»Poco después, mis sueños tomaron una senda más constructiva. Soñé que había construido una casa para alojar a la mujer extranjera, de quien tan criminalmente había abusado. Esto me brindó una clave, y decidí seguir los buenos propósitos de mis sueños, aun cuando inconscientemente reflejaba sus actos malos. Aunque ya había sobrepasado la edad en que uno puede ser o parecer estudiante, frecuenté nuevamente la universidad, matriculándome en la facultad de arquitectura. Pensé haber cambiado los pensamientos que estaban causándome este problema con mi propia conciencia y con las autoridades, pero poco después de empezar a llevar a la práctica mis buenos propósitos, fui llamado a declarar ante un tribunal y apenas pude escapar a ser sentenciado a muerte.
«Después de esta dolorosa experiencia, regresé a mi ciudad natal, donde mi padre me aconsejó que me casara. Por desgracia desoí su consejo. Quizás haya sido éste mi mayor error, pues mis sueños, como burlándose de mí, me presentaban muchas imágenes de un matrimonio feliz con una joven de buena familia y mente tranquila. Si me hubiera casado con aquella persona, seguramente hubiera encontrado la felicidad, y mi vida hubiera sido mucho más útil.
»He empleado, sin embargo, mi predisposición a servir a la sociedad en varias ocupaciones, que incluyen el trabajo administrativo en una penitenciaría y un breve servicio militar durante la segunda guerra mundial, como especialista artillero no combatiente.
»Por consiguiente, juzgué mi posterior envío a la cárcel como un acto de excesiva severidad y presioné sobre las autoridades para que reconsideraran su veredicto. No soy totalmente responsable por la vida de mis sueños. Mis sueños se abatieron sobre mí y todos pueden observar que los egocéntricos actos que cometí en mis sueños no concordaban con el carácter complaciente y sumiso de mi vida consciente.
»Las condiciones en que vivo en esta institución, la oscuridad de la celda, el hecho de que mi cama sea dura como piedra, que mi único ejercicio tenga lugar en el parque donde los niños y sus niñeras se mofan de mí al verme encadenado al guardia, me parecen decididamente excesivas. El guardián le informará de que obedezco todas sus órdenes, incluso cuando no las entiendo.
»En el supuesto que pueda concederme un perdón, o que al menos me dé esperanzas de lograrlo, me aventuro a afirmar que no volveré a soñar.
«Atentamente, etc.»
Debo decir, ante todo, que esta dolorosa carta me parece una prueba incuestionable de un período de depresión durante el que mis sueños se transformaron en mi vida real y mi vida real en mis sueños. El lector sabe que no suscribo en la actualidad la versión de mi vida que se presenta en esta carta. Pero cualquiera que sea la verdadera versión de mis experiencias, parecería que esta carta de súplica me valió cierta paz. O, en el caso de que la carta sea el relato verídico, me valió el perdón de mi condena. Pues ahora no sueño.
Los antiguos filósofos estaban en lo cierto, alabando las ventajas de la edad. Se tiene menos motivo para sufrir y mayor ocasión para pensar. Para algunos esta paz resulta del silencio de la necesidad sexual. Para mí, la paz ha venido a través del silencio de los involuntarios impulsos de mis sueños. La dolorosa diferencia entre mis sueños y mi vida consciente no ha sido resuelta, pues puedo todavía recordar esta diferencia y atestiguarla. Pero la edad la ha calmado y suavizado. Sin un largo futuro ante mí, puedo mirar hacia atrás. Y ahora mi pasado, en su totalidad, sueños y vida consciente, se me presentan como una fantasía.
La cuestión de mi cordura no puede ser despreciada fácilmente. Pero tras largas meditaciones acerca de este problema, sostengo que mi mente no estaba enferma.
Puede ser llamado excentricidad, si así les parece. Los actos del excéntrico y del loco pueden ser los mismos. Pero el excéntrico ha hecho una elección, mientras que el loco no; por el contrario, se encuentra abandonado a sus elecciones, sumergido en ellas.
Sostengo que elegí una opción, aunque admito su anormalidad. Opté por mí mismo. Y como consecuencia de mi absorción en mí mismo, y de la relativa indiferencia hacia los demás, mi oído interno se hizo tan agudo como para atender a mi propio mandato, que todavía me aislaba más de mis semejantes. Este mandato fue, tal como lo entiendo, vivir al máximo la intimidad. Al obedecer a este mandato me sentía, por supuesto, ayudado por un temperamento ya predispuesto a la soledad. Bien puedo haber parecido loco a quienes me juzgaron por patrones menos interiores. ¿Acaso podía comportarme de otro modo? El ser interior que fue expuesto en mis sueños, sólo podía balbucear y tambalearse. Las experiencias públicas tienen nombres, pero el soñador dedicado a su oficio carece de nombres para lo que conoce; si actúa bajo el innombrado conocimiento del sueño, no parece estar actuando, sino hundiéndose en sus propios actos, ahogándose en ellos.
Puede ser llamado perturbación. La locura y la perturbación son dos nombres, dos juicios, para una misma cosa. Curamos al loco. Serenamos al perturbado. Yo estoy más sereno, ahora.
Más que sereno, debería decir satisfecho. Ya que la verdadera prueba de la satisfacción es el silencio, así como el significado de la satisfacción no es estar lleno, sino vaciarse. Los sueños ocupaban toda mi mente. Yo los saqué. Para conseguirlo, fue necesario que diera paso a mis sueños. Y cuando habían actuado ya sobre mí, me dejaron encallado en las arenas de mi vejez.
La operación que se realiza, la habitación que se limpia, la convicción que se expresa, la mano que se tiende, la lección que se dicta, el tratado que se firma, el sueño que se interpreta, el objeto que se persigue, el peso que se levanta, son sucesos que no tienen, al menos para mí, esa característica de llenar o vaciar. Pero el escozor que se rasca, el libro que se escribe, el agujero que se horada, la apuesta que se gana, la bomba que explota, el furor que termina en asesinato, las lágrimas que se secan, estos son los modelos de plenitud y abolición. En esta segunda lista de actos, lo que se hace se concluye realmente. Y esto es, en definitiva, lo que todo el mundo busca o desea. Ejecutar una intención significa abolir un deseo. El advenimiento de cualquier cosa trae consigo el problema de su desbordamiento, su disolución. Lo único subrayable en mi persona es que me entregué a esta tarea con mayor comprensión que el común de la gente, limitando por consiguiente mi vida mucho más de lo que suele hacerse. El verdadero advenimiento a mí mismo me sugería el problema de mi propia disolución.
¡No es tarea fácil! Existe una gran dificultad para concluir algo. Por fortuna, la conclusión de la mayoría de las cosas no depende de nosotros. Por ejemplo, no tenemos que decidir cuándo vamos a morir. Aguardamos inesperadamente nuestras muertes, sin justicia. Este es el único y verdadero término de todo.
De igual modo, mis sueños y mis preocupaciones por mí llegaron a su fin por puro azar. No había simetría intelectual en ellos. Fui yo quien los dotó de significado mediante mi propia sumisión a los sueños y al modo de limitar mi vida. Quizás, en cierto modo, mi vida acabó con el fin de mis sueños y sus perturbaciones. Pero no realmente. Soy un creyente convencido de la existencia póstuma. ¿No es acaso a la visión póstuma que todos inconscientemente aspiramos? Y no sólo cuando nos permitimos la esperanza de la inmortalidad. He sido mucho más afortunado que la mayoría. He tenido tanto mi vida, como la continuación de mi vida: esta existencia póstuma se prolonga a sí misma en la meditación y en el goce de un paisaje limpio y claro. No tengo proyectos para el futuro. Lejos de mí, sin embargo, decidir si la parte activa de mi vida se halla realmente concluida. Quién sabe si una nueva serie de sueños podría algún día devolverme a un conjunto de especulaciones que también podrían ser muy diferentes de las que hasta ahora he realizado. Sin proyectos, pues, ni de fin ni de nuevo principio, sigo viviendo la vida que se me permite.