– Si no hay más remedio… ¿Se celebrarán al mismo tiempo?
– Dado que Simón era un hombre de iglesia -respondió el abad tras una vacilación-, deberíamos celebrar dos ceremonias por separado. Los estatutos lo autorizan…
– No tengo nada que objetar.
– Me preguntaba cómo va vuestra investigación, señor comisionado. Me temo que el tesorero necesita que le devolváis sus libros cuanto antes…
– Tendrá que esperar; todavía no he acabado. Esta mañana iré a la ciudad para ver al juez.
– Bien… -asintió solemnemente el abad-. Estoy convencido de que el asesino del pobre comisionado Singleton se oculta en la ciudad, entre los contrabandistas y malhechores que la infestan.
– A mi regreso, me gustaría interrogar al hermano Jerome. ¿Dónde está? No he visto su sonriente cara.
– Aislado, en castigo por su comportamiento. Debo advertíroslo, comisionado: si habláis con él sólo conseguiréis que vuelva a insultaros. Está fuera de sí.
– Sabré ser indulgente con su demencia. Lo veré cuando vuelva de Scarnsea.
– Vuestros caballos podrían encontrar dificultades para llevaros hasta allí. Esta noche, el viento ha formado grandes montones de nieve. Uno de nuestros carros ha tenido que volver atrás; los caballos no podían avanzar.
– Entonces, caminaremos.
– Eso tampoco será fácil. He intentado explicarle al doctor Goodhaps…
– Señor… -lo interrumpió el anciano-, venía a preguntaros si no podría volver a casa mañana, después del funeral. Aquí ya no os sirvo de nada. Si pudiera ir a la ciudad, tal vez encontrara una plaza en alguna diligencia; de lo contrario, tampoco me importaría quedarme en una posada hasta que se funda la nieve.
Asentí.
– Muy bien, señor Goodhaps -respondí-. Aunque me temo que deberéis esperar en Scarnsea hasta que mejore el tiempo.
– ¡No me importa, señor, gracias! -exclamó el anciano asintiendo con tanto vigor que una gota de moquita le cayó en la barbilla.
– Volved a Cambridge, pero no digáis una palabra de lo que ha ocurrido aquí.
– Lo único que quiero es olvidarlo todo.
– Y ahora, Mark, debemos irnos. Señor abad, mientras estamos en la ciudad me gustaría que me consiguierais ciertos documentos: las escrituras de compraventa de tierras de los cinco últimos años.
– ¿Todas? Tendré que buscarlas…
– Sí, todas. Quiero que estéis en condiciones de jurar que me habéis entregado los títulos de todas las ventas.
– Lo haré, por supuesto, si así lo deseáis.
– Bien -dije levantándome-. Ahora debemos ponernos en camino.
El abad hizo una reverencia y se marchó, con el viejo Goodhaps pisándole los talones.
– Eso lo ha intranquilizado -le dije a Mark.
– ¿Las ventas de tierras?
– Sí. Si existe algún fraude contable, lo más probable es que se trate de la ocultación de ingresos por la venta de tierras. No tienen otro modo de reunir grandes cantidades de dinero. Ya veremos con qué nos sale.
Abandonamos la cocina. Al pasar ante el gabinete del enfermero, Mark volvió la cabeza hacia la puerta y me agarró bruscamente del brazo.
– ¡Mirad! ¿Qué le ha pasado?
El hermano Guy estaba tumbado boca abajo y con los brazos extendidos al pie del crucifijo. La luz hacía relucir su afeitado y negro cuero cabelludo. Por un momento, me asusté; luego, lo oí murmurar una oración en latín, en voz baja pero con fervor. Mientras nos alejábamos, volví a decirme que no debía depositar demasiada confianza en el árabe español. Él había confiado en mí, y era la persona más agradable que había encontrado en aquel lugar. No obstante, verlo tumbado en el suelo, implorando fervorosamente a un trozo de madera, me recordó que estaba tan apegado a las viejas herejías y supersticiones contra las que yo luchaba como todos sus hermanos de congregación.
15
Aquella mañana volvía a hacer un frío glacial, bajo un límpido cielo azul. Durante la noche, el viento había amontonado la nieve contra los muros y despejado determinadas zonas del patio, que ofrecía un extraño aspecto. Al cruzar la puerta del recinto, me volví hacia la torre y vi a Bugge, el portero, que nos espiaba desde la ventana y se apresuró a esconder la cabeza al advertir que lo había descubierto.
– ¡Por las llagas de Cristo, qué alivio estar lejos de todos esos ojos! -exclamé soltando un bufido.
Miré hacia el camino, que, como el patio, era un mar de montículos de nieve. En el paisaje, uniformemente blanco, sólo destacaban los árboles, desnudos y negros, los cañaverales de la marisma y la lejana y grisácea cinta del mar. El hermano Guy me había prestado otro bastón, en el que me apoyaba con firmeza.
– Menos mal que llevamos estas fundas -observó Mark mirándose los pies.
– Sí. Cuando se derrita la nieve, el campo se convertirá en un mar de barro.
– Si es que se derrite alguna vez.
La caminata por aquel páramo nevado fue larga y penosa; de modo que cuando llegamos a las afueras de Scarnsea había transcurrido una hora. Hablamos poco, pues seguíamos estando de un humor sombrío. En la ciudad apenas se veía gente por las calles, y la brillante luz del sol hacía aún más patente el lamentable estado en que se encontraban la mayoría de los edificios.
– Tenemos que ir a la calle Westgate -le dije a Mark cuando llegamos a la plaza.
Junto al muelle había una barca, en la que un individuo embozado en una capa negra inspeccionaba unos fardos de telas. Dos vecinos pateaban el suelo para combatir el frío. En el mar, frente a la boca del canal que atravesaba la marisma, se veía un gran barco.
– El aduanero -observó Mark.
– Esas telas deben de ir a Francia.
Tomamos una calle de elegantes casas nuevas. La puerta de la más grande ostentaba el escudo de la ciudad. Llamé con los nudillos, y al cabo de unos instantes un criado bien vestido nos abrió y, tras confirmarnos que aquélla era la residencia del juez Copynger, nos hizo pasar a una hermosa sala amueblada con sillones tapizados y un aparador que exhibía una lujosa vajilla de oro.
– Parece que las cosas le van bien -observó Mark.
– Desde luego -respondí acercándome al retrato de un hombre de cabellos rubios, barba puntiaguda y expresión adusta que había colgado en la pared de enfrente-. Un buen trabajo. Y pintado aquí mismo, a juzgar por el fondo.
– Eso quiere decir que es un hombre acaudalado… -estaba diciendo Mark cuando se abrió la puerta y el modelo de la pintura apareció en el umbral embutido en una bata marrón con cuello de piel de marta.
Copynger era un individuo alto y fornido de unos cuarenta años y aspecto severo.
– Doctor Shardlake, es un honor -dijo estrechándome la mano con fuerza-. Soy Gilbert Copynger, juez de Scarnsea y el más leal servidor de lord Cromwell. Conocí al pobre señor Singleton. Agradezco a Nuestro Salvador que estéis aquí. Ese monasterio es un antro de corrupción y herejía.
– En efecto, allí nada es lo que parece -dije, y me volví hacia Mark-. Es mi ayudante.
El juez inclinó la cabeza levemente.
– Acompañadme a mi despacho, os lo ruego. ¿Tomaréis un pequeño refrigerio? Hace un tiempo tan infernal como si nos lo hubiera enviado el mismo Diablo. ¿No pasáis frío en el monasterio?
– Los monjes disponen de hogares en todas las habitaciones.
– De eso no me cabe duda, señor comisionado. Ninguna duda. -Copynger nos condujo al otro extremo del vestíbulo, entró en una acogedora habitación con vistas a la calle y retiró unos documentos de encima de unos taburetes que había cerca del fuego-. Disculpad el desorden, pero recibo tanto papeleo de Londres… El jornal mínimo, las leyes sobre los pobres… -El juez soltó un suspiro-. Además, debo informar hasta del menor comentario que oiga contra la Reforma. Afortunadamente, en Scarnsea se oyen pocos; pero a veces mis informadores se los inventan, lo que me obliga a investigar afirmaciones que nunca han sido hechas. No obstante, así la gente sabe que debe medir sus palabras.