no soy más que alguien que evoca recuerdos terribles.» Le ofrecerían asiento en el salón y esperarían educadamente a que les explicara el motivo de su visita y él se vería forzado a inventarse algo que sonara más o menos oficial. No sería capaz de contarles nada de lo que estaba sucediendo. Y al final ellos hablarían sobre su hija y dirían que echaban de menos a la de Brown, la amiga de Joanie, porque ya no pasaba nunca por allí. Escuchar aquello le resultaría muy duro.

Se quedó contemplando la casa hasta que las luces se apagaron y se fueron a la cama, a dormir, fuera como fuese el sueño que los Shriver lograran conciliar.

Brown tenía una extraña sensación de invisibilidad, como si el color de su piel se fundiese con la noche. Tuvo un horrible y fugaz pensamiento: que Ferguson sintiera lo mismo al deslizarse en la oscuridad, dejando que lo camuflara. «¿Es así como se siente?», se preguntó. No supo responderse.

Recorrió las calles que conocía desde la infancia, calles que susurraban sobre la edad y la continuidad, antes de toparse con las recientes urbanizaciones residenciales, que hablaban de cambio y futuro. Sintió la textura de la ciudad casi como un granjero cuando remueve la tierra. De pronto se encontró en su propia calle; vislumbró un coche patrulla aparcado a media manzana y se detuvo detrás.

El agente uniformado se apeó inmediatamente; llevaba la pistola en una mano y en la otra una linterna con la que alumbró hacia el coche de Brown.

Él bajó.

– Soy yo, el teniente Brown -se identificó.

El joven agente se acercó.

– Dios mío, teniente, me ha dado un susto de muerte.

– Lo siento. Sólo quería echar una ojeada.

– ¿Va a quedarse, señor? ¿Quiere que me vaya?

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