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– ¡En eso, al menos, su caridad habla por todos! -proclamó el tesorero con voz sonora-. No puedo decir más que amén. Un coro de amenes se alzó de la mesa de los obedienciarios. Asentí complacido.

– Pero el comisionado Singleton sigue estando muerto -repuse-. De modo que ¿quién creéis que lo mató? ¿Hermano tesorero? ¿Hermano prior?

– Fue g-gente de fuera -respondió el hermano Edwig-. Él iba a encontrarse con alguien y los sorprendió. Brujas, adoradores del Diablo… entraron a profanar nuestra iglesia y a robar nuestra reliquia, toparon con el pobre señor Singleton y lo mataron. La persona con la que iba a encontrarse, quienquiera que fuese, sin duda se asustó del tumulto.

– El doctor Shardlake opina que el asesino podría haber utilizado una espada -dijo el hermano Guy-. Y la gente de la que habláis se habría guardado de llevar armas, por miedo a que los descubrieran.

Me volví hacia el hermano Gabriel, que soltó un profundo suspiro y se pasó los dedos por los enmarañados rizos que rodeaban su tonsura.

– La desaparición de la mano del Buen Ladrón, una santa reliquia del Calvario de Nuestro Señor, es una tragedia. Me estremezco al pensar en el abominable uso que puede estar dándole el ladrón en estos momentos.

El sacristán estaba pálido. Recordé las calaveras del despacho de lord Cromwell y, una vez más, comprendí cuánto poder tienen las reliquias.

– ¿Hay sospechosos de practicar la brujería en la zona? -pregunté.

El prior negó con la cabeza.

– Un par de hechiceras de la ciudad, pero no son más que viejas que murmuran encantamientos para las hierbas que venden.

– ¿Quién sabe qué maldades obra el Diablo en el mundo pecador? -murmuró el hermano Gabriel-. Nosotros estamos protegidos de él en esta vida de santidad tanto como puede estarlo un hombre; pero fuera… -musitó el sacristán con un estremecimiento.

– También están los criados -les recordé-. Sesenta personas.

– Aquí sólo vive una docena -repuso el prior-. Y por la noche el monasterio está cerrado a cal y canto, y vigilado por el señor Bugge y su ayudante, bajo mi supervisión.

– Casi todos los que viven aquí son viejos y leales servidores -añadió el hermano Gabriel-. ¿Por qué iban a matar a un visitante tan importante?

– ¿Por qué iba a hacerlo un monje, o alguien de la ciudad? Bien, ya se verá. Mañana quisiera hablar con algunos de vosotros -anuncié paseando la mirada por las dos hileras de alarmados rostros.

Los criados regresaron para llevarse los platos, que sustituyeron por los de postre, y guardamos silencio hasta que se marcharon.

– ¡Ah, fruta en almíbar! -exclamó el tesorero hundiendo la cuchara en su plato-. Nada mejor en una noche tan fría.

De pronto, se oyó un golpe sordo en el otro extremo de la sala. Sobresaltados, nos volvimos hacia la esquina en la que el novicio cumplía su castigo y vimos que estaba tumbado en el suelo. El hermano Guy se puso en pie con la indignación pintada en el rostro, se cogió las faldas del hábito y echó a correr hacia Simón. Yo lo imité, seguido por el hermano Gabriel y, un instante después, por el prior, visiblemente enojado. El muchacho estaba blanco como la pared. Cuando el hermano Guy le levantó la cabeza con cuidado, parpadeó y soltó un gemido.

– Tranquilo -le dijo el enfermero con voz suave-. Sólo es un desmayo. ¿Te has hecho daño?

– En la cabeza. Me la he golpeado. Lo siento… Sus ojos se llenaron de lágrimas, su endeble pecho se agitó y empezó a sollozar de un modo que encogía el corazón. El prior Mortimus soltó un bufido. Miré al hermano Guy y me quedé sorprendido ante la cólera que reflejaban sus negros ojos.

– ¡No me extraña que llore, hermano prior! ¿Cuánto hace que no come como Dios manda? ¡Está en los huesos!

– Ha tomado pan y agua. Sabéis perfectamente, hermano enfermero, que es un castigo sancionado por la regla de san Benito…

El hermano Gabriel se volvió hacia él hecho una furia.

– ¡San Benito no pretendía que los siervos de Dios murieran de hambre! Lo habéis hecho trabajar como un animal en los establos y luego permanecer de pie con este frío durante horas.

El llanto del novicio se transformó en un violento ataque de tos y su pálido rostro se puso violáceo, mientras pugnaba por respirar. El enfermero inclinó la cabeza para escuchar los sibilantes jadeos del joven.

– Tiene los pulmones llenos de bilis. ¡Me lo llevo a la enfermería ahora mismo!

El prior volvió a resoplar.

– ¿Es culpa mía que sea tan delicado? Lo hago trabajar para que se curta. Es lo que necesita…

La voz del hermano Gabriel resonó por todo el refectorio:

– ¿Tiene el hermano Guy vuestra autorización para llevárselo a la enfermería, o voy en busca del abad Fabián?

– ¡Llevaos a ese inútil! -gritó el prior volviendo a la mesa a grandes zancadas-. ¡Blandenguería! ¡Blandenguería y laxitud! ¡Eso es lo que acabará con nosotros! -exclamó abarcando el refectorio con una mirada desafiante, mientras el hermano Gabriel y el enfermero se llevaban al novicio, que seguía hipando y tosiendo.

El hermano Edwig se aclaró la garganta.

– Hermano p-prior, creo que deberíamos dar las gr-gracias por los alimentos y levantarnos de la mesa. Casi es la hora de completas.

El prior dio las gracias atropelladamente, y los obedienciarios se levantaron y abandonaron el refectorio, mientras sus hermanos de la mesa larga esperaban a que salieran para imitarlos. Cuando iba a cruzar la puerta, el hermano Edwig se acercó a mí.

– Siento que v-vuestra cena se haya visto perturbada dos veces, doctor Sh-Shardlake -dijo con voz untuosa-. Es muy lamentable. Debo pediros que nos perdonéis.

– No hay de qué, hermano. Cuanto mejor conozca la vida en Scarnsea, más deprisa avanzará mi investigación. Por cierto, os estaría muy agradecido si mañana pudierais dedicarme unos momentos de vuestro tiempo, acompañado por vuestros libros de contabilidad más recientes. Hay varios puntos relacionados con las investigaciones del comisionado Singleton que me gustaría discutir con vos.

Confieso que disfruté con la expresión de desconcierto que se adueñó del rostro del tesorero. Me despedí con una inclinación de cabeza y me acerqué a Mark, que estaba mirando por una ventana. La nieve seguía cayendo y cubriéndolo todo de blanco, amortiguando los ruidos y desdibujando las formas, mientras las encorvadas y encapuchadas figuras de los monjes cruzaban el patio del claustro en dirección a la iglesia para celebrar las completas, el último oficio del día, y las campanas volvían a lanzar al aire su ensordecedor tañido.

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Mark volvió a tumbarse en el catre en cuanto llegamos a la habitación. Yo estaba tan cansado como él, pero necesitaba organizar mis impresiones de todo lo ocurrido durante la cena, de modo que me mojé la cara en la jofaina y fui a sentarme ante el fuego. Aunque muy débilmente, los cánticos de los monjes llegaban hasta mis oídos a través de la ventana.

– Escucha -le dije a Mark-. El oficio de completas. Los monjes están rogando a Dios que vele por sus almas al final del día. Bueno, ¿qué piensas de esta santa comunidad de Scarnsea?

– Estoy demasiado cansado para pensar -gruñó Mark.

– Vamos, es tu primer día en un monasterio. ¿Qué te ha parecido?

Mi joven ayudante se incorporó a regañadientes, apoyó la barbilla en un codo y adoptó una expresión pensativa. Las sombras que arrojaban las velas subrayaban los tenues pliegues de su fino rostro. «Un día -me dije-, se convertirán en auténticas arrugas, con surcos tan profundos como los míos.»

– Es un mundo de contradicciones. Por un lado, su vida parece un mundo aparte. Sus hábitos negros, esas oraciones… El hermano Gabriel dice que están aislados del mundo y del pecado. Pero ¿habéis visto cómo me mira, el muy bellaco? ¡Y cómo viven! Buenos fuegos, tapices, la mejor comida que he probado en mi vida… Y juegan a las cartas como los parroquianos de cualquier taberna.

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