Cuando volví a cruzar el puente, ya había oscurecido y la explanada de la Torre estaba iluminada con antorchas. Casi corriendo, crucé el Gran Hall y llegué al despacho del señor Oldknoll. El armero seguía allí, copiando datos de un documento a otro.
– ¡Doctor Shardlake! Espero que os haya cundido el día. Más que a mí, al menos.
– Necesito hablar con el jefe de los carceleros urgentemente. ¿Podríais acompañarme a las mazmorras? No puedo perder el tiempo dando vueltas hasta encontrarlo.
Oldknoll debió de leer la importancia del asunto en mi rostro, porque se puso en pie de inmediato. -Os llevaré ahora mismo.
El armero cogió un enorme manojo de llaves, me acompañó fuera y le quitó la antorcha al primer soldado con el que nos cruzamos. Cuando atravesábamos el Gran Hall, me preguntó si había estado en las mazmorras alguna vez.
– Nunca, gracias a Dios.
– Es un lugar siniestro. Y uno de los más concurridos que conozco.
– Sí. A veces me pregunto hacia dónde vamos.
– Hacía un país plagado de herejes, hacia eso vamos. Papistas y evangelistas locos. Deberíamos colgarlos a todos.
Bajamos por una angosta escalera de caracol. El aire apestaba a humedad, y las paredes, cubiertas de una viscosidad verdosa, parecían sudar gruesas gotas de agua. Estábamos por debajo del nivel del río.
Al final de la escalera había una reja de hierro, al otro lado de la cual un grupo de hombres permanecían de pie alrededor de una mesa atestada de papeles, en medio de una gran sala iluminada con antorchas. Un guardia con la librea de la Torre se acercó a hablar con Oldknoll a través de los barrotes.
– Me acompaña un comisionado del vicario general -le dijo el armero-.Necesita ver al jefe de los carceleros.
– Por aquí, señores -dijo el guardia abriéndonos la reja-. El señor Hodges está muy atareado; hoy nos han traído a un montón de individuos acusados de ser anabaptistas.
El guardia nos condujo hasta la mesa, ante la que un individuo alto y delgado revisaba documentos con otro guardia. A ambos lados de la sala había gruesas puertas de madera con ventanucos enrejados. A través de uno de ellos se oía a un preso recitando versículos en voz alta:
– «¡Heme aquí contra ti, dice Yahvé de los ejércitos. Yo convertiré en humo tus carros, y la espada devorará a tus cachorros…!»
– ¡Cierra el pico, si no quieres ganarte una tanda de azotes! -gritó el carcelero jefe volviendo la cabeza hacia la celda. La voz se apagó y Hodges se volvió hacia mí-. Disculpadme, señor, estoy examinando las denuncias contra los nuevos prisioneros. Algunos tendrán que presentarse ante lord Cromwell para que los interroguen mañana mismo, y no quiero mandarle los que no son.
– Necesito información sobre un preso que estuvo aquí hace dieciocho meses -le expliqué-. ¿Recuerdas a Mark Smeaton?
– Difícilmente podría olvidar esos días, señor comisionado -respondió Hodges arqueando las cejas-. La reina de Inglaterra en la Torre… -El carcelero jefe hizo una pausa para recordar-. Sí, Smeaton pasó aquí la noche anterior a su ejecución. Teníamos instrucciones de mantenerlo separado de los otros presos, porque iba a recibir varias visitas.
Asentí.
– Sí, Robin Singleton vino a asegurarse de que Smeaton no se retractaría de su confesión. Y hubo otras visitas. Supongo que estarán registradas…
Hodges cambió una mirada con Oldknoll y se echó a reír.
– ¡Ya lo creo, señor! Hoy en día se registra todo, ¿verdad, Thomas?
– Como mínimo, por duplicado.
El carcelero jefe envió a por el registro a uno de sus hombres, que volvió al cabo de unos instantes con un libro enorme.
Hodges lo abrió.
– Dieciséis de mayo de mil quinientos treinta y seis -dijo deslizando el dedo por la página-. Sí, Smeaton estuvo en la celda que ocupa ese alborotador-explicó moviendo la cabeza hacia la puerta de la que habían salido las imprecaciones, tras la que ahora el silencio era total.
– ¿Sus visitantes? -le pregunté con impaciencia acercándome a mirar por encima de su hombro.
Hodges se apartó disimuladamente y volvió a inclinarse sobre el registro. Puede que algún jorobado le hubiera traído mala suerte con anterioridad.
– Veamos… Singleton vino a las seis. Otro visitante, que figura como «pariente», a las siete, y un sacerdote, a las ocho. Sería el capellán de la Torre, el hermano Martin, que vendría a confesarlo antes de la ejecución. ¡Condenado Fletcher! Mira que le tengo dicho que ponga siempre los nombres…
Deslicé el dedo por la página y leí los nombres de los demás presos.
– «Jerome Wentworth, llamado Jerome de Londres, monje de la Cartuja de Londres.» Sí, también está. Pero necesito saber quién era ese pariente, Hodges, y con urgencia. ¿Quién es Fletcher? ¿Uno de tus guardias?
– Sí, uno al que no le gusta escribir y, cuando lo hace, no se le entiende.
– ¿Está de servicio?
– No, comisionado, está de permiso para asistir al entierro de su padre, en Essex. No volverá hasta mañana a mediodía.
– ¿Entrará de servicio?
– A la una.
– A esa hora estaré en alta mar -murmuré mordiéndome una uña-. Dame papel y pluma. -Garrapateé dos notas a toda prisa y se las entregué a Hodges-. En ésta le pido a Fletcher que me informe de todo lo que recuerde de ese visitante; absolutamente de todo. Déjale bien claro que se trata de una información vital y, si no sabe escribir, que le dicte a alguien. Cuando acabe, quiero que envíen la respuesta de inmediato a lord Cromwell, con esta otra nota. En ella le pido que me envíe la respuesta de Fletcher a Scarnsea con el mensajero más rápido de que disponga. El deshielo habrá convertido los caminos en un infierno, pero un buen jinete debería estar esperándome cuando mi barco llegue a puerto.
– Se la llevaré a lord Cromwell yo mismo, doctor Shardlake -dijo Oldknoll-. Será un placer salir a tomar el aire.
– Disculpad a Fletcher, comisionado -terció Hedges-. Pero últimamente tenemos tanto papeleo que a veces resulta difícil cumplir con todo.
– Bien, pero asegúrate de hacerme llegar su respuesta, Hodges.
Di media vuelta y seguí a Oldknoll fuera de las mazmorras. Mientras subíamos las escaleras, el preso de la celda de Smeaton volvió a soltar una retahíla de confusas citas bíblicas, a la que pusieron fin un chasquido seco y un alarido de dolor.
30
En el viaje de vuelta tuvimos suerte con los vientos; una vez en alta mar, la niebla desapareció y el barco se deslizó Canal abajo empujado por una suave brisa de sudeste. La temperatura había subido varios grados; después del intenso frío de la última semana, casi hacía calor. El patrón volvía con un cargamento de tejidos y herramientas, y estaba de mejor humor.
La tarde del segundo día, cuando nos aproximábamos a tierra y distinguí la línea de la costa bajo una tenue franja de niebla, el corazón empezó a palpitarme con fuerza; casi habíamos llegado. Había pasado la mayor parte del viaje meditando; lo que hiciera a partir de ese momento dependía de que el mensajero de Londres hubiera llegado. Y era el momento de mantener otra conversación con Jerome. Una pregunta que había procurado no hacerme en aquellos dos últimos días acudió a la superficie de mi mente: ¿seguirían sanos y salvos Mark y Alice?
Cuando enfilamos el canal de la marisma y empezamos a deslizamos hacia el muelle de Scarnsea, la niebla apenas permitía ver nada. El patrón me preguntó tímidamente si podía coger una pértiga y ayudarlo a mantener el barco alejado de la orilla, cosa que hice. Hubo un par de ocasiones en que casi nos quedamos atascados en el espeso y pegajoso lodo, al que afluían pequeños riachuelos de nieve derretida. El patrón me ayudó a poner pie a tierra y me dio las gracias por mi ayuda; puede que empezara a tener una opinión algo mejor de al menos un hereje reformista.