Cuando conseguimos abrirnos paso entre los mirones, vimos entre cuarenta y cincuenta adultos apretujados sobre el suelo cubierto de nieve, viudas ancianas, mendigos y tullidos con la cara amoratada por el frío, la mayoría de ellos vestidos apenas con unos harapos. A cierta distancia, un grupo de pálidos niños rodeaba a la regordeta señora Stumpe. A pesar del frío, el hedor que ascendía de la muchedumbre era insoportable. El mar de menesterosos, que habían recorrido un cuarto de legua para llegar hasta allí, inclinó la cabeza y se santiguó al oír las palabras del monje, que se interrumpió bruscamente al verme aparecer.
– ¿Qué estáis haciendo? -le grité.
– Pues… distribuir las limosnas, señor…
– Estáis pidiendo a estas pobres gentes que adoren ese trozo de madera.
El hermano Edwig se acercó a toda prisa.
– Sólo en m-memoria de la bondad del santo, comisionado.
– ¡Los ha exhortado a que recen a la estatua! ¡Lo he oído! ¡Lleváosla inmediatamente!
Los monjes bajaron al santo y se lo llevaron a toda prisa. Descompuesto, el hermano Jude indicó que trajeran los cestos. Algunos mendigos sonreían abiertamente.
– Acercaos a recoger las limosnas y los alimentos -dijo el despensero con voz temblorosa.
– ¡Sin empujarse! -gritó Bugge hacia los pobres, que se acercaban en ordenada hilera.
Cada uno recibía un cuarto de penique de plata, la moneda más pequeña del reino, y algo de los cestos, que contenían manzanas, hogazas de pan y finas tiras de tocino.
– Tenéis que d-disculparnos -dijo el hermano Edwig, que se había quedado junto a mí-. Es una vieja c-ceremonia; habíamos olvidado sus implicaciones. No se r-repetirá.
– Por la cuenta que os trae.
– Damos 1-limosna todos los meses. Está en nuestra carta f-fundacional. Si no fuera por nosotros, esta gente no p-probaría la carne.
– Con todo lo que ingresáis, imaginaba que seríais más generosos con los pobres.
De pronto, la cólera ensombreció el rostro del hermano Edwig.
– ¿Y lord Cromwell, que quiere quedarse con todo nuestro dinero para entregárselo a sus amigos? ¿Es eso caridad?
Me lo espetó sin tartamudear ni una sola vez, dio media vuelta y se alejó con paso vivo.
La muchedumbre me miraba con curiosidad mientras los monjes seguían repartiendo sobras y la bolsa del despensero iba vaciándose de calderilla.
Suspiré. Me había dejado llevar por la indignación, y ahora todo el mundo sabría que en el monasterio había un comisionado del rey. El arrebato me había dejado sin fuerzas, pero me acerqué a la señora Stumpe, que seguía junto al camino esperando con sus pupilos a que acabaran los adultos.
– Buenos días, señor -dijo la mujer haciéndome una reverencia.
– ¿Tenéis un momento, señora? Por aquí… -Nos alejamos de los niños. La gobernanta me miraba con curiosidad-. Quiero que le echéis un vistazo a esto y me digáis si lo reconocéis.
Dando la espalda a la muchedumbre, saqué del bolsillo la medalla que había encontrado en el cadáver.
– ¡El san Cristóbal! -exclamó la mujer agarrándola-. Se la regalé a Orphan cuando vino a trabajar aquí. ¿La habéis encontrado, señor…?
La gobernanta se interrumpió al ver mi expresión.
– Lo lamento, señora Stumpe -le dije con suavidad-. La llevaba un cadáver que hemos encontrado en el estanque esta mañana.
Esperaba que se echara a llorar, pero apretó los puños.
– ¿Cómo murió?
– Tenía el cuello fracturado. Lo siento.
– ¿Habéis descubierto quién lo hizo? ¿Quién fue?
Su voz se quebró y se convirtió en un gemido. Los niños la miraban angustiados.
– Aquí no, señora. Por favor. Esto no debe trascender, por ahora. Encontraré a quien lo hizo. Os lo juro.
– Vengadla, por amor de Dios, vengadla -dijo la señora Stumpe con un hilo de voz, y rompió a llorar en silencio.
– No digáis nada todavía -le pedí cogiéndola por el hombro con suavidad-. Os avisaré a través del juez Copynger. Mirad, los mayores ya han terminado. Procurad serenaos.
El último adulto había recogido su limosna, y una hilera de harapientas siluetas, negras como cuervos contra la inmaculada blancura de la nieve, se encaminaba ya a la ciudad. La señora Stumpe se despidió de mí con una rápida inclinación de la cabeza, respiró hondo y llevó a los niños hacia los cestos. Yo di media vuelta y me acerqué a Mark, que me esperaba al otro lado de la puerta. Me preocupaba que la gobernanta volviera a derrumbarse, pero la oí animar a los niños con voz serena. El hermano Edwig había desaparecido.
22
Entré en la iglesia sin hacer ruido y cerré la enorme puerta con cuidado. Al otro lado del cancel había velas encendidas y se oía cantar un salmo. Los monjes celebraban el oficio nocturno de vísperas.
Tras hablar con la señora Stumpe, le había dicho a Mark que fuera a ver al abad para ordenarle que se asegurara de que el hermano Gabriel no abandonaba el monasterio y que se ocupara de hacer limpiar la tumba de Singleton y drenar el estanque por la mañana. Mark se había mostrado reacio a dar órdenes al abad, pero yo le había dicho que si quería hacer carrera en el mundo tenía que aprender a tratar con quienes ocupan una posición elevada. El muchacho se había marchado sin más comentarios, pero de nuevo molesto.
Yo me había quedado en la habitación; necesitaba estar solo para pensar. Sentado ante la chimenea, mientras fuera el día empezaba a declinar, y agotado como estaba, resultaba difícil no quedarse dormido al calor del fuego, de modo que me levanté y me eché agua a la cara.
El hecho de que el mayordomo hubiera confirmado que el hábito de Gabriel había desaparecido me había decepcionado profundamente, pues estaba convencido de que ya teníamos a nuestro hombre. No obstante, seguía pensando que nos ocultaba algo. Las palabras de Mark volvieron a acudir a mi mente, y comprendí que tenía razón: era difícil imaginarse a Gabriel como el bárbaro asesino que nuestro hombre debía ser. «Bárbaro», me dije; ¿dónde había oído esa palabra con anterioridad? Lo recordé; era el calificativo que había empleado la señora Stumpe para referirse al prior Mortimus.
Las campanas tocaron a vísperas; los monjes permanecerían en la iglesia durante al menos una hora. Eso, me dije, me proporcionaba la oportunidad de hacer lo que Singleton había hecho: registrar la contaduría mientras el hermano Edwig estaba ausente. A pesar del cansancio y la angustia que me oprimía, tuve que reconocer que me sentía mejor físicamente y tenía la cabeza más despejada. Tomé otra dosis de la poción del hermano Guy.
Me deslicé sigilosamente en la penumbra de la nave, invisible para quienes cantaban al otro lado del cancel, y me acerqué a uno de los ornamentados vanos practicados en la piedra, que proporcionaban a los seglares del monasterio una visión más atractiva del misterio de la misa que se celebraba al otro lado.
El hermano Gabriel dirigía el coro, aparentemente absorto en la música. No pude por menos que admirar la maestría con la que guiaba a los monjes en el canto del salmo; las voces subían y bajaban armónicamente mientras los ojos se movían entre las manos del director y los libros abiertos sobre los atriles. El abad estaba presente; a la luz de las velas, su expresión era sombría. Recordé su desesperado susurro: «Disolución.» Al pasear la mirada por el coro, vi al hermano Guy y junto a él, para mi sorpresa, el hábito blanco de Jerome, que contrastaba con el negro de los benedictinos. Debían de permitirle salir para participar en los oficios. Mientras los observaba, el enfermero se inclinó hacia el atril del anciano, pasó la hoja de su libro y le sonrió. El cartujo le dio las gracias asintiendo con la cabeza. En ese momento, caí en la cuenta de que el enfermero, con su austeridad y su devoción, debía de ser uno de los pocos monjes de Scarnsea que contaba con el aprecio del anciano. ¿Serían amigos, después de todo? El día que encontré al enfermero curando las llagas del cartujo no me lo pareció. Busqué con la mirada al prior Mortimus y advertí que no estaba cantando, sino mirando fijamente al frente. Recordé que, al ver el cadáver de la joven, se había mostrado horrorizado y colérico. El hermano Edwig, en cambio, cantaba con entusiasmo, flanqueado por sus dos ayudantes, Athelstan y el anciano William.