Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– No estaba pensando en mí, señor -replicó Mark con un destello de cólera en los ojos-, sino en Alice. La muchacha que desapareció también trabajaba con el hermano Guy.

– Sí, también he pensado en eso.

– ¿No sería mejor, y más seguro para todos -preguntó Mark inclinándose hacia mí-, detener a los obedienciarios y al hermano Jerome y encerrarlos como sospechosos?

– ¿Con qué pruebas? ¿Y cómo los interrogaríamos? ¿Torturándolos? Creía que desaprobabas esos métodos.

– Y los desapruebo. ¿No bastaría con un interrogatorio duro?

– ¿Y si estoy equivocado y no fue ninguno de ellos? ¿Y cómo mantendríamos en secreto semejante detención en masa?

– Pero el tiempo y el peligro apremian…

– ¿Crees que no lo sé? -repliqué fuera de mí-. Pero abusando de nuestro poder no obtendremos la verdad. Singleton lo intentó, y mira dónde está ahora. Los nudos se desenredan con paciencia, no a tirones; y, créeme, el nudo que tenemos entre manos es el más complicado que he visto en mi vida. Pero lo desharé. Vaya si lo desharé.

– Lo siento, señor. No pretendía cuestionar…

– Cuestiona lo que quieras, Mark -repliqué irritado-. Pero cuestiónalo con inteligencia. -Animado por la cólera, me levanté y arrojé unas monedas a la mesa-. Venga, vamonos. Estamos perdiendo la tarde, y hay un viejo cartujo loco esperándome.

16

Apenas hablamos mientras volvíamos al monasterio bajo un cielo que volvía a encapotarse rápidamente. Estaba enfadado conmigo mismo por mi arrebato de cólera, pero últimamente tenía los nervios de punta y era de prever que las ingenuidades de Mark me hicieran saltar. No obstante, en esos momentos volvía a sentir una decisión inquebrantable y avanzaba por el camino con paso vivo, hasta que tropecé en un montón de nieve y Mark tuvo que agarrarme, lo que acabó de irritarme. Cuando nos acercábamos a los muros de San Donato, se levantó un viento glacial y empezó a nevar otra vez.

Aporreé la puerta de la torre sin contemplaciones hasta que apareció Bugge limpiándose los restos de comida de la boca en la mugrienta manga del hábito.

– Quiero ver al hermano Jerome. De inmediato.

– Se encuentra bajo la custodia del prior, señor, que está rezando la sexta -respondió el portero indicando la iglesia, de la que nos llegaba el apagado sonido de los cánticos.

– ¡Entonces, hazlo venir! -le repliqué con viveza.

El botarate se marchó refunfuñando y nosotros nos arrebujamos en las capas, que ya estaban blancas de nieve, y nos dispusimos a esperar. Bugge no tardó en volver acompañado por el prior Mortimus, que nos miró con una expresión malhumorada en su rubicundo rostro.

– ¿Queréis ver a Jerome, comisionado? ¿Ha ocurrido algo tan grave para que yo deba abandonar la iglesia?

– Sólo que no tengo tiempo que perder. ¿Dónde está?

– Desde que os insultó, permanece encerrado en su celda.

– Entonces, haced el favor de llevarnos junto a él. Quiero interrogarlo.

– Me asusta pensar en los insultos que puede lanzaros cuando os vea -dijo el prior abriendo la marcha hacia el claustro-. Si pensáis acusarlo de traición, nos haréis un favor.

– ¿De veras? ¿Es que no tiene ni un solo amigo en todo el monasterio?

– Casi ninguno.

– Aquí hay mucha gente que no tiene ni un solo amigo. Como el novicio Whelplay.

– Intenté enseñar a Simón Whelplay contrición de espíritu -respondió el prior mirándome con frialdad.

– Más vale entrar roto en el cielo que entero en el infierno, ¿no? -murmuró Mark.

– ¿Cómo?

– Es algo que nos ha dicho un juez reformista esta mañana. Por cierto, tengo entendido que fuisteis a visitar a Simón a primera hora de ayer.

– Fui a rezar por él -respondió el prior sonrojándose-. No deseaba su muerte, sino verlo liberado del mal que lo poseía.

– ¿Incluso a costa de su vida?

El hermano Mortimus se detuvo y se volvió hacia mí con el rostro descompuesto. El tiempo empeoraba rápidamente; los copos de nieve giraban a nuestro alrededor y el viento agitaba nuestras capas y el hábito del prior.

– ¡No deseaba su muerte! No fue culpa mía, estaba poseído. ¡Poseído! ¡Su muerte no fue culpa mía, yo no lo maté!

Lo observé con atención. ¿Había ido a rezar por el novicio porque se sentía culpable? No, me dije, el prior Mortimus no era un hombre que cuestionara la rectitud de sus actos. Por extraño que pudiera resultar, su intolerante certidumbre me recordaba a la de algunos luteranos radicales que había conocido. Y sin duda se había armado de algún sofisma intelectual que le permitía acosar a mujeres jóvenes sin remordimientos de conciencia.

– Hace frío -dije al fin-. Sigamos.

El prior reanudó la marcha sin rechistar y nos condujo hasta los dormitorios, un largo edificio de dos pisos que cerraba el lado este del claustro. El humo ascendía de numerosas chimeneas. Era la primera vez que entraba en las habitaciones de un monasterio, aunque sabía por la Comperta que los grandes dormitorios comunitarios de los primeros benedictinos se habían dividido en cómodas habitaciones individuales hacía mucho tiempo. Penetramos en un largo corredor flanqueado de puertas, algunas de las cuales estaban abiertas y dejaban ver buenos fuegos y camas mullidas. La temperatura era muy agradable.

– Normalmente, está cerrada con llave -dijo el prior deteniéndose delante de una de las puertas-, para impedir que salga a vagabundear por ahí. ¡Jerome, el comisionado desea veros! -anunció empujando la hoja.

La celda del cartujo era tan austera como confortables las que acabábamos de ver. La chimenea estaba apagada y las paredes totalmente desnudas, salvo por el crucifijo que había clavado encima de la cama. El anciano se encontraba sentado en ella sin más ropa que un calzón; su esquelético torso, torcido y cargado de hombros, se veía tan encorvado como el mío, pero debido a las lesiones, no a la deformidad. Inclinado sobre él, el hermano Guy le limpiaba la docena de pequeñas llagas que salpicaban su piel. Algunas eran rojas; otras, purulentas y amarillas. Junto a la cama, una palangana llena de agua despedía un penetrante aroma a lavanda.

– Siento interrumpir la cura, hermano Guy-dije entrando en la celda.

– Ya he acabado. Bueno, hermano, esto debería aliviaros las llagas infectadas.

El cartujo me fulminó con la mirada antes de volverse hacia el enfermero.

– Mi camisa limpia, por favor.

El hermano Guy suspiró.

– Con esto no hacéis más que debilitaros -dijo el enfermero, tendiéndole una prenda gris en cuyo interior se distinguía una negra y tiesa crin cosida al tejido-. Al menos, podríais humedecer el pelo para suavizarlo.

El anciano se puso la camisa y a continuación el hábito blanco. El enfermero recogió la palangana, nos hizo una reverencia y abandonó la celda. El hermano Jerome y el prior se miraron con idéntica antipatía.

– ¿Mortificándoos de nuevo, Jerome?

– Para expiar mis pecados. Pero, a diferencia de otros, no disfruto mortificando al prójimo, hermano prior.

El prior Mortimus le lanzó una mirada asesina y luego se volvió hacia mí y me tendió una llave.

– Cuando terminéis, entregádsela a Bugge -dijo, y salió dando un portazo.

De pronto, me di cuenta de que estábamos encerrados en un espacio reducido con un hombre que nos miraba con los ojos desorbitados por el odio en un rostro pálido y consumido. Busqué a mi alrededor un sitio donde sentarme, pero no había más asiento que la cama, de modo que me quedé de pie apoyado en mi bastón.

– ¿Te duele la espalda, jorobado? -me preguntó el cartujo inesperadamente.

– Tengo molestias. Nos hemos dado una buena caminata por la nieve.

– ¿Conoces el dicho? Tocar a un enano trae buena suerte, pero tocar a un jorobado sólo causa desgracias. Eres una burla de la forma humana, comisionado. Por partida doble, porque tienes el alma tan deforme y podrida como todos los esbirros de Cromwell.

50
{"b":"107626","o":1}