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Luego habló con el tutor de Ferguson en el instituto, quien le dijo otro tanto de lo mismo, si bien señaló que, en Newark, las notas de Ferguson eran mejores. Ninguno de los dos hombres había sabido darle el nombre de algún amigo íntimo del joven.

Empezó a ver a Ferguson como un hombre que flota al margen, inseguro de sí mismo, inseguro de su identidad y su porvenir; un hombre que espera algo, cuando ya le ha pasado lo peor. Más que como alguien inocente, lo veía como una víctima de su propia pasividad. Un hombre del que aprovecharse. Eso le ayudó a entender lo sucedido en Pachoula. Pensó en el contraste existente entre dos hombres que formaban parte del caso: a uno no le gustaba caerse y dar tumbos en la parte de atrás del autobús, mientras que el otro atravesaba la línea de fuego corriendo para ayudar a los demás. Uno pasó por la universidad y el otro se hizo policía. «Ferguson no tuvo ninguna oportunidad cuando se vio cara a cara con Brown», pensó.

Antes del fin de semana, un fotógrafo que el Journal había enviado al norte de Florida estaba de regreso. Esparció sus fotografías sobre un expositor, ante la atenta mirada de Cowart: había una a todo color de Ferguson en su celda, mirando fijamente a la cámara por entre los barrotes; otra de la alcantarilla, y otras de Pachoula, de la casa de los Shriver y del colegio. También estaba la misma fotografía que Cowart había visto colgada en la escuela y una de Tanny Brown y Bruce Wilcox saliendo con gesto furibundo del departamento de homicidios del condado de Escambia.

– ¿Cómo consiguió ésta? -preguntó Cowart.

– Me pasé el día vigilando, a la espera. Tampoco se puede decir que a ellos les hiciera demasiada gracia.

Cowart asintió, encantado de no haber estado allí para verlo.

– ¿Y Sully?

– No dejó que lo fotografiara. Pero tengo una buena toma de su juicio. Mire. -Le enseñó la fotografía.

Era Blair Sullivan avanzando por un pasillo de los tribunales, encadenado de pies y manos, y escoltado por dos corpulentos detectives. Miraba a la cámara con desdén, medio sonriente, medio amenazante.

– Hay algo que no acabo de entender -dijo el fotógrafo.

– ¿Qué es?

– Bueno, si viera que este hombre se me acerca en la calle, seguramente echaría a correr en la otra dirección. No me subiría a su coche. Pero Ferguson… en fin, ya me entiende, ni siquiera cuando te mira con rabia parece tan despiadado. Quiero decir, podría convencerme de que subiera a su coche.

– Nunca se sabe -repuso Cowart, y cogió la fotografía de Sullivan-. Este hombre es un psicópata. Podría convencerte de cualquier cosa. No es sólo esa niña; piensa en todas las personas que asesinó. ¿Qué me dices de esa pareja de ancianos a la que mató después de ayudarlos a cambiar un neumático? Es posible que le dieran las gracias antes de morir. O la camarera que se fue con él para pasar un buen rato, ¿recuerdas? Creía que se iban de juerga. No lo tomó por un asesino. ¿Y el muchacho de la estación de servicio? Tenía uno de esos botones de emergencia justo debajo de la caja registradora, pero no lo pulsó.

– Supongo que no tuvo oportunidad. -Cowart se encogió de hombros-. En cualquier caso -continuó el fotógrafo-, estoy seguro de que no me subiría a un coche con él.

– Haces bien. Porque ya estarías muerto.

Se sentó a su vieja mesa en una esquina de la redacción y desplegó todas sus notas alrededor sin apartar la mirada del ordenador. Sólo hubo un momento en que sintió un acceso de nerviosismo: cuando se sentó ante la pantalla en blanco. Hacía algún tiempo que no escribía una noticia, y se preguntó si habría perdido la práctica. Luego pensó: «Ni hablar», y dejó que el entusiasmo disipara las dudas. Empezó describiendo a los dos hombres en sus respectivas celdas, su aspecto y sus palabras; bosquejó lo que había visto de Pachoula, y relató brevemente la fuerza descomunal de uno de los detectives y el arrebato de ira del otro. Las palabras fluían con facilidad y a un ritmo constante. No pensaba en nada más.

Tardó tres días en escribir el primer artículo y dos en componer el siguiente; dedicó otro día a pulir el resultado; pasó dos días revisando con el redactor jefe línea por línea, y otro con los abogados realizando un minucioso análisis legal. Finalmente se abalanzó sobre la mesa del maquetador; su noticia iba a ocupar la primera página del dominical. El titular ponía: «Un caso de interrogantes.» Le gustaba cómo sonaba. El subtítulo rezaba: «Dos hombres, un crimen y un asesino que nadie puede olvidar.» También le gustaba.

Por la noche, se tumbó insomne en la cama, pensativo: «Lo has hecho. Al final lo has conseguido.»

El sábado, antes de que la historia saliera publicada, llamó a Tanny Brown. El detective estaba en casa, y el departamento de homicidios no le facilitó su número privado. Así que pidió a una agente que el detective le devolviera la llamada, lo cual hizo al cabo de una hora.

– ¿Cowart? Soy Brown. Pensaba que ya no teníamos nada de qué hablar.

– Sólo quería darle la oportunidad de responder a lo que va a salir en la prensa.

– ¿Igual que la oportunidad que nos dio su maldito fotógrafo?

– Lo siento.

– Nos tendió una emboscada.

– Lo siento.

Brown hizo una pausa.

– Bueno, al menos dígame que no salimos demasiado mal en la fotografía. Uno tiene su orgullo, ya sabe.

Cowart no supo si el detective estaba bromeando o no.

– No está mal -dijo-. Parece salida de Dos sabuesos despistados.

– Me conformo. Ahora dígame qué quiere.

– ¿Desea responder al artículo que vamos a publicar mañana?

– ¿Mañana? ¡Vaya! Supongo que tendré que levantarme temprano y bajar al quiosco. ¿Valdrá la pena?

– Por supuesto.

– Primera plana, ¿eh? Lo convertirá en una estrella, ¿verdad, Cowart? ¿Será famoso?

– Eso no lo sé.

El detective rió con sorna.

– La gran fotografía de Robert Earl, ¿no? ¿Cree que funcionará? ¿Cree que logrará sacarlo del corredor?

– Tampoco lo sé, pero es un artículo interesante.

– Apuesto a que sí.

– Sólo quería darle la oportunidad de responder.

– ¿Me dirá lo que pone?

– Sí. Ya está escrito.

Brown hizo una pausa.

– Supongo que contiene toda esa bazofia sobre los malos tratos. Y lo de la pistola, ¿no?

– Pone lo que él afirma. Y también lo que usted dijo.

– Pero no con las mismas palabras, ¿verdad?

– No. Ambos argumentos tienen el mismo peso.

Brown soltó una carcajada.

– Me lo imagino -dijo.

– Entonces, ¿prefiere comentar el artículo directamente?

– Me gusta esa palabra, «comentar». Es agradable y segura. ¿Quiere que comente su artículo? -Su voz se tiñó de sarcasmo.

– Exacto. Quería darle la oportunidad.

– Entiendo. La oportunidad de cavar más hondo mi propia tumba; de meterme en más líos, sólo porque le dije la verdad. -Respiró hondo y prosiguió, casi lamentándose-: Podría haberle contestado con evasivas, pero no lo hice. ¿Figura eso en el artículo?

– Por supuesto.

Brown rió con ironía.

– Mire, sé que se ha forjado una idea de lo que va a lograr con todo esto. Pero le diré una cosa: está equivocado. Totalmente equivocado.

– ¿Ése es su comentario?

– Las cosas nunca son tan fáciles ni tan simples como se piensa la gente. Siempre surge alguna complicación, algún interrogante, alguna duda.

– ¿Ese es su comentario?

– Usted se equivoca. De medio a medio.

– De acuerdo. Si ése es su comentario…

– No, eso es lo que quiero que entienda. -Soltó una brusca carcajada-. Sigue siendo un tipo duro, ¿verdad, Cowart? No me responda, porque ya sé la respuesta. -Hizo una pausa.

Cowart oyó una respiración honda y enojada al teléfono hasta que Brown por fin habló, haciendo que sus palabras retumbaran como una lejana tormenta.

– Vale, éste es mi comentario: váyase al infierno.

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