– Un momento.
No le dio tiempo ni a sentir alivio. Creyó percibir cierto temblor en su voz, cierta reticencia, como un niño pillado con las manos en la masa. «Tal vez está echando un vistazo al apartamento para asegurarse de que no hay nada incriminatorio a la vista -pensó-. ¿Pruebas? ¿Pruebas de qué?»
Se oyeron varios cerrojos y cadenas de seguridad, luego la puerta se abrió lentamente. Andrea Shaeffer quedó cara a cara con Robert Earl Ferguson. Llevaba vaqueros, zapatillas de deporte y una holgada sudadera granate arremangada hasta los codos, le quedaba varias tallas grande y deformaba su silueta. Llevaba la cabeza rapada y la barba bien afeitada. Ella casi retrocedió de estupefacción; la rabia de aquel hombre casi la había noqueado. Tenía unos ojos fieros, penetrantes. Dio un paso al frente, asomándose al umbral.
– ¿Qué quiere? -preguntó-. No he hecho nada.
– Quiero hablar con usted.
– ¿Tiene placa?
Se la enseñó.
– ¿Condado de Monroe? ¿Florida?
– Exacto. Me llamo Shaeffer. Investigo un homicidio.
Por un momento creyó apreciar incertidumbre en los ojos de Ferguson, como si se esforzara por recordar algo que le rehuía.
– Eso queda al sur de Miami, ¿no? Más abajo de los Glades.
– Así es.
– ¿Qué quiere de mí?
– ¿Puedo pasar?
– No hasta que me diga a qué ha venido.
Se hizo el silencio y Ferguson pareció aprovechar para observarla bien. Shaeffer advirtió que eran casi de la misma estatura y que él era apenas un poco más corpulento que ella. Pero también le pareció la clase de hombre en quien tamaño y fuerza resultan irrelevantes.
– Está usted muy lejos de casa. -Echó un vistazo a los dos agentes-. ¿Y ellos?
– Policía de Nueva Jersey.
– ¿Le daba miedo venir sola? -Entornó los ojos de manera desagradable. Los dos policías dieron un paso adelante, amenazadores. Ferguson permaneció en el umbral, con los brazos cruzados.
– Claro que no -contestó Shaeffer, pero su respuesta sólo provocó una leve sonrisa.
– Yo no he hecho nada -repitió, esta vez en tono neutro, como un abogado que hablara para dejar constancia.
– Nadie ha dicho lo contrarío.
Ferguson sonrió.
– Pero no habría venido desde Monroe hasta este entrañable lugar sólo para ver mi bonita cara, ¿verdad? -Retrocedió un paso-. De acuerdo, pase. Pregunte lo que quiera. No tengo nada que ocultar.
La última frase iba dirigida a los dos hombres y fue pronunciada en voz más alta.
Shaeffer entró en el apartamento. En cuanto pasó por delante de él, Ferguson se interpuso entre ella y los dos policías, cerrándoles el paso.
– Eh, maderos, a vosotros no os he invitado -dijo con brusquedad-. Sólo ella. A no ser que traigáis una orden.
Shaeffer se volvió sobresaltada. Vio cómo los dos agentes se enervaban. Como todos los policías, no estaban acostumbrados a recibir órdenes de un civil.
– Quítate de en medio -dijo el negro.
– Es ella la que tiene preguntas, o sea que es ella la que entra. Vosotros esperáis fuera.
El policía rubio se adelantó, como dispuesto a apartarlo de un empellón, pero luego pareció reconsiderarlo. Shaeffer terció:
– No pasa nada, yo me ocupo.
Los dos policías asintieron.
– No es el procedimiento habitual -terció el mayor. Y mirando a Ferguson-: ¿Qué vas a hacerme, capullo?
Ferguson permaneció impasible.
Shaeffer hizo un discreto gesto de negación con la mano. Hubo una pausa tensa, y los dos agentes regresaron al vestíbulo.
– Muy bien -dijo el policía negro-. Esperaremos aquí. -Se volvió hacia Ferguson-. Me he quedado con tu cara, gilipollas -murmuró-, y yo nunca olvido una cara.
Ferguson lo miró con indiferencia y repuso:
– Yo tampoco.
Empezó a cerrar la puerta, pero el agente rubio alargó el brazo y la aguantó.
– Se queda abierta, ¿vale? Así todos nos ahorraremos problemas.
Ferguson apartó las manos de la puerta.
– Si es lo que queréis… -Se volvió y acompañó a Shaeffer al interior del apartamento. Mientras caminaban, dijo-: Todos van de lo mismo. Como los del corredor de la muerte. Se creen muy duros pero no saben lo que es ser duro de verdad.
– ¿Usted sí lo sabe, señor Ferguson?
– Sí, y consiste en saber el cuándo y el cómo. Duro de verdad es el que sabe que la sociedad le ha contagiado una enfermedad terminal, el que sabe que cada aliento se acerca más al último suspiro. -Se detuvo en la pequeña sala-. ¿Y usted, detective? ¿Usted también va de dura?
– Cuando hace falta.
Él la observó con una mezcla de desconfianza y socarronería.
– Siéntese -dijo. Él se sentó en un extremo de un sofá raído.
– Gracias -contestó ella, pero no se sentó. Empezó a pasearse lentamente por el cuarto, examinándolo. Había aprendido a hacerlo así, a permanecer en pie cuando el otro se sienta. Es algo que pone nervioso a casi todo el mundo y le confiere el papel dominante al interrogador.
Él la siguió con la mirada.
– ¿Busca algo?
– No.
– Entonces dígame qué quiere.
Se acercó a una ventana y miró fuera. Vio el coche color frambuesa y la parte inferior del edificio, en el que no parecía haber vida alguna.
– No se ve gran cosa -dijo-. ¿Quién querría vivir aquí? Sobre todo si no tiene necesidad de ello.
Él no respondió.
– Putas en una esquina. Un camello de crack a media manzana. ¿Qué más? Ladrones, pandilleros, yonquis… -Lo miró con dureza-. Asesinos. Y usted.
– Así es.
– ¿Y usted qué es, señor Ferguson?
– Soy estudiante.
– ¿Hay muchos por aquí?
– No que yo sepa.
– Entonces, ¿por qué vive aquí?
– Me siento a gusto.
– ¿Encaja en este ambiente?
– No he dicho eso.
– ¿Entonces?
– Es seguro. -Rió levemente-. Es el lugar más seguro de la tierra.
– Eso no es una respuesta.
Él se encogió de hombros.
– Aquí uno vive encerrado en sí mismo, no en contacto con el exterior. Vida interior. Ésa es la primera lección del corredor de la muerte. La primera de tantas. ¿Cree que uno olvida lo que aprende allí en cuanto sale? Y ahora dígame qué quiere.
Ella siguió dando vueltas por el diminuto apartamento. Echó un vistazo al dormitorio: una estrecha cama individual y un solitario mueble desvencijado con cajones de madera, algunas prendas de ropa colgadas en un exiguo armario empotrado en una pared negra. En la cocina había una pequeña nevera, un horno y un fregadero. Varios enseres de cocina desportillados y algunas tazas se apilaban junto al fregadero.
De vuelta en la salita, le llamó la atención una mesilla de una esquina, con una máquina de escribir portátil y varias cuartillas encima. Junto a ella había una estantería de madera barata de pino sin pintar. Se acercó e inspeccionó los libros de los anaqueles; enseguida reconoció algunos títulos: un libro sobre medicina forense de un médico de Nueva York retirado, uno sobre las técnicas de identificación del FBI publicado por el gobierno, uno sobre el crimen en los medios de comunicación escrito por un profesor de Columbia. Ella los había leído durante la instrucción en la academia de policía. Había muchos otros, todos sobre crímenes e investigaciones, todos bastante usados, adquiridos de segunda mano, sin duda. Sacó uno y lo abrió. Algunos pasajes estaban subrayados con rotulador fluorescente.
– ¿El subrayado es suyo?
– No. ¿Me va a decir de una vez qué quiere?
Ella dejó el libro y se fijó en las cuartillas de la mesita. En una de ellas había varias direcciones, incluida la de Matthew Cowart. Otras de Pachoula y una de un abogado de Tampa. La cogió e hizo un ademán.
– ¿Quién es esta gente? -preguntó.
Él pareció titubear, pero contestó:
– Tengo que escribir algunas cartas. Son personas que me ayudaron a salir de la prisión.
Ella dejó la cuartilla. En la mesa también había varios recortes de periódico. Se agachó y los hojeó. Eran noticias locales y primeras planas. Algunos periódicos eran de Nueva Jersey, otros de Florida. Vio ejemplares del Miami Journal, el Tampa Tribune, el St. Petersburg Times y otros. Cogió un ejemplar del Newark Star-Ledger y leyó un titular: «La familia de la niña desaparecida ofrece una recompensa.»