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Volvieron a golpear con los nudillos, y un instante después oí la angustiada voz de Alice:

– ¡Doctor Shardlake! ¡Comisionado!

Era plena noche, el fuego apenas ardía y la habitación estaba helada. Mark gruñó y se dio la vuelta en el catre.

– ¿Qué ocurre? -pregunté con voz temblorosa y el corazón aún palpitante por la pesadilla.

– El hermano Guy os necesita, señor.

– ¡Un momento!

Me levanté de la cama con dificultad y encendí una vela en las ascuas de la chimenea. Mark también se levantó, parpadeando y con el pelo revuelto.

– ¿Qué pasa?

– No lo sé. Espérame aquí.

Me puse las calzas y abrí la puerta. La chica, que llevaba un delantal blanco sobre el vestido, me miró apurada desde el pasillo.

– Os ruego que me perdonéis, señor, pero Simón Whelplay se ha puesto peor y quiere hablar con vos. El hermano Guy me ha dicho que os despertara.

– Muy bien -respondí siguiéndola por el gélido corredor.

A escasa distancia de nuestra habitación había una puerta abierta. Oí voces: el hermano Guy y alguien que gemía angustiosamente. Al asomarme, vi al novicio acostado en una cama baja con ruedas. Tenía el rostro reluciente de sudor y deliraba entre ansiosos jadeos. Sentado junto al camastro, el hermano Guy le enjugaba la frente con un paño que de vez en cuando empapaba en el líquido de un cuenco.

– ¿Qué tiene? -pregunté tratando de disimular mi aprensión, pues el chico se retorcía y resollaba igual que los contagiados de peste.

El enfermero me miró con preocupación.

– Una congestión en los pulmones. No es de extrañar, con las horas que ha pasado de pie, sin comer y con este frío. Tiene mucha fiebre. No para de decir que necesita hablar con vos. No se quedará tranquilo hasta que lo haya hecho.

Me acerqué a la cama con miedo, pues temía respirar los miasmas de su enfermedad. El joven clavó sus enrojecidos ojos en mí.

– Comisionado…, señor… -dijo con voz ronca-. ¿Habéis venido a hacer justicia?

– Sí, estoy aquí para investigar la muerte del comisionado Singleton.

– Él no ha sido la primera víctima -resolló el chico-. No ha sido la primera. Yo lo sé.

– ¿Qué quieres decir? ¿A quién más han matado?

Un violento ataque de tos agitó su frágil pecho, en el que se oía gorgotear las flemas. Exhausto, Simón se dejó caer en la cama y posó los ojos en Alice.

– Pobre muchacha… Le advertí que aquí corría peligro… -musitó entre violentos sollozos que acabaron transformándose en otro acceso de tos y amenazando con partir en dos su frágil cuerpo.

– ¿Qué quiere decir? -pregunté volviéndome con viveza hacia Alice-. ¿De qué peligro te advirtió?

La chica me miró con perplejidad.

– No lo entiendo, señor. Nunca me ha advertido de nada. Hasta hoy apenas había hablado con él.

Miré al hermano Guy. Parecía tan sorprendido como su ayudante.

– Está muy enfermo, comisionado -dijo observando al enfermo con preocupación-. Deberíamos dejarlo descansar.

– No, hermano, necesito hacerle más preguntas. ¿Tenéis idea de a qué se refiere?

– No, señor Shardlake. Sé tan poco como Alice.

Me acerqué a la cama y me incliné sobre el muchacho.

– Explícame qué quieres decir, Simón. Alice dice que no le has advertido de nada…

– Alice es buena -dijo el novicio entre dos jadeos-. Es cariñosa y amable. Hay que advertirle…

El chico volvió a toser y el hermano Guy se interpuso entre nosotros con decisión.

– Debo pediros que os marchéis, comisionado. Creía que hablar con vos lo tranquilizaría, pero está delirando. Tengo que darle una poción para hacerlo dormir.

– Por favor, señor -intervino Alice-. Por caridad. Ya veis lo enfermo que está.

Me aparté del novicio, que parecía haber caído en un sopor producto del agotamiento.

– ¿Está muy grave? -le pregunté al hermano Guy.

El enfermero frunció el semblante.

– Si la fiebre no remite pronto, acabará con él. Castigarlo de ese modo ha sido una atrocidad -añadió con la voz teñida de cólera-. Ya me he quejado al abad; vendrá a ver al chico por la mañana. Esta vez, el prior Mortimus ha ido demasiado lejos.

– Necesito saber qué quería decir. Volveré mañana y, si su estado empeora, quiero que se me informe de inmediato.

– Por supuesto. Y ahora, señor, os ruego me disculpéis, tengo que preparar unas hierbas…

Asentí, y se marchó. Miré a Alice y le sonreí lo más tranquilizadoramente que pude.

– Un asunto extraño -murmuré-. ¿No tienes idea de a qué se refería? Primero ha dicho que te había advertido y luego que había que advertirte.

– No me ha advertido de nada, señor. Cuando lo trajeron, durmió un rato; luego, al subirle la fiebre, empezó a preguntar por vos.

– ¿A qué podía referirse al decir que Singleton no ha sido el primero?

– Os juro que no lo sé, señor.

Su voz tenía un deje de inquietud. Me volví hacia ella y le hablé con suavidad:

– ¿Crees que podrías estar en peligro, Alice?

– No, señor. -De pronto, su rostro enrojeció y adoptó una expresión mezcla de cólera y desprecio que me dejó sorprendido-. De vez en cuando, algún monje me hace proposiciones, pero yo sé defenderme, y cuento con la protección del hermano Guy. Es una molestia, pero no un peligro.

Asentí, impresionado una vez más por su fuerza de carácter.

– ¿Estás a disgusto aquí? -le pregunté bajando la voz.

La chica se encogió de hombros.

– Es un trabajo -respondió-. Y el hermano Guy me trata bien.

– Alice, si puedo ayudarte o hay algo que quieras contarme, acude a mí, por favor. No me gustaría que corrieras ningún riesgo.

– Gracias, señor. Sois muy amable.

El tono de su voz era cauto; no tenía ningún motivo para confiar en mí más que en los monjes. Pero tal vez se sincerara con Mark. Se volvió hacia el enfermo, que había empezado a agitarse en sueños e intentaba destaparse.

– Entonces, buenas noches, Alice.

La joven estaba tratando de tranquilizar al novicio y no se volvió.

– Buenas noches, señor.

Salí de la habitación y avancé por el gélido pasillo. Me detuve ante una ventana y comprobé que había dejado de nevar. La luna iluminaba un espeso y uniforme manto blanco que lo cubría todo. Al contemplar aquel yermo inmaculado, que sólo interrumpían las negras siluetas de los viejos edificios, me sentí tan aislado y atrapado en Scarnsea como si estuviera en las mismísimas cuevas de la luna.

10

Al despertar, tardé en comprender dónde estaba. El sol de una mañana inusualmente clara inundaba de luz blanca una habitación desconocida. Al cabo, lo recordé todo y me incorporé en la cama. Mark, que había vuelto a dormirse cuando regresé de hablar con el novicio, estaba levantado; había alimentado el fuego y, desnudo de cintura para arriba, se estaba afeitando ante una palangana de agua humeante. Tras la ventana, los rayos del sol se reflejaban en la espesa capa de nieve que lo cubría todo y sobre la que no se más veían más huellas que las pisadas de los pájaros.

– Buenos días, señor -dijo Mark sin apartar la vista del viejo espejo de latón.

– ¿Qué hora es?

– Las nueve pasadas. El hermano Guy dice que el desayuno nos espera en la cocina. Suponía que estaríamos cansados y nos ha dejado dormir.

– No podemos perder el tiempo durmiendo -gruñí apartando la ropa de la cama-. Venga, acaba con eso y ponte la camisa -lo apremié, empezando a vestirme.

– ¿No os vais a afeitar?

– No creo que mi barba asuste a nadie. -La magnitud del trabajo pendiente absorbía todos mis pensamientos-. Vamos, acaba de una vez. Quiero recorrer el monasterio y hablar con los obedienciarios. Y tú tienes que encontrar una ocasión para verte a solas con Alice. Luego, das un paseo y buscas posibles escondites para esa espada. Tenemos que avanzar tan rápido como podamos; ha surgido un nuevo problema -añadí, y le conté mi visita nocturna a Whelplay mientras me ataba las calzas.

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