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Se volvió hacia Brown.

– ¿Y ahora qué? Hemos ido a los cayos y lo único que tenemos son más interrogantes. ¿Qué toca ahora? ¿Por qué no vamos a ver a Ferguson?

El detective negó con la cabeza.

– No, vamos antes a Pachoula.

– ¿Porqué?

– Pues porque sería bueno comprobar que al menos Sullivan le contó la verdad acerca de una cosa, ¿no?

Los dos hombres se separaron no sin recelo al poco de llegar a Miami y de que cayera sobre ellos la oscura noche. El calor del día parecía permanecer en el aire y confería a la penumbra un peso y una textura particulares. Cowart dejó a Brown en el Holiday Inn del centro, donde había encontrado una habitación. El hotel quedaba justo delante de los juzgados, entre el Orange Bowl y Liberty City, en una especie de tierra de nadie urbana poblada de hospitales, edificios de oficinas, la cárcel y una inquietud omnipresente.

Ya en la habitación, Brown se quitó la chaqueta y los zapatos, se sentó en el borde de la cama y marcó un número de teléfono.

– Jefatura del condado de Dade. Comisaría sur.

– Póngame con el detective Howard.

Pasaron la llamada a otra línea y poco después respondió una voz masculina, formal y lacónica.

– Detective Howard. ¿En qué puedo ayudarle?

– Soy el teniente Brown, del condado de Escambia…

– ¿Qué tal, teniente? ¿Qué puedo hacer por usted? -La voz perdió su tono marcial, reemplazado por cierto aire jocoso.

– Verá -dijo Brown-, busco una ovejilla descarriada. Quizá le parezca un poco raro pero necesito información acerca de una chiquilla, una tal Dawn Perry. Desapareció hace unos meses…

– Sí, iba de camino a casa desde el centro cívico. Por Dios, qué desastre…

– ¿Qué ocurrió exactamente?

– ¿Sabe algo sobre ella? -preguntó el detective.

– No. Sólo he visto el cartel de desaparecida, pero me recordó un caso anterior. Sólo quería cerciorarme.

– Vaya -suspiró el detective-. Por un momento me ha dado esperanzas.

– ¿Qué ocurrió?

– No hay mucho que contar. Una chiquilla normal y corriente va una tarde al centro cívico para la clase de natación. Cuando acaba el colegio montan actividades de todo tipo para los chavales. Las últimas en verla fueron un par de amigas; iba de camino a su casa.

– ¿Nadie presenció nada?

– No. Hay una anciana que vive a medio camino. Puede imaginarse cómo es ese barrio, todo son aires acondicionados traqueteando, pero la mujer no puede permitírselo, o sea que estaba en la cocina junto al ventilador. De repente oyó un grito apagado y un coche arrancando a gran velocidad, pero para cuando salió a mirar el coche ya estaba a dos manzanas. Era un coche blanco, de marca nacional. No hay más; ni matrícula ni descripción. La mochila con el bañador se quedó en la calle. Por lo menos la mujer fue diligente. Llamó y lo explicó todo, pero cuando la patrulla llegó a su casa, le tomó declaración y expidió la orden de búsqueda, la niña ya debía de estar bien lejos. ¿Sabe cuántos coches blancos hay en el condado de Dade?

– Muchos.

– Exactamente. De todos modos hicimos lo que pudimos, dadas las circunstancias. Lamentablemente, sólo un canal de televisión emitió su foto aquella noche. No sé, quizá no les pareció lo bastante guapa…

– Quizá demasiado negra.

– Bueno, usted lo ha dicho. No sé yo en qué se basarán esos cabronazos para decidir qué es noticia y qué no lo es. Tras colgar los carteles, recibimos un par de docenas de llamadas que decían haberla visto por aquí, por allá y por acullá. Pero nada. Hicimos un buen seguimiento de la familia, por si la hubiera raptado algún conocido, pero los Perry son muy buena gente. Él trabaja en las oficinas de tráfico y ella en la cafetería de una escuela. Una familia sin conflictos. Tienen tres hijos más. ¿Qué más podíamos hacer? Tengo un centenar de expedientes encima de mi mesa: agresiones, allanamientos, robos a mano armada… Incluso podría llegar a resolver un par de casos. Tengo que emplear el tiempo de forma razonable, ¿sabe?, seguro que a usted le pasa lo mismo. Total, que se convirtió en uno de esos casos en que uno se resigna a esperar a que un día alguien dé con el cuerpo y el caso pase a homicidios. Pero puede que ese día no llegue nunca. Aquí tenemos los Everglades a tiro de piedra, no cuesta nada deshacerse de un cuerpo. Normalmente son traficantes de drogas; entran por algún acceso desierto y dejan que el agua de la ciénaga remate su trabajo. Tan simple como eso. Claro que la técnica no es exclusiva suya, ya me entiende.

– Cualquiera podría hacerlo.

– Cualquiera al que le gusten las niñitas y no quiera que cuenten a nadie lo que les ha hecho. -El detective hizo una pausa-. De hecho me sorprende que no haya más casos de éstos. Si uno es capaz de meter a una niña en un coche e irse de rositas, no hay nada que no pueda hacer.

– Pero no ha habido…

– No, no ha habido más casos. Lo he comprobado en Monroe y Broward, pero allí tampoco tienen nada. Busqué en el ordenador y sólo me salieron un par de delincuentes sexuales. Fuimos a por ellos, pero estaban fuera de la ciudad cuando Dawn desapareció. Para entonces ya había pasado un tiempo…

– ¿Y?

– Y nada, nothing de nothing, rien de rien. No sabemos nada excepto que ya hace un buen tiempo que la niña desapareció. Hábleme ahora de su caso. ¿Tiene algo que ver?

Brown vaciló un instante.

– En verdad, no. El nuestro va de una niña a la salida del colegio. Ya hace tiempo. Tuvimos un sospechoso, pero no sacamos nada en claro. Por poco.

– Vaya. Creí que quizá tendría algo que pudiera ser de ayuda.

Brown le dio las gracias y colgó. Abatido, se acercó a la ventana y contempló la noche. Se distinguía la autopista este-oeste, que atraviesa justo por en medio de Miami para adentrarse en el interior del estado, más allá de los suburbios, el aeropuerto, las plantas industriales y los grandes almacenes, más allá de los barrios periféricos, hacia el pantanoso corazón de Florida. Donde terminan los Everglades y empieza el parque nacional Big Cypress. Ahí están los pantanos de Loxahatchee y Corkscrew, el río Withlacoochee y los bosques de Ocala, Osceola y Apalachicola. En Florida nunca se está lejos de algún lugar oscuro y oculto. Contempló el tráfico que se perdía más allá de su campo visual, los faros parecían trazos fosforescentes en medio de la oscuridad. Se llevó una mano a la frente, como si quisiera taparse los ojos. Se dijo: «Sólo una más de las tantas niñas que desaparecen. A ésta le tocó desaparecer en la ciudad y su caso quedó diluido en medio de los demás terrores cotidianos. Ahí está y de pronto se esfuma, como si nunca hubiera existido, menos para unos pocos a quienes las pesadillas perseguirán para el resto de su vida.» Sacudió la cabeza y pensó que estaba volviéndose paranoico. «Joanie Shriver. Dawn Perry. Siempre desaparecen niñas. Seguramente ayer le tocó el turno a alguna. Y mañana desaparecerá otra. Así, sin más. El colegio. El centro cívico.» Las luces del tráfico seguían atravesando la noche.

Había sólo otra persona en la hemeroteca del Miami Journal cuando llegó Cowart. Era una mujer joven, una empleada de ademanes tímidos y desconfiados que dificultaban el diálogo con ella, pues bajaba la cabeza, como si incluso sus propias respuestas la incomodaran. Acompañó a Cowart en silencio hasta un ordenador y se marchó en cuanto él buscó el nombre de «Dawn Perry».

La palabra «buscando» en una esquina de la pantalla, seguida rápidamente por el mensaje «dos entradas».

Las examinó. La primera tenía sólo cuatro párrafos de extensión y correspondía a un aviso de la policía insertado en el suplemento regional que se repartía en el sur del condado. En el periódico no ponía nada. En el encabezamiento se leía: «La policía denuncia la desaparición de una niña de 12 años.» El artículo sólo informaba de que Dawn Perry no había regresado a casa después de la clase de natación en el centro cívico. En la segunda entrada ponía: «La policía admite no tener indicios de la niña desaparecida.» El contenido era algo más largo que el de la primera, pero sólo repetía lo ya sabido. El encabezamiento resumía todos los nuevos datos al respecto.

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