Lo que había hecho ella entonces debió de parecer una locura. Se llegó de un salto junto al cliente y en un simple pero impulsivo movimiento dejó ir casi todo el sedal. Entonces gritó: «¡Suéltela! ¡Suéltela!» El cliente le lanzó una mirada contrariada, pero ella le arrebató la caña de las manos y la arrojó por la borda. Dejó una estela mientras se hundía rápidamente. «Pero ¿qué demonios…?», empezó el hombre, pero se interrumpió cuando su padrastro viró en dirección a la parte más apartada del puente.
Su padrastro, arriba en el puente, escudriñó la creciente oscuridad hasta que por fin señaló con el dedo. Se volvieron y vieron la caña, que sobresalía a unos veinte metros. Se acercaron y la recogieron del agua, soltando el carrete casi al mismo tiempo. «Ahora sáquelo», le dijo ella al cliente. El hombre tiró de la caña y esbozó una sonrisa en cuanto notó el peso del sábalo. El pez, enganchado todavía, salió a la superficie sobresaltado y asombrado al sentir de nuevo el tirón del anzuelo. Daba saltos en busca de oxígeno, el agua negruzca le resbalaba por las escamas y ella sabía que era su última batalla, presentía la derrota en cada encorvamiento de la cabeza y en cada espasmo del cuerpo. Diez minutos más tarde lo arrastraban pegado a la borda. El cliente levantó el pez por el anzuelo y lo sacó del agua. Hubo fotografías a raudales y luego ella devolvió el pez al agua, inclinada sobre la cubierta, sosteniéndolo para que volviese a la vida. Antes de soltarlo, sin embargo, le arrancó una de aquellas escamas plateadas del tamaño de una moneda de medio dólar. Se la guardó en el bolsillo de la camisa y se quedó contemplando al pez mientras se alejaba, despacio removiendo su cola en forma de guadaña entre las cálidas aguas.
«Un pez inteligente -pensó-. Un pez fuerte. Pero yo fui más inteligente y por eso me hice más fuerte.» Volvió a pensar en Ferguson. «Ya ha picado antes», pensó.
El ruido del avión aumentó hasta que por fin cesó. Recogió sus cosas y se encaminó a la salida.
El capitán de enlace del departamento de policía de Newark le proporcionó un par de agentes de paisano para que la acompañaran al apartamento de Ferguson. Tras una breve presentación y un poco de charla de cortesía, la llevaron a través de la ciudad hasta la dirección que ella les dio.
Shaeffer miraba aquellas calles que se le antojaban salidas del infierno. Los edificios eran de ladrillo y hormigón oscuro, con un aire sucio e inseguro. Incluso la luz del sol parecía gris. Había un sinfín de pequeños negocios, tiendas de ropa, bodegas, casas de empeño, tiendas de electrodomésticos, negocios de alquiler de muebles, todos exhibiendo su decrepitud en las sucias aceras. Había barrotes de acero por doquier: necesidades de la gran ciudad. En las esquinas se veían grupos de hombres ociosos, pandilleros adolescentes o estridentes busconas. Incluso los locales de comida rápida, pese a sus reglamentos de orden e higiene, tenían un aspecto viejo y descuidado, nada que ver con sus homólogos de las zonas residenciales. La ciudad parecía un viejo luchador que ha llegado hasta los últimos asaltos en demasiadas peleas: se tambaleaba pero, inexplicablemente, se mantenía en pie, tal vez por ser demasiado viejo o estúpido o testarudo para desplomarse.
– ¿Dice que ese tipo estudia, detective? No lo creo. En esta zona, imposible -dijo uno de los agentes, un negro taciturno y con canas en las sienes.
– Eso me dijo su abogado -contestó ella.
– Aquí sólo hay una clase de formación: la de las putas, los chulos, los camellos y los ladrones. No creo que usted le llame estudiar a eso.
– Bueno -terció su compañero, un hombre más joven de pelo rubio y bigote descuidado que conducía el coche-. Eso no es del todo cierto. Aquí también vive gente decente…
– Sí -replicó su compañero-, los que se protegen detrás de rejas y barrotes.
– No le haga caso -dijo el rubio-. Está muy quemado. Además, se le ha olvidado decir que él se crió en esta zona y consiguió terminar la escuela nocturna, de modo que no es algo imposible. Quizá su hombre coge el tren de New Brunswick porque estudia en Rutgers. O tal vez estudia de noche en St. Pete's.
– No tiene sentido. ¿Por qué iba a vivir en este agujero si tuviera otras opciones? -contestó el negro-. Si tuviera dinero no estaría aquí. La única razón por la que la gente vive aquí es porque no tiene la posibilidad de irse a otra parte.
– Se me ocurre otra razón -dijo el policía joven.
– ¿Qué razón es ésa? -preguntó Shaeffer.
El policía hizo un gesto con el brazo.
– Para esconderse. Tal vez quiera pasar inadvertido. Para eso no hay mejor sitio que Newark. -Señaló un edificio abandonado-. Algunas partes de esta ciudad son como la jungla o las ciénagas. Cuando pasamos por delante de un edificio como ése, abandonado, incendiado o lo que sea, no hay manera de saber qué hay en su interior. Hay gente que vive ahí sin electricidad, calefacción y agua. Los rondan las bandas para esconder armas. Joder, pero si hasta podría haber un centenar de cadáveres en esos edificios y nunca los encontraríamos. Ni siquiera sabríamos que los tienen ahí. -Hizo una pausa-. Un sitio perfecto para perderse. ¿Quién demonios iba a venir hasta aquí buscando a alguien a menos que fuera imprescindible? -preguntó.
– Creo que yo lo haría -dijo Schaeffer.
– ¿Para qué quiere a ese hombre? -preguntó el rubio.
– Puede que sepa algo acerca de un caso de doble homicidio.
– ¿Cree que nos causará problemas? Tal vez deberíamos pedir refuerzos. ¿Tiene que ver con drogas?
– No. Más bien con un asesinato por encargo.
– ¿Seguro? Me refiero a que no quiero llegar y encontrarme con un tío armado con una Uzi y esnifando medio kilo de crack.
– No. En absoluto.
– ¿Es un sospechoso?
Vaciló. «¿Lo es?»
– No exactamente. Sólo queremos hablar con él. Podría serlo o no serlo.
– Está bien, nos fiaremos de usted. Aunque la idea no me convence. ¿Qué tiene contra este tipo?
– No mucho.
– Pero sí la esperanza de que diga algo que le sirva ante un tribunal, ¿no?
– Ésa es la idea -asintió Schaeffer.
– A ver si pica.
La ironía del policía la hizo sonreír.
– A ver.
Los dos hombres resoplaron y siguieron conduciendo. Pasaron por delante de un grupo de hombres delante de una tienda de comestibles. Shaeffer intuía que todos los ojos los vigilaban. «Todos saben quiénes somos -pensó-. Nos identifican en un segundo.» Trató de distinguir las caras que cruzaban por la calle, pero se confundían las unas con las otras.
– Es ahí -dijo el conductor-. A mitad de la manzana.
Aparcó en el espacio libre entre un Cadillac color frambuesa con neumáticos de banda blanca y tapicería de velvetón y una chatarra carente de valor. Un muchacho estaba sentado en el bordillo junto al Cadillac.
– Hogar, dulce hogar -dijo el agente rubio-. ¿Cómo quiere que lo hagamos, detective?
– Con tranquilidad y buenos modales -respondió-. Primero hablaré con el portero, si lo hay. Tal vez con algún vecino. Luego llamaré a su puerta.
El policía negro se encogió de hombros.
– Está bien. Nosotros la acompañaremos. Pero cuando entre, se las tendrá que apañar solita.
Era un edificio de ladrillo rojo de seis plantas. Shaeffer se disponía a entrar cuando de repente se volvió y miró al chico del bordillo. Llevaba un par de caras y flamantes zapatillas de baloncesto blancas de caña alta y unos pantalones de chándal raídos.
– ¿Qué tal? -le preguntó.
El muchacho se encogió de espaldas.
– Bien.
– ¿Qué haces?
Hizo un ademán.
– Miro las ruedas. ¿Eres poli?
– Tú lo has dicho.
– No eres de por aquí.
– No. ¿Conoces a alguien llamado Robert Earl Ferguson?
– El de Florida. ¿Lo estás buscando?
– Sí. ¿Está aquí?
– No sé. No se deja ver mucho.
– ¿Por qué no?
El muchacho se dio la vuelta.