– Pero, señor, ¿y Gabriel? Después de todo, ¿no creíais que era el asesino? ¿Qué visteis en el suelo del pasadizo?
– Estaba equivocado -respondí tras una vacilación-. Completamente equivocado. No tenía nada que ocultar. Y ahora alguien más ha muerto por mi culpa. A pesar de mis oraciones -murmuré mirando colérico hacia el techo-. Pero juro que será el último.
26
Había hecho llamar a la iglesia a los cuatro obedienciarios que seguían con vida. El abad Fabián, el prior Mortimus, el hermano Edwig y el hermano Guy esperaban junto a nosotros a que los criados retiraran los restos de la estatua de encima del cadáver de Gabriel. Para mi sorpresa, descubrí que la impresión me había insensibilizado y podía contemplar la terrible escena con calma y observar las reacciones de los obedienciarios con frialdad. El hermano Guy y el prior Mortimus permanecían impasibles; el hermano Edwig tenía el rostro contraído en una mueca de repugnancia, y el abad Fabián tuvo que apartarse unos pasos para vomitar en el pasillo central.
Les ordené que me acompañaran al pequeño despacho de Gabriel, en cuyo interior la deteriorada estatua de la Virgen seguía melancólicamente apoyada contra la pared, rodeada de pilas de libros por copiar. Les pregunté dónde estaban los monjes una hora antes, en el momento en que había caído la estatua.
– Por todo el monasterio -respondió el prior-. Es la hora de descanso. Con este tiempo, la mayoría estarían en sus celdas.
– ¿Y Jerome? ¿Sigue en la suya?
– Cerrado con llave desde ayer.
– ¿Y vosotros cuatro? ¿Dónde os encontrabais?
El hermano Guy respondió que leyendo en su gabinete, solo; el prior Mortimus, en su despacho, también solo. El hermano Edwig dijo que sus dos ayudantes me confirmarían que se encontraba en la contaduría, y el abad, que estaba dando instrucciones a su mayordomo. Me senté y los observé con atención; no podía confiar ni siquiera en los que tenían coartada, pues podían convencer o amenazar a quienes estaban a sus órdenes para que mintieran. Lo mismo valía para las coartadas que los monjes se proporcionaran mutuamente. Podía interrogar a todos los monjes y criados del monasterio; pero ¿cuánto tardaría y de qué serviría? De pronto, sentí una enorme impotencia.
La voz del prior rompió el silencio.
– Entonces, ¿os salvó el hermano Gabriel?
– Así es.
– ¿Por qué? -preguntó-. Con todo respeto, señor, ¿por qué iba a dar la vida por vos?
– Tal vez no sea tan sorprendente. Creo que se había convencido a sí mismo de que su vida tenía poco valor -respondí mirándolo con dureza.
– Entonces, espero que su acto le ayude ante Dios. Tenía muchos pecados que expiar.
– Tal vez no fueran tan graves a los ojos de Dios.
Oímos unos débiles golpes en la puerta, y al cabo de un momento un monje asomó la cabeza con temor.
– Os ruego me perdonéis. Ha llegado una carta del juez Copynger para el comisionado. El mensajero dice que es urgente.
– Muy bien. Señores, permanezcan aquí por el momento. Vamos, Mark.
Mientras nos dirigíamos hacia la puerta de la iglesia, vimos que los criados habían retirado el cuerpo de Gabriel. Dos de ellos estaban limpiando la sangre, envueltos en el vapor del agua caliente que ascendía de las losas. Cuando abrimos la puerta, un mar de rostros claváronla vista en nosotros; monjes y sirvientes murmuraban inquietos por cincuenta bocas de las que ascendían otras tantas nubes de vaho gris. Vi al hermano Athelstan, con los ojos brillantes de curiosidad, y al hermano Septimus, mirando a todas partes con cara de susto y retorciéndose las manos. Al vernos aparecer, el hermano Jude ordenó que nos abrieran paso. Avanzamos por el pasillo humano, siguiendo al monje que había venido a buscarnos.
Bugge nos esperaba ante el portón, con una carta en la mano.
– El mensajero ha dicho que era muy urgente, comisionado. Espero que me perdonéis la interrupción. ¿Es verdad que el hermano Gabriel ha muerto en la iglesia a consecuencia de un accidente?
– No, Bugge, no ha sido un accidente. Ha muerto para evitar que me asesinaran.
Cogí la carta y me alejé hasta el centro del patio. Después de lo ocurrido, me sentía más seguro lejos de las paredes altas.
– Dentro de una hora habrá corrido la voz por todo el monasterio -dijo Mark.
– Estupendo. Se acabaron los secretos. -Rompí el sello y leí la única hoja que contenía la carta mordiéndome el labio con impaciencia-. Copynger ha empezado a indagar. Ha citado a sir Edward y a otro terrateniente que aparecía mencionado en el libro azul. Le han enviado mensajes alegando que están aislados por la nieve en sus propiedades; pero, si los mensajeros han podido pasar, ellos también pueden hacerlo, así que les ha mandado otro requerimiento. Esto huele a táctica dilatoria. Esos dos tienen algo que esconder.
– Ya podéis enfrentaros al hermano Edwig.
– No quiero que esa escurridiza anguila vuelva a salirme con que sólo eran cálculos y presupuestos. Quiero ponerle delante pruebas sólidas. Pero no dispondré de ellas mañana, ni pasado, a este paso -dije doblando la carta-. ¿Quién podía saber que esta mañana íbamos a ir a la iglesia, Mark? Te lo he dicho cuando estábamos en el estanque, ¿lo recuerdas?
– El prior Mortimus estaba allí, pero no lo bastante cerca para oírlo.
– A lo mejor tiene el oído tan fino como tú… Es extraño, pues nadie sabía que íbamos a la iglesia. Eso suponiendo que quien intentó matarme nos estaba esperando, claro.
– Pero ¿cómo iba a saber ese alguien que os pararíais justo debajo de la estatua? -preguntó Mark tras pensar unos instantes.
– Es verdad. ¡Oh, Dios, no consigo pensar con claridad! -dije golpeándome la frente con los nudillos-. De acuerdo. ¿Y si nuestro asesino hubiera subido a la galería por otro motivo? ¿Y si simplemente decidió aprovechar la oportunidad que se le había presentado de librar al mundo de mí cuando me detuve debajo?
– ¿Y con qué motivo iba a subir allí? Ni siquiera están trabajando en las reparaciones.
– ¿Quién estará al corriente de las obras ahora que Gabriel ha muerto?
– El prior Mortimus es el responsable del día a día del monasterio.
– Creo que hablaré con él. -Hice una pausa mientras me guardaba la carta-. Pero antes, Mark, hay algo que debo decirte.
– ¿Sí, señor?
Lo miré muy serio.
– En la carta sobre las ventas de tierras que llevaste a Copynger le pedía que averiguara si había algún barco que fuera a zarpar a Londres, pues con estas nieves me llevaría una semana cruzar el Weald. Ahora que conozco el contenido de la carta de Jerome, necesito ver a Cromwell. Pensé que podía haber algún barco, y así es. Zarpará con la marea vespertina con un cargamento de lúpulo. Debería llegar a Londres dentro de dos días y regresar al siguiente. Si el tiempo nos acompaña, sólo estaría fuera cuatro días. No puedo desaprovechar la ocasión. Pero quiero que tú te quedes aquí.
– ¿Y es necesario que os vayáis ahora?
– Tengo que aprovechar esta oportunidad -dije caminando de un lado para otro. Recuerda que el rey no sabe lo que está ocurriendo aquí. Si Jerome consiguió enviar alguna otra carta y ha llegado a manos del rey, Cromwell podría estar en aprietos. No deseo marcharme, pero debo hacerlo. Y hay algo más. ¿Recuerdas la espada?
– ¿La que saqué del estanque?
– Tenía la marca del armero. Las espadas como ésa sólo se hacen por encargo. Si consigo encontrar al armero, tal vez descubra para quién la hizo. Es la única pista que tenemos.
– También podemos interrogar al hermano Edwig cuando tengamos pruebas sobre las ventas de tierras.
– Sí. Pero no me imagino al tesorero trabajando con un cómplice. Es demasiado independiente.
– El hermano Guy pudo matar a Singleton -dijo Mark tras una vacilación-. Está delgado, pero es alto y fuerte.